En el sombrío patio de una prisión y como cada mañana desde hace casi una década dos reclusos se hallan sentados en un banco de cemento. Los muros altos de ladrillos grises que los rodean se erigen como mudos espectadores de vidas quebrantadas por el inexorable peso del destino. En lo más alto el alambre de púas destella bajo unos inclementes, duros y despiadados rayos de sol que ahondan la sensación de opresión. Bajo sus pies el suelo de cemento gastado y agrietado alberga valientes hierbas que se aferran tenazmente entre fisuras a la vida. El constante coro de la vida entre rejas es lo único que oyen sus oídos desde hace años en este yermo pasaje: las voces apagadas de otros reclusos, el tintineo de las llaves de los guardias y el murmullo distante de la ciudad son la banda sonora constante de su existencia.
A lo lejos en el cielo algunas nubes blancas flotan con parsimonia arrastrando consigo el olor a tierra y maleza que se extiende más allá de aquellos muros. Ambos en su silencio los observan con ojos anhelantes siguiendo cada desplazamiento de esas formas de algodón que se les atojan tan lejanas y etéreas como sus sueños de brisa fresca en sus rostros, de caricias del sol en su piel y de caminos sin restricciones.
Enfrente del banco se alza majestuoso un árbol anciano de corteza rugosa y raíces que hunden misterios en las profundidades de la tierra custodiando los secretos que los presidiarios confían a su silencio. Sus ramas, en una coreografía casi imperceptible, danzan al ritmo de los susurros de unos pájaros que parecen ser los confidentes de estos secretos. Si estas criaturas del aire y este anciano guardián pudieran articular palabras desenmascararían a los verdaderos artífices de la injusticia, desvelarían los lugares donde yacen ocultas las víctimas, el dinero robado y todos los oscuros enigmas que la justicia no logró deshacer con acierto.
De repente una nueva banda de pájaros acaba de presentarse posándose con gracia sobre las ramas del árbol. Allí batiendo ágilmente sus alas desatan una sinfonía que llena el aire del patio con notas diminutas pero virtuosas y alegres. Son heraldos alados pues a los odios de esos presidiarios es como si portaran en sus cánticos revelaciones del mundo exterior. Algunos entonan melodías dulcísimas, mientras que otros, con su chispeante gorjeo, son una celebración de la vida en su estado más puro y efervescente.
Uno de los presos lleva unos minutos observando gozosamente a estos pájaros con ojos apaciguados. Sus cabellos, una vez negros, hace años que sucumbieron al inexorable avance de las canas y las arrugas que surcan su rostro parecen fundirse con las asperezas de los muros. Su uniforme muestra mangas desgarradas y pantalones ajados, y los zapatos, testigos mudos de incontables pasos sobre el áspero pavimento de la prisión, han quedado relegados a una sombría opacidad que refleja la propia realidad de quien los calza. La voz de ese otro presidiario hablando solo en el extremo del banco le llega como un susurro distante, con palabras vacías que apenas rozan su conciencia. Mientras aquel habla, él a intervalos regulares alza la mirada y con cada nube se imagina a sí mismo flotando lejos de este lugar. También a ratos observa en una mesa cercana a otros presidiarios jugar una partida de ajedrez con pensamientos errantes.
Durante este tiempo los suyos discurren a ratos por las calles de su ciudad. Ve rostros desconocidos, a niños correteando con la inocencia de la infancia, a ancianos paseando con la sabiduría de los años, y a amantes perdidos en miradas cómplices. En otras ocasiones siente la brisa salada acariciando su piel, el sonido del mar rompiendo contra el casco de un velero, navegando por aguas desconocidas, explorando islas remotas y horizontes sin fin mientras el sol se sumerge en el agua coloreando el cielo de tonos dorados y rojizos. Y también hay ocasión para los recuerdos más íntimos compartidos con una mujer cuyo nombre aun resuena en su corazón como una canción eterna. Recuerda sus besos, dulces como el néctar de las flores, y sus caricias por su piel. No hay placer más doloroso que pensar libremente en cautividad y a esta clase de pensamientos se entrega cada mañana.
De golpe, en un momento dado, deja de soñar. El hombre que tiene sentado al otro extremo del banco se acaba de levantar y siguiendo la rutina de cada día se aproxima a él. Sin decir nada ocupa el espacio a su lado y empieza a hacer garabatos en el suelo con una rama esperando que él lo mire de reojo y reconozca su presencia. Los trazos en el suelo se entrelazan poco a poco formando un intrincado laberinto y al rato la conversación comienza a desplegarse como cada mañana a esta hora, como si estuviera destinada a repetirse en el confinamiento de aquel lugar hasta el fin de sus vidas.
—Es francamente absurdo lo que están haciendo conmigo. ¿No te parece? —inquiere aquel con melancólica vanidad.
Y como es habitual, el otro responde de un modo maquinal, preguntando lo mismo que cada mañana:
—¿Por qué dices eso?
—Yo robaba para poder comer y ahora me traen gratis la comida todos los días.