Nicolás se despidió con una mezcla de reverencia y distinción, salió de la cafetería y se puso a andar. Al poco, camino hacia el despacho, tenía la cabeza ya gacha. Era por el peso de la impresión que le producía pensar que su falta de madurez pudiera echar por tierra los consejos que acababa de darle Don Guzmán. Desde hacía varias noches una causa de sangre demasiado compleja y abrumadora le estaba robando el sueño. Este fue el motivo por el que había decidido acudir en ayuda de la astucia y de los sutiles encantamientos que atesoran los abogados curtidos en mil batallas. En contraste con la toga de Don Guzmán, la suya era todavía nueva y carente de ese lustre de autoridad tácita que exhiben esta clase de abogados. Los pocos juicios que llevaba acumulados no le habían proporcionado aún una victoria significativa y esto, en fin, le mermaba la confianza atenazándole los nervios.
Se paró ante un semáforo en rojo y mientras esperaba impaciente a que la luz cambiara pensó, con la impetuosidad de un alma joven anhelante de madurez, en la sabiduría que acaba de transmitirle Don Guzmán.
De lo poco que sabía de este hombre era por las leyendas que circulaban por los tribunales acerca de sus logros. Acumulaba tantos y eran tan colosales, por inverosímiles, que se diría que había usurpado el puesto a San Judas Tadeo, santo de las causas perdidas. Por su físico se distinguía por unas patillas largas y frondosas, de color sal y pimienta como su cabello, cuidadas con la misma precisión que sus palabras en los estrados. Estas igual conmovían, cuando eran melodiosas, como hacían temblar cuando se aciberaban por la veleidad del debate. Y en cuanto a las formas, era un personaje fogoso y resuelto, presto a la réplica, improvisador y persuasivo, dado a la elocuencia, y, por añadidura, mesurado en las chanzas cuando convenían. De su póstumo pleito antes de colgar la toga circulaban en el imaginario colectivo historias muy variopintas acerca de quien fuera su oponente, el ínclito y a la vez temido fiscal Don Alcobea. Una de ellas, la más extendida, relataba que horas después de la primera sesión de ese reñido juicio, ya de noche y a mitad de una carretera de sinuosas curvas, el fiscal sufrió un aparatoso accidente y que hallándose turbado por los golpes, con su cuerpo moribundo balanceándose por la calzada, apareció en su socorro Don Guzmán. La misma rumorología atribuye a esta benevolencia la suerte final del reverendo Don Eulalio, su cliente y a la sazón protagonista de ese pleito, a quien de forma inesperada el inmisericorde Alcobea acabó retirándole los cargos, que eran considerables. Pero esta es otra historia que contaré en otro lugar.
Don Guzmán a sus setenta y nueve años mantenía aún esas emblemáticas patillas, aunque algo más blanquecinas. La piel nervada de sus manos y las rugosidades de su rostro eran un fiel testimonio de las servidumbres dejadas por la fatiga, el desgate y las tensiones de medio siglo de embates judiciales. Su cuerpo se había curvado al agravio de esa media vida donada en parte a los justos y otra a los malvados, porque para él incluso el ser más ruin tenía derecho a un juicio justo.
La conversación entre ambos había llegado precisamente a este controvertido punto mientras estaban sentados en esa acogedora y algo anticuada cafetería próxima al Mercado del Borne. La estancia estaba impregnada del aroma del café recién hecho y el murmullo constante de las conversaciones ajenas creaban un ambiente que se prestaba tanto a la confidencia como al debate. Nicolás, momentos antes, había expuesto con toda clase de detalles las complejidades y particularidades del caso que tanto le preocupaba. Desglosó cada elemento con precisión, desde los antecedentes hasta las pruebas más recientes, atento a la mirada de Don Guzmán que escuchaba con atención, asimilando la información y formulando de vez en cuando alguna pregunta.
– Entonces –preguntó Nicolás acercando la mano a la taza–, ¿es reprobable la actuación del abogado que defiende a alguien que ha cometido un asesinato? –Dio un sorbo al café y añadió–: ¿Y qué me dices cuando este abogado se prevalece de su astucia o de su ingenio para inventar un relato?
Don Guzmán tenía en este momento el cuerpo ligeramente inclinado hacia adelante y las manos descansando sobre la empuñadura de su bastón con una calculada elegancia. Al escuchar aquella pregunta afinó la mirada con una intensidad casi inquisitiva y la sostuvo así dejando que el espacio entre ambos lo ocupara únicamente el murmullo de la gente alrededor. Demoró su respuesta otros segundos más, todo el que le tomó en verter el azúcar, removerlo con meticulosa atención y reclinarse, con deliberada lentitud, en el respaldo de la silla antes de tomar el primer sorbo y dejar la taza de nuevo en la mesa.
–¿Qué sentido tiene indignarse cuando es la ley la que prevé la intervención del abogado? –observó el anciano sacudiéndose una imaginaria mota de polvo de su pantalón, como si quisiera asegurarse de que lo que iba a añadir quedara debidamente establecido–: Las mismas reglas sobre las que se organiza la función represora son las que hacen necesaria la asistencia de los abogados.
–Pero no estamos frente a un caso que presente dudas sobre la culpabilidad de mi cliente –replicó precipitadamente Nicolás mostrando su ingenuidad con los brazos extendidos–. La única duda es que no se ha encontrado el cuerpo de la víctima.
–Sin embargo, he creído entender que las pruebas del asesinato no son tan ciertas y patentes como dices. Diría –se inclinó de nuevo hacia Nicolás mesándose su estilizado bigote– que tus dudas tienen más que ver con tu conciencia.
Con estas palabras, pronunciadas con un sutil chasquido con la lengua, Don Guzmán acaba de destapar del interior de Nicolás la esencia misma de ese drama que no le dejaba dormir, todo porque el cliente le había reconocido en la intimidad del despacho su culpabilidad. Aquella confesión hecha semanas atrás se había incrustado en su mente con la crudeza de una pintura expresionista, hecha con trazos de tonos sombríos y formas grotescamente distorsionadas que luego por las noches cobraban vida en su psique. Entonces estas imágenes se aparecían más intensamente en el vacío de su interior, y lo que le parecía escuchar viniendo de ellas eran los desgarradores gritos de la víctima.
Cierto, aquella confesión había sido brutal. Nicolás la recordaba con una claridad espantosa y sintió en ese instante la necesidad de revelarla a sabiendas de que iba a faltar a su deber de confidencialidad.
—Don Guzmán, lo que me confesó es escalofriante —comenzó a explicar con muestras de un horror contenido—. Gerónimo había seguido días atrás a la muchacha desde su lugar de trabajo hasta su hogar… conocía su itinerario perfectamente —hizo una nueva pausa, como buscando fuerzas para continuar mientras el viejo, sin apartarle la mirada, se llevaba la taza a sus labios sellados con relatos igual de sombríos—. El callejón donde la atacó estaba apenas iluminado por una farola que parpadeaba débilmente. Entonces, emergiendo de las sombras, se precipitó sobre ella con una furia que parecía no tener fin. Cada golpe y cada cuchillada estaban cargados de un odio irracional. Me describió ese instante como un momento de éxtasis macabro y, como enorgullecido, me habló de la sangre manchada en sus manos y de las pupilas de esa mujer dilatándose mientras agonizaba. Y me lo explicó con una frialdad que me dejó helado.
Nicolás cerró sus ojos un instante, como si quisiera ahuyentar las imágenes que su propio relato le iba evocando, y al rato siguió:
—Gerónimo me dijo que luego limpió meticulosamente la escena del crimen. Se deshizo de la ropa ensangrentada, eliminando cualquier rastro que pudiera vincularlo al asesinato … y lo mismo con el cuerpo de la víctima. Sentí escalofríos por todo mi cuerpo cuando con esa frialdad inhumana me contó cómo desmembró el cuerpo de su víctima, trozo a trozo, como si estuviera desmontando un puzle. No había ni un ápice de remordimiento en su voz ni en su mirada, solo la gélida lógica de un psicópata.
Don Guzmán, que hasta entonces había asentido con su cabeza al ritmo con el que el joven iba develando la confesión, hizo un gesto firme con la mano y le interrumpió.
—Nicolás —dijo con una voz pausada y cargada de la gravedad que confiere la experiencia—, la expresión que ves en mi rostro al escucharte es la que he visto reflejada en el espejo de mi alma muchas veces a lo largo de mi carrera. He presenciado las confesiones de hombres cuya maldad parecía desafiar la comprensión humana, cuyas acciones eran también un testimonio de la insondable profundidad de la depravación. Cada una de esas confesiones eran como fragmentos de una pesadilla que, al igual que a ti, se me aparecían luego en la cama. —Se detuvo un momento para que estas palabras calaran aún más en la mente de Nicolás y continuó con una mirada que parecía perdida en algún punto lejano del pasado, como si recordara alguna de aquellas historias en particular—. Sin embargo, en cada una de ellas encontré una especie de fascinación mórbida, una atracción hacia lo abyecto que no pude evitar. La maldad, Nicolás, es un espejo en el que todos debemos mirarnos alguna vez. He aprendido que detrás de cada acto atroz, detrás de cada crimen que desafía la lógica y la moral, hay una historia, una secuencia de eventos que lleva a un hombre a convertirse en un monstruo.
Los ojos del anciano abogado, aunque cansados, brillaron en ese instante con una intensidad que revelaba la pasión y el tormento de su oficio. Y con un suspiro profundo, añadió:
—Así que, Nicolás, no te sorprendas al verme asentir cuando te escucho. Es el resultado de años de enfrentamiento con el lado más oscuro de la humanidad, un recordatorio constante de que, en nuestro oficio, debemos aprender a caminar en el filo entre la repulsión y la fascinación, entre el juicio y la comprensión.
—Entonces —preguntó Nicolás— ¿un abogado debe abstenerse de defender la inocencia de su cliente a costa de violar implícitamente la confidencialidad de un secreto? ¿O debe sostener su inocencia?
—Verás —prosiguió el anciano, adoptando un semblante mucho más circunspecto—. Pongamos, por ejemplo, el caso de un hombre que, contra todo pronóstico, es finalmente absuelto gracias a una inesperada indisposición del fiscal, a quien un accidente la noche antes del juicio le ha restado facultades o habilidades. —Se detuvo un momento y esperó a que Nicolás asentiera con la cabeza—. ¿Me sigues? Ahora —continuó tras recibir la confirmación de Nicolás—, imagina que semanas después del veredicto, este mismo individuo va a tu despacho. Con una insolente confianza, te revela que fue él quien abusó de la víctima y, además, se pavonea de su impunidad, mostrándote fotografías de las perversidades cometidas con esa persona. Ante esta situación, ¿no te verías acuciado por una culpabilidad igualmente abrumadora?
—Malviviría con ello —contestó con voz apagada.
—Homo sum, humani nihil a me alienum puto.
Aunque estas palabras proverbiales escapaban al entendimiento del joven, la autoridad con la que el viejo acaba de pronunciarlas le provocó una sensación reconfortante, casi mística, como si estuviera siendo iniciado en un conocimiento secreto reservado solo para unos pocos privilegiados.
—¡Aquí radica tu dilema, tu conflicto moral en toda su magnitud! —proclamó Don Guzmán dejando escapar una exagerada actuación que evocaba sus años gloriosos en los estrados—. Con un gesto amplio y enfático, prosiguió—: El juez en su imposibilidad de condenar al verdadero culpable queda libre de reproche moral, pues él debe resolver en función de la verdad formal y esta verdad, como bien sabrás —hizo una pausa calculada, clavando sus penetrantes ojos en los de Nicolás—, es la que se construye y trasciende en el marco de un juicio. — A continuación, con estas palabras reverberando en el aire, apuntó con el dedo índice directamente al corazón de Nicolás y añadió—: Pero el abogado, conociendo la verdadera realidad, no puede eludir esta censura.
Don Guzmán acababa de desnudar la cuestión con una claridad que dejó a Nicolás conmovido con una mezcla de admiración y angustia a la vez.
–¿Entonces? –preguntó confundido.
—Tu conciencia te hace honesto, pero te falta valentía. —Hizo una pausa, dejando que estas palabras se asentaran lentamente en el interior de Nicolás y esperó a que levantara la mirada del suelo—. Esto —se sacudió con cierto aire sensual otra figurada mota de polvo, esta vez de la manga de su camisa— es propio de los recién licenciados que os apasionáis ingenuamente, como les ocurre a los primerizos enamorados recién despertados en la juventud. Luego —añadió, pero con un tono de sarcasmo apenas disimulado—, a medida que van pasando los años te das cuenta de que tras el velo de la venda de Themis, la diosa de la justicia, se esconde en realidad una mirada socarrona que se jacta desvergonzada de su propio mito. —Levantó una ceja y esbozó una sonrisa breve y sardónica, como si se burlara no solo del concepto de justicia sino también de aquellos que aún creían en su pureza.
Esta ironía, enseguida reemplazada por una muestra de resignación en los ojos de Don Guzmán, dejó a Nicolás con el pensamiento algo turbado.
–¿En qué consiste entonces la justicia? –preguntó con una mezcla de ansiedad y curiosidad, con su mirada atenta a esos ojos, como si en ellos estuviera la clave del enigma que lo perturbaba.
—¿En qué consiste? —Los labios de Guzmán se curvaron ante la ingenuidad de la pregunta, pero pronto esa sonrisa se transformó en una expresión mucho más solemne y reflexiva, como si la cuestión hubiera abierto las compuertas de sus pensamientos más profundos—. Pues —contestó—, en esforzarse al máximo para garantizar que reciba un juicio justo y se respeten sus derechos durante todo el proceso. Lo que surja de esa contraposición es algo que puede remover, si acaso, las conciencias, pero ni las dignifica ni las envilece.
—¿Y mi honestidad?
—¿A cuál te refieres? ¿La profesional o la moral?
La pregunta lo desarmó por completo y sus ojos se perdieron por un instante en el hipnótico remolino del poso de café que descansaba en el fondo de su taza. Ninguna de las respuestas que le vinieron a la mente le pareció digna, todas se antojaban pueriles y carentes de profundidad. Finalmente, levantó la vista y miró a Don Guzmán con la misma condescendencia de quien ofrece su mano para levantarse del suelo.
— Te respondo yo. Cuando ayudas a alguien a llevar a cabo un acto delictivo, te conviertes en su cómplice. Sin embargo, si en su lugar le prestas tu dedicación profesional después de haber cometido el delito, entonces te transformas en su abogado defensor. — Y con una mirada penetrante añadió apuntándole con el bastón y con la solemnidad de quien imparte una enseñanza profunda: — Cumple con el deber al que te comprometiste. En cuanto al resto, consuélate pensando en la multitud de inocentes que cargan con el peso de una condena injusta. Acércate…
Nicolás inclinó su cuerpo hacia adelante y Don Guzmán dirigió una mirada cautelosa a su alrededor, como si las palabras que estaba a punto de pronunciar fueran un secreto celosamente protegido bajo siete llaves.
—No te desanimes, muchacho —oír esta palabra le produjo un fugaz escalofrío—, el gran abogado es el que construye relatos mágicos, el que es capaz de hacer que una prueba insignificante adquiera dimensiones gigantescas, el que con tesón logra convertir a los ojos del jurado cien conejos blancos en un majestuoso corcel. Mírame. Nadie te va a pedir que hagas una declaración pública de tu moral. Pero —dijo, apoyando las manos firmemente en el bastón— si logras ganar, escucharás murmullos halagadores a tus espaldas y, de paso, aumentarás considerablemente tus ganancias. Así que sigue adelante muchacho —otro escalofrío —, y recuerda que con cada caso te irás acercando un poco más a la cima, a ese lugar reservado para aquellos que saben cómo transformar la realidad con el poder de sus palabras y su convicción.
Durante las semanas que siguieron Nicolás mantuvo en su mente las palabras pronunciadas por el anciano abogado y con ellas exploró diversas estrategias y planteamientos. Los evaluó uno a uno, con meticulosa atención y desentrañando todas sus implicaciones y posibles desenlaces. Y cuando al final lo tuvo ya claro se dedicó a estructurar los argumentos y su puesta en escena siguiendo lo que le había dicho: «Recuerda, Nicolás, un alegato debe ser claro, conciso, persuasivo y, si de da la ocasión, sorpresivo. No te pierdas en detalles innecesarios, pero tampoco omitas nada crucial”.
La noche antes del juicio revisó cada una de las frases y cada uno de los gestos que las acompañarían al pronunciarlas. Sin embargó, como si se tratara de una sombra acechando sobre su aparente optimismo, tuvo la certeza incómoda de que había descuidado algún detalle crucial. Ya acostado en la cama se revolvió con unas ganas de dormir que le aplastaban. Era por culpa de este presentimiento que le hacía escuchar las horas del reloj de sobremesa con un tic-tac ominoso hasta hartarlo. Después de casi una hora decidió levantarse y de nuevo en su escritorio repasó por enésima vez su estrategia en busca de ese detalle esquivo hasta que se quedó dormido en un pequeño sillón. A punto de amanecer una voz lo despertó. Eran los gritos de la víctima, esta vez tan vívidos que le dejaron el corazón latiendo con fuerza y un leve dolor en el plexo solar. Se levantó tambaleante, fue al baño y ahí se mojó la cara con agua fría. El viejo le había dicho que esta clase de pesadillas son normales al principio, que para todo hay una primera vez y que luego con el tiempo desaparecen juntos con las nauseas y los dolores de barriga. Piensa, mientras se mira en el espejo, que ningún profesor en la facultad le informó de estas cosas y que de haberlo sabido probablemente se habría dedicado a otra profesión. Tal vez juez hubiese sido más provechoso para su salud porque, sigue pensando, ellos la víspera de un juicio duermen plácidamente, como también después de pronunciar un veredicto.
Esa mañana hacía mucho viento y caía una lluvia persistente. Nicolás, plenamente consciente de su importancia, se vistió de una elegancia intachable. Estrenó un traje azul marino cuya sobriedad se veía acentuada por una corbata negra y por debajo una camisa blanca cuidadosamente almidonada y planchada a la perfección.
Llegó a los juzgados aún con muestras de insomnio en su cara. Tras recoger una toga se dirigió a la sala de vistas y al llegar vio a Gerónimo esperándolo en el pasillo. Éste, en cambio, tenía una expresión serena y despreocupada, y vestía con una aparente pulcritud. Un traje gris perfectamente ajustado y una camisa blanca que, en conjunto con sus ojos claros, brillantes y sin rastro de culpa, transmitían una confianza y un encanto superficial que podría engañar a cualquiera. Habían acordado reunirse media hora antes para repasar su interrogatorio, pero las pocas palabras que intercambiaron fueron una fría y cortante muestra de sus sentimientos contrapuestos. Nicolás se esforzó durante esa espera por mantener la compostura profesional a pesar de la distancia emocional que existía entre ambos. En cambio, cuando llegaron algunos parientes y amigos de Gerónimo, les dedicó una atención especial con palabras de aliento y gestos de solidaridad, como si tratara de construir puentes sobre el abismo de resentimientos y sospechas que también a ellos les separaba del acusado.
Justo al dar las diez la puerta de la sala de vistas se abrió. El estrado elevado presidía la estancia, flanqueado por la imponente figuras de tres magistrados cuyas miradas severas y autoritarias abarcaban la sala con una presencia imponente. A un lado estaba el jurado integrado por un grupo heterogéneo de ciudadanos con el peso de la responsabilidad en sus rostros. A lo largo de las bancadas el público era un mosaico de caras expectantes que reflejaban su interés por el desenlace del proceso. Los familiares del acusado se habían situado en un rincón, mientras que los de la víctima lo hacían marcados por el dolor en el opuesto. Entre tanto, Gerónimo permanecía sentado en silencio manteniendo esa misma apariencia de normalidad.
La primera parte del juicio discurrió según lo esperado. El fiscal se ratificó en sus conclusiones, y el joven abogado hizo lo mismo con las suyas, tras lo cual el presidente dio paso al interrogatorio del acusado. Se alargó casi una hora y a medida que éste iba respondiendo a las preguntas del fiscal Nicolás comprendió con una claridad inquietante que la verdadera crueldad de Gerónimo no residía solo en sus acciones, sino en su capacidad para ocultar su monstruosidad detrás de una máscara de normalidad tan convincente. Respondió a cada pregunta con una elocuencia ensayada, mostrando un control absoluto de cada palabra. Lo hizo, además, acompañado de una sonrisa fácil y unos modales impecables propios de un anfitrión en una gala de caridad, no de un hombre acusado de un asesinato atroz. A Nicolás, al igual que le había ocurrido cuando le confesó los hechos, le pareció que ese hombre disfrutaba del momento, porque incapaz de comprender o compartir el dolor de los familiares, hablaba con una precisión escalofriante siguiendo el guion prestablecido. Sin embargo, su comportamiento impulsivo, aunque sutilmente enmascarado por una fachada de calma, se revelaba en pequeñas acciones: un tamborileo de dedos en el muslo de su pierna y una mirada fría y calculadora que escudriñaba el ambiente con una precisión que denotaba una mente siempre alerta, como si estuviera evaluando constantemente las posibles amenazas o ventajas a su alrededor.
Finalizado el interrogatorio se dio paso a la práctica de una extensa serie de pruebas que abarcaban testimonios, documentos y un peritaje realizado por la policía científica. Esta fase del proceso se prolongó casi dos horas, durante las cuales se fue desenmarañando de forma gradual la implicación de Gerónimo en los hechos. Cada nuevo testimonio, cada documento presentado y cada análisis de la pericial parecía tensar aún más el nudo metafórico de la soga que llevaba puesta desde antes de entrar en la sala de vistas. Bastaba con ver los rostros del público para percibir que una idea de inevitabilidad en torno a la culpabilidad del acusado se había instalado en toda la sala.
Cuando llegó finalmente el turno de los informes, el fiscal, un hombre entrado en canas, de cuerpo rollizo a juego con su cara achatada y mirada encendida, desgranó una a una y con la precisión de quien maneja un bisturí en una sala de operaciones todas las evidencias de la culpabilidad. Sus argumentos, imbuidos de la gravedad del delito y expresados con una severidad que igualaba la atrocidad del crimen, apenas inmutaron a Gerónimo. En contraste, los miembros del jurado manifestaron a través de sus pupilas profundamente dilatadas un desprecio hacia él que se agravó todavía más con las últimas palabras del fiscal: “Señoras y señores del jurado, permítanme enfatizar la gravedad de lo que hemos presenciado en esta sala. No se trata simplemente de un arrebato impulsivo de emociones descontroladas – sus ojos se clavaron en el acusado – sino de un plan meticulosamente trazado, urdido con una frialdad y una determinación que desafían toda comprensión humana. Este no fue un acto llevado a cabo en un instante de descontrol, sino una ejecución calculada, donde cada detalle fue ponderado y cada movimiento fue cuidadosamente planeado. Con una crueldad que hiela la sangre – apuntó con un dedo a Gerónimo – este hombre golpeó y acuchilló a esa inocente mujer con una ferocidad que revela un abismo de extrema maldad. Pero lo que es aún más perturbador es el hecho de que no lo hizo simplemente por necesidad o por un impulso momentáneo, sino que lo hizo con un deleite macabro, como si el sufrimiento ajeno fuera su fuente de placer. Y no teniendo suficiente hizo desaparecer su cuerpo de un modo que se me antoja igual de macabro”.
Al concluir con su informe, el presidente dio la palabra a Nicolás. Había llegado el momento tan ansiado. Ajustó su toga con un gesto preciso, asegurándose de que cada pliegue caiga en perfecta armonía sobre sus hombros. Su mirada se elevó con determinación, inspiró profundamente y con voz firme dirigió su atención hacia los magistrados a quienes, con respetuosa deferencia, con una petición breve pero impregnada de seriedad, solicitó la venia. El presidente asintió levemente y entonces, adoptando un posado más dinámico y entusiasta, torció la mirada para dirigirla al jurado. Tras unos segundos durante los que estuvo observándolos, rompió a hablar:
—Señoras y señores del jurado, ¡tengo una sorpresa para ustedes! —Hizo una pausa para aumentar aún más la expectación, y todos aguardaron con asombro—. En menos de un minuto, la persona a quien se acusa a mi cliente de haber matado aparecerá ante nosotros. —Dicho esto, se volvió hacia la puerta y, enfervorecido, apuntó hacia ella con el dedo índice.
Absolutamente cariacontecidos, los magistrados, el jurado y el público dirigieron sus miradas hacia la puerta. Unos aguardaron con el aspecto de una lechuza, otros llevándose la mano a la boca y hasta hubo uno que se persignó concitado por la inminente presencia espectral de la víctima entrando por ahí.
Los segundos fueron pasando en silencio y a medida que lo hacían aquellas miradas se fueron concentrando poco a poco en Nicolás. Finalmente, cuando sintió todo su peso encima, habló.
– Reconozco que lo que acabo de afirmar podría considerarse una fantasía… Sin embargo, no podemos pasar por alto el hecho de que todos ustedes –dirigiéndose primero al jurado y luego a los jueces– se han vuelto hacia esa puerta, quizás considerando la posibilidad de que estuviera diciendo la verdad. Esto implica que incluso ustedes mismos admiten la posibilidad de que la supuesta víctima aún esté viva. Si este es el caso –añadió con un leve toque de arrogancia–, entonces todos comparten la misma incertidumbre pues, de lo contrario, si estuvieran plenamente convencidos por las pruebas presentadas, no habrían sentido la necesidad de girarse. Por lo tanto, dado que existe esta duda, les ruego que consideren a mi cliente inocente.
Justo después de pronunciar estas palabras los ojos de Nicolás se encendieron con una determinación feroz y su mirada sobre el jurado brilló con una resolución inquebrantable. En ese fugaz instante, experimentó la sensación de haber cruzado un umbral crucial en su vida, como si hubiera completado un rito iniciático. La energía que emanaba de su rostro era tan poderosa que parecía proyectar un aura de valentía y fortaleza preparada para enfrentarse a las batallas legales más arduas que la vida pudiera presentarle en adelante.
Meses después, Nicolás y Guzmán volvieron a coincidir en la misma cafetería. En una atmósfera de conspiradora tranquilidad el joven le puso al corriente del juicio con un entusiasmo inicial en sus gestos y expresiones que fue decayendo a medida que se acercó a su desenlace.
– El jurado entonces se retiró entre rumores a deliberar. Pero no transcurrió mucho tiempo antes de que volvieran a aparecer, con rostros inmutables, pero con una resolución clara en sus miradas. Al rato, uno de ellos se levantó con una solemnidad casi teatral, avanzó hacia el centro de la sala y con voz firme y sin tembló pronunció el veredicto: culpabilidad.
– Pero ¿cómo es? La duda tan brillantemente expuesta debería de haber decantado la suerte si es que, como cuentas, todos miraron hacia la puerta. – Interrumpió Don Guzmán con mirada aguda y un deje de socarronería apenas perceptible.
Nicolás, sin captar esta mordacidad implícita, asintió lentamente y su expresión se oscureció al recordar aquel momento en el que por primera vez vio una sombra de miedo en los gélidos ojos de Gerónimo.
– Sí, esto es lo que argumenté. Pero entonces, uno de los miembros del jurado respondió: “Oh, sí, todos hemos mirado… pero su cliente, no”.
El viejo se reclinó en su silla y sosteniendo con firmeza el bastón estuvo por un rato pensando con un semblante que denotaba tanto la aceptación de lo inevitable como la tristeza por una argucia fallida. Un suspiro apenas audible escapó de sus labios antes de dar un sorbo al café. Al probar su amargor pareció encontrar en su sabor el reflejo de sus derrotas a lo largo de su carrera. Entonces, con este regusto en el paladar, inclinó la cabeza hacia Nicolás y le susurró, como si temiera poder ofender a algunas de las personas que había a su alrededor: «La justicia tiene algo de esotérica».
Las cejas de Nicolas se arquearon ligeramente hacia abajo, formando una leve arruga en su frente. El viejo captó enseguida esta expresión de confusión y de resignación a la vez.
–Verás – lo miró dispuesto a revelarle esa verdad que solo está al alcance de los abogados cuando deciden al final de su vida colgar la toga. – La justicia no siempre se rige por la razón pura. No importa cuán elocuente sea nuestra defensa, no importa cuán lógica sea nuestra argumentación… al final, son los pequeños gestos, las miradas inadvertidas, los detalles más triviales, e incluso cosas que no están al alcance de nuestra comprensión, las que acaban decidiendo.
Entender la justicia como un tablero de juego donde las reglas no siempre se ajustan a la lógica o la razón era una revelación que Nicolás ya había empezado a asumir con ocasión de su primer encuentro con el anciano.
—En ese instante en el que todos miraron hacia la puerta —continuó Guzmán —el jurado vio lo que no pudiste prever: la culpa manifiesta en la indiferencia de tu cliente, algo propio de mentes como la suya. Se delató a sí mismo por un simple detalle. Debiste advertirle que no se girara.
A Nicolás estas últimas palabras le llegaron al alma pero no tanto como para ahogar la satisfacción al recordar que su cliente había acabado en la cárcel y que en ella se podriría durante años.
—Pero no dejes que esto te desaliente, Nicolás —dijo Guzmán finalmente con la voz igual de firme —. La justicia es una mezcla confusa de estrategia, percepción y suerte, donde un diminuto detalle puede inclinar la balanza de manera decisiva. Cada caso, cada veredicto, es una lección más. Y tú muchacho —auguró apuntándole con su bastón—, con tu ardiente pasión y tu inquebrantable integridad, serás, sin duda, un defensor formidable. Esta vez, al oír decirle “muchacho”, no sintió ningún escalofrío.
Ambos hombres se quedaron durante un buen rato inmersos en sus pensamientos antes de despedirse.