¡Apreciados jueces, dejen la toga, arremánguense la camisa y tomen sus delantales! ¡Bienvenidos al Tribunal del Hogar!
Nota previa del autor.
Siento la necesidad de compartir una aclaración importante sobre el lenguaje utilizado en el texto. No he empleado un lenguaje inclusivo. Esto se debe a una decisión motivada por razones literarias y el contexto del personaje que la protagoniza: el juez que acostumbro a utilizar en mis viñetas.
Pero es fundamental que quede claro que esta elección no tiene la intención de menospreciar ni excluir a nadie. En nuestro país existen más juezas que jueces, y valoro profundamente la importancia de la igualdad de género y la inclusión en todos los ámbitos de la sociedad. Por esto pido disculpas de antemano si este enfoque lingüístico puede causar alguna incomodidad. Mi objetivo principal es entretener y contar una historia, pero también estoy comprometido con la promoción de valores de igualdad y respeto en mis obras. Espero que puedas disfrutar de las siguientes historietas a pesar de esta elección y que comprendas las razones detrás de ella.
Jueces en aprietos domésticos
La escena es típica. Después de un día de juicios los jueces regresan a sus respectivas casas preparados para un merecido descanso. Pero ahí es donde comienza el verdadero drama. Al llegar son convocados al Tribunal del Hogar, una corte especial donde sus cónyuges actúan como jueces implacables.
Acompáñame en este recorrido por las audaces estrategias de los jueces al momento de enfrentarse a sus deberes domésticos.
La citación con el lavaplatos
El honorable juez López acaba de llegar y al poco se encuentra enfrentando a un litigio doméstico de una magnitud sin precedentes.
Su esposa, la Sra. Rocamora, una mujer que emana dignidad y sabiduría en igual medida que su marido en los tribunales acababa de emitir un veredicto que retumba en el tranquilo rincón del hogar: “¡Lava los platos, señoría!”, exclama con una firmeza que habría hecho palidecer a los testigos más tenaces.
El juez, que es un hombre curtido en la interpretación de la ley, se ve repentinamente paralizado por la sentencia. Es simple en su formulación y, sin embargo, tan inquebrantable en su determinación que la grandeza de su jurisprudencia parece desvanecerse ante sus ojos.
Con su mente afilada y una retórica que había doblegado incluso a los más hábiles abogados, intenta presentar un alegato que haga justicia a su posición. Argumenta, en un intento desesperado por apaciguar la situación, que la jurisprudencia no establece una correlación directa entre quien cocina y quien lava los platos. Cita casos pasados, elabora analogías y presenta argumentos legales con la esperanza de convencer a su esposa de que su posición está respaldada por el más alto tribunal de la lógica.
Pero la señora Rocamora, con una paciencia digna de un santo, escucha su argumento con una mirada serena y luego, con una sonrisa apenas perceptible, responde: “Mi querido juez, en el tribunal de nuestro hogar, la lógica es simple y la sentencia es clara: quien come de este guiso, lava los platos. Ahora, por favor, señoría, cumpla con su deber”.
La conspiración de la limpieza
Un caso peculiar pero aparentemente trivial se cernía sobre el honorable juez Martínez. Un hombre de vasto conocimiento en el intrincado código penal, amparado bajo la respetable toga de la justicia, se hallaba ahora bajo la fría y acusadora mirada de su propia esposa. El delito que se le imputaba era tan inusual como sorprendente: no recoger la ropa sucia del suelo del baño.
La esposa, una mujer de firme convicción y meticuloso sentido del orden, había reunido un arsenal de pruebas que habría dejado perplejo al más avezado abogado. Fotografías, testigos oculares, y un meticuloso registro de cada transgresión del juez conformaban el expediente que sostenía su caso.
La sala de audiencias se había trasladado de la majestuosa corte a los confines del hogar conyugal. Aquí, bajo una luz más cálida en un rincón del salón, se estaba dirimiendo un conflicto que sacudía los cimientos de su relación. El magistrado, desprovisto de su tradicional indumentaria de autoridad se veía inusualmente vulnerable, atrapado en el foco de un escrutinio minucioso que dejaba al descubierto su negligencia doméstica. En su defensa, con una expresión que oscilaba entre la perplejidad y la incredulidad, argumentó que desconocía que dejar la ropa en el suelo del baño constituyera un delito de tan grave envergadura.
La respuesta de su esposa, como un martillo de sentencia que se abate sin piedad sobre el estrado, fue incisiva y terminante: “La ignorancia de la ley no exime de su cumplimiento, honorable Juez. La justicia, incluso en el ámbito doméstico, no hace concesiones por el desconocimiento de las normas básicas de convivencia”.
El misterio de la escoba desaparecida
El distinguido juez señor Rodríguez, un experto en resolver casos de propiedad y robos, se encuentra en un dilema doméstico intrigante.
La acusación proviene de la persona más cercana a su corazón, su esposa, quien lo mira con una mezcla de incredulidad y determinación. Ella, con solemnidad lo señala acusadoramente: “¿dónde dejaste la escoba, querido?”
El ilustre magistrado, con una expresión que oscila entre la sorpresa y la inocencia, niega vehementemente su implicación en este misterio doméstico. Sus ojos, que han escrutado innumerables escenas criminales, ahora se posan con perplejidad en su esposa. “Querida, te aseguro que no tengo ni idea de dónde podría estar la escoba. No sé nada de su desaparición”.
La respuesta de su esposa es tan perspicaz como un veredicto bien elaborado. Con una mirada inquisitiva responde: “Bien, si puedes encontrar evidencias en los casos criminales más complejos, seguro que podrás encontrar la escoba”.