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Desayuno con un abogado

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Un tributo a Mónica. Resiliencia ante la adversidad

La Justicia archiva un caso de «bullying» porque al juez se «le pasó» el plazo para prorrogar la instrucción

Un día el corazón de Mónica comenzó a latir con intensidad, pero no por emoción sino por angustia. A sus quince años, cuando el mundo debería haber sido un lienzo de promesas y sueños, decidió denunciar el eco constante de risas burlonas, miradas despectivas y palabras afiladas que como dagas se clavaban diariamente en lo más profundo de su ser.  Pero lo que siguió fue una cadena de desdichas. Su voz, con la que intentó romper el silencio con un grito de ayuda, fue sofocada por la frialdad los profesores que en lugar de respaldarla decidieron mirar hacia otro lado, ignorando las vejaciones que soportaba día tras día.

Lo que siguió fue una implacable campaña de acoso que la dejó abandonada en un laberinto de indiferencias. El centro educativo se convirtió en un escenario de absoluta impunidad y Mónica se encontró sola enfrentándose a una tormenta de crueldad que minó su espíritu quinceañero.

Ella se aferró a la esperanza, como una flor luchando por florecer en un campo yermo. Pero incluso las flores más resistentes se marchitan sin agua ni luz. La crueldad constante, el aislamiento y la falta de apoyo mermaron sus fuerzas hasta reducirla a una simple sombra. Las lacerantes heridas infligidas a su autoestima no cicatrizaron, más bien se agrandaron, su salud mental se resquebrajó aún más, y en el silencio de su sufrimiento su cuerpo comenzó a dar señales de alarma. La anorexia nerviosa, esa bestia silente que devoradora de cuerpos y almas, se cernió sobre ella. Los kilos se desvanecieron, la masa muscular menguó y su fragilidad se hizo más evidente con cada día que pasaba. Hasta que finalmente su cuerpo cedió ante el peso abrumador del sufrimiento y acabó ingresada en una unidad de psiquiatría.

La historia de Mónica se inscribe en un trágico patrón social que, lamentablemente, no es único. Sin embargo, su relato lleva consigo un peso particularmente conmovedor que lo hace todavía más desgarrador. Y es que la justicia no investigaría por vía penal los hechos. No porque carezcan de motivo legal o por falta de pruebas, sino porque el juez encargado de la instrucción se desentendió del sufrimiento de una joven cuya única culpa fue ser víctima. Cerró la causa sin siquiera haber practicado una sola diligencia ni tomado declaración a los querellados ni a la víctima. Un cruel recordatorio de cómo el propio sistema judicial puede profundizar aún más las heridas de aquellos que por sufrir demasiado la justicia no debería limitarse a mirar hacia otro lado.

Siguiendo el relato de la noticia, la familia de Mónica interpuso un recurso de apelación ante la Audiencia Provincial de Madrid con el fin de reabrir el caso, pero fue desestimado. En el auto se admite que una serie de circunstancias impidieron la prórroga del plazo de instrucción y como remedio les alienta a que reclamen compensaciones por el mal funcionamiento de la administración judicial. Un bálsamo cargado de ironía y consuelo en un drama de enorme hondura afectiva. Pues suponiendo que algún día llegue esta compensación, lo será después de muchos años, sorteando nuevos obstáculos y, lo que es más desgarrador, a expensas de avivar las brasas de la marginación. Porque ser objeto de una terrible injusticia es, en el fondo, sentirse relegado por la sociedad, disminuido en valor y abandonado a la merced de la indiferencia. Son las mismas sensaciones que despertó Mónica a los quince años y que le hicieron acudir en balde a la justicia.

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