Un abogado es una persona que habla para persuadir a los jueces e inducirlos a que juzguen rectamente, ¿Cómo va a persuadir si se hace comprender a gritos?
Afortunadamente son contadas las ocasiones en las que he tenido como contrincante a uno de esos abogados que llevados por el ímpetu creen que alzando la voz o prodigándose con estentóreos ademanes se acorta la argumentación. Tienen algo de esos abogados de otras épocas, propensos a los informes largos, de tono grandilocuente, ademanes amplios, con frecuencia desordenados y de gestualidad ostentosa.
Acostumbran a mostrar esta fatua locuacidad especialmente cuando asisten acompañados del cliente como si la presencia de éste actuara como un narcótico. Luego, al salir del juicio y en la sala de togas, te saludan despachando unas amigables palabras, señal de que esa exhibición fue producto de una personalidad pasajera. Como señalaba Calamandrei, también en la oratoria debería estar prohibido el uso de los estupefacientes.
Claro que esta clase de histrionismo falsote muchas veces viene inducido por el propio entorno. Como observa audazmente el insigne profesor,
¿Cómo no sentirse obligado a elevar la voz y a ampliar los ademanes en la gran Sala del Tribunal, en la que el abogado se siente minúsculo y perdido en la extensión de sus columnatas, y ve a los jueces lejanísimos, allá arriba, en el alto estrado, como ídolos inmóviles en el fondo de un templo, mirados a través de un anteojo invertido?
En situaciones como estas no conviene dejarse llevar también por la creencia popular de que el mejor medio de hacerse entender es hablando a gritos. Antes de acabar logrando que el juez nos frunza con dureza su entrecejo mejor confiarnos a la idea de que lo importante es que éste, finalizado el juicio, recuerde nuestros argumentos. En esto radica la esencia del arte de litigar, en saber emplearse con argumentos válidos y eficaces como principal recurso oral del derecho. Recogiendo una cita del jurista florentino, el abogado que crea atemorizar a los jueces a fuerza de gritos recuerda al campesino que, cuando perdía alguna cosa, en lugar de recitar plegarías a San Antonio, abogado de las cosas perdidas, comenzaba a lanzar contra él blasfemias, y después quería justificar su impío proceder diciendo:
A los santos, para hacer que nos atiendan, no hay que rogarles, sino meterles miedo.
Es esta creencia psicotrópica debió estar el letrado concernido en este pasaje de este auto del Tribunal Constitucional de 13 de febrero de 2006 (nº 40/2006) que me ha venido al recuerdo mientras desayuno y después de un intenso juicio:
En el Juzgado de Primera Instancia e Instrucción núm. 2 de San Javier se celebró el juicio de faltas 815-2003 el 30 de septiembre de 2003, en el que una de las partes estuvo representada por el Letrado hoy demandante de amparo. En el Acta del juicio se encuentra anexa la siguiente diligencia, suscrita por la Juez y el Secretario Judicial: En San Javier, a 30 de septiembre de 2003. Una vez terminado el juicio comparece en Sala el Letrado ( ), a quien identifico con un carnet profesional, siendo el colegiado ( ) del Ilustre Colegio de Abogados de Murcia. Se dirigió a la Juez en términos de que esto no es justicia, me parece increíble, es la primera vez que me pasa, alzando el tono de voz, realizando una serie de manifestaciones mientras que abandona la Sala a requerimiento de Su Señoría, por lo que es requerido nuevamente para entrar a efectos de identificarlo, arrojando con malos modos su carnet profesional sobre la mesa del Tribunal. Por Su Señoría se acuerda imponer al Letrado la pena de multa prevista para las faltas en su grado máximo. Se notifica al Letrado en este acto. Doy fe»