Don Guzmán a base de ganar los juicios a porrillos fue atesorando a lo largo de su trayectoria profesional un enorme prestigio. Dado a los juicios perdidos, lucía la toga con la misma alcurnia de quien exhibe vitolas o condecoraciones. Entraba en los juicios con el ánimo templado en hierro y fuego, pero se defendía con sangre y llamaradas, y si hacía falta se lanzaba a tumba abierta. Era tal su fama que se decía que por donde andaba Don Guzmán la suerte ya estaba echada y bien arada.
Con luna llena le habían visto muchas veces por las inmediaciones de la ermita que corona la colina y se ofrece a las vistas del Palacio de Justicia. Algunos de sus colegas llegaron a extender el rumor de que el halo carismático que resplandecía de su toga era cosa de encantamientos, sortilegios o acciones de hechicería, con los que se conjuraba la noche antes de un juicio, como si se tratara de las Ordalien, los Eideshekfer (conjuradores) o los Gottersurteile (juicios de Dios). Al fin y al cabo, como él solía decir, el juicio ya de por sí tenía mucho de místico y de sagrado; ¡díganlo, si no, las togas de jueces y abogados, las pelucas, la arquitectura y composición sacra de las Salas de Justicia, el uso del latín como lenguaje técnico y el formalismo litúrgico de no pocos actos procesales!. No en vano el tribunal es un auténtico círculo mágico, un campo de juego en el que se entremezcla lo ritual, donde la fórmula inicial de la inmensa mayoría de las oraciones sacramentales se superpone, línea por línea, a la que sirve para la apertura de los juicios. La corte, la sala de audiencias, es, en el pleno sentido de la palabra, el círculo sagrado en que vemos aún sentado a los jueces en el escudo de Aquiles. Todo lugar en que se pronuncia justicia es un auténtico tememos, un lugar sagrado, que es cuidado y exorcizado con fórmulas, expresiones y composturas semejantes a los ritos eucarísticos.
Pero la tarde del 4 de abril de 2010, Don Guzmán salió del Juzgado atolondrado, algo impropio de él, y con la urgente necesidad de subir a la ermita.
La primera sesión del juicio le había ocupado todo el día, y se las tuvo que ver con un tal Alcobea, un fiscal enviado expresamente de la capital, de aspecto y carácter recio, a quien también le acompañaba la fama. La causa en cuestión estaba envuelta en un escándalo de abusos y en ella tenía puesta su suerte, y una segura excomunión, Don Eulalio, el sacristán de la parroquia. Durante la mañana y parte de esa tarde, Don Alcobea le había dado a su oponente, lo que se dice, varias de derechas, algunas por la izquierda y unos cuantos rectos, pero cada vez que le llegaba su turno el tenaz abogado se los devolvía por los mismos lados y con igual contundencia verbal.
Ninguno salió noqueado de aquel combate, pero los constantes enfrentamientos tenidos con aquel fiscal aún roían el estómago de Don Guzmán. Lo que más le atormentaba era pensar que aquel juicio, por el que por cierto había decidido poner fin a su carrera profesional, pudiera arruinar su memoria dando al traste con ese prestigio atesorado a lo largo de los años. Con este ánimo abatido y desalentado, presintiendo un derrota, y con un arranque alarmante, forzando demarré y embrague, aceleró su coche a una velocidad impropia por varias travesías hasta que dio finalmente con una pronunciada carretera, de angostas y traicioneras curvas. Había anochecido y llovía con intensidad, así que después de haber tandeado la suerte en varias de ellas, mesuró la velocidad.
Al cabo, cuando apenas había recorrido un par de kilómetros, apareció por un cruce otro vehículo que por el sobresalto le hizo perder la dirección. Don Guzmán procuró orillarse al arcén y con el coche detenido miró las luces que se proyectaban sobre el retrovisor interior. La lluvia le dificultaba la visibilidad, pero por las apariencias del encontronazo juzgó que no se habría cobrado ninguna víctima. Pero cuando estaba a punto de arrancar, ocurrió algo más. Primero una inesperada y espasmódica trepidación en la banda derecha del vehículo que duró sólo unos segundos, a continuación el ruido de un golpe seco y duro sobre el capot y tras este la imagen borrosa de un cuerpo humano.
—¡Alcobea! —el grito salió de Don Guzmán con una mezcla de angustia y sorpresa.
El fortísimo impulso propiciado al desembragar y accionar el freno de mano había precipitado como una flecha el cuerpo del fiscal hacia la carretera. Don Guzmán bajó inmediatamente, con el corazón vacilándole con latidos fuertes y entremezclados con los indelebles recuerdos llenos de cólera dejados en el juicio por aquel pérfido sujeto al que ahora podía darle su merecido. Tan solo bastaba con arrancar el coche y precipitar sus ruedas sobre ese moribundo cuerpo. O igual mejor echarlo al campo ocultándolo en la espesura de los arbustos y rastrojos. Tenía que decidirse ya porque la mano y enseguida la cabeza del fiscal acababan de asomar de nuevo desde el suelo reclamando auxilio.
Don Guzmán dejó sus dudas de lado. Salió veloz del coche y se acercó al moribundo fiscal. Enseguida comprobó que no presentaba heridas y magulladuras de consideración, y que lo único que tenía verdaderamente afectado por el shock era el ánimo.
—Espérese Don Aldecoa, no se mueva que ahora vengo.
El fiscal lo miró con el rostro abatido y apenas sin aliento para responder, pero con la corazonada de que el tal Don Guzmán era, contrariamente a lo que había sojuzgado, una buena persona.
—Beba esto, le ayudará a reanimarse.
Le tendió una pequeña cantimplora que siempre llevaba en la guantera del coche. Él la aceptó en silencio, tomó un primer sorbo, lo tragó y luego bebió varios más con creciente avidez hasta dejarla casi vacía. Con los labios humedecidos, le devolvió la cantimplora y expresó su agradecimiento con un abrazo sincero.
—Es usted realmente admirable. La mayoría estaría furiosa por cómo me comporté en el juicio. Pero vea…—se secó la frente con un gesto cansado— estoy convencido de que ese pobre hombre no es el verdadero culpable. Lo que ocurre es que, con su silencio, está protegiendo a los verdaderos delincuentes.
Tras decir esto el fiscal cogió a Guzmán por los hombros y con una sentida mirada se acercó para estrecharlo de nuevo con los brazos.
—¿Cómo iba yo a dejarle así a las buenas de Dios? —concedió a su vez con unas tiernas palmaditas en la espalda.
—¿Y usted Guzmán… no va a echarse un trago de ginebra? —preguntó con voz trabada, el hocico flojo y la lengua enredada.
—Claro que sí, no se preocupe. Luego cuando se marche la policía que está al llegar. Mire…ya se ven las luces. Quédese con la cantimplora de recuerdo.