Consuelo es a los penados contar sus fatigas y cuidados
El litigio también es una vivencia personal para el abogado, quien se impregna de las experiencias dejadas a cada paso a lo largo de su camino. Esta es la dimensión dramática que caracteriza al proceso como un fenómeno cargado de tensiones emocionales, en el que cada litigante y sus demás protagonistas, jueces y abogados, se desenvuelven en una lucha ritual altamente tensa, típica de cualquier relación competitiva. Este fenómeno se ve acentuado por los principios de oralidad, inmediación y concentración, que abren la puerta a los comportamientos interpersonales. Satta, en «Il Mistero del Processo» (Riv. Dir. Proc. 1949, págs. 274 ss.), ya ponía de manifiesto este carácter dramático aludiendo a esa trinidad combativa: “tres personas que luchan la una contra la otra”.
Como se suele decir, cada uno de nosotros es un mundo, pero a pesar de esta diversidad, no creo equivocarme al afirmar que, por lo común, solemos experimentar de manera similar la frustración de una resolución adversa acordada en el transcurso de una audiencia previa o en el plenario de un juicio. Pasado el primer trance, cuando nuestro complejo sistema sináptico y los mecanismos biológicos han dado una primera respuesta adrenérgica, difícil de disimular, solo caben dos reacciones adaptativas. Una, acatar humildemente la decisión del juez, permaneciendo en un estado de anomia y procurando racionalizar o proyectar de algún modo las sensaciones de ira, desvalimiento o desánimo que deja la resolución. La otra, tratar de restablecer el orden perturbado recurriendo en reposición. Claro que, con esta última solución, se corre el riesgo de convulsionar aún más el ánimo, inmolándolo en un estado próximo a la flagelación, lo cual es altamente probable si tenemos presente lo poco proclives que son los jueces a desdecirse de sus propias decisiones. Esto es algo en parte también connatural a la condición humana, como han puesto de manifiesto los psicólogos de la conducta a través del llamado sesgo de confirmación. Todo esto, ni qué decir, si el simple goce querulante por recurrir es capaz por sí solo de producir un placebo catártico suficientemente estimulante para reprimir esas sensaciones, algo similar a otra clase de flagelación más cercana a la erótica.
El motivo que me trae aquí, y que no escondo, tiene algo de terapéutico. Por más que no fuera quien padeciera en primera persona el lance judicial en cuestión, he de reconocer que escribir estas líneas me da también pie a relajar las tensiones emocionales de un fenómeno frustrante que, quien más, quien menos, ha vivido alguna vez en su propia carne.
Ocurrió a mediados del pasado mes de julio, recién salidos del estado de alarma, en el transcurso de una audiencia previa. Presidía la sala la magistrada; a mi lado, otro abogado, y enfrentados a nosotros, el del demandante. La puesta en escena era la habitual, pero con los detalles y el protocolo de rigor impuestos por la pandemia. Como telón de fondo, un asunto nada singular. Lo destacable fue lo acontecido en el transcurso de su celebración y, más exactamente, en ese momento eminentemente dramático que adquirió la admisión de la prueba con la impetración dirigida a nuestro letrado oponente: “¿Puede indicarme en qué precepto de la ley basa la infracción de su recurso?”. De la impronta dramatúrgica del acto se ocupó la jueza, con un ritual de embroque y remate, insistiendo repetidamente en que nuestro compañero diera plena significación jurídica a su recurso. Si mal no recuerdo, fueron unas cinco ocasiones en las que perseveró en este propósito, en un alarde de insistencia a la altura de las narraciones con las que, en su evangelio, San Lucas hace apostolado de esta virtud. La parábola del juez inicuo y de la viuda es una de ellas (18,1-8).
El caso es que el número mágico que debería haber resuelto ese trance no apareció, de tal modo que ya en pleno rigor mortis, después de haber sucumbido a la diatriba judicial, la jueza estimó oportuno zanjar la cuestión con la rúbrica al uso: “se desestima el recurso por falta de cita del precepto legal infringido. ¿Quiere formular protesta?”.
Leí hace unos días que la colección de joyas de Carmen Polo se había subastado en una prestigiosa galería en Londres por un valor sorprendentemente bajo. Esto es lo que cabe esperar de las cosas que, con el tiempo, se emponzoñan con el olor de la naftalina. Hace ya algunas décadas, con anterioridad a la nueva ley de enjuiciamiento civil, el Tribunal Constitucional puso algo de cordura al rigor exhibido por algunos jueces en la aplicación de los anteriores artículos 376 y 377 de la ley procesal civil, que, a diferencia del actual artículo 452.1, exigían la cita expresa del precepto infringido: «Para que sea admisible este recurso, deberá interponerse dentro de tercero día y citarse la disposición de esta ley que haya sido infringida. Si no se llenaran estos dos requisitos, el juez declarará de plano, y sin ulterior recurso, no haber lugar a proveer».
Claro que esta clase de resuellos en la aplicación e interpretación de las normas, que a veces nos retrotraen a la vieja escuela de la exégesis del siglo XIX, tiene algo que ver, a mi modo de ver, con la desafortunada habilidad del legislador para trasponer en la norma el encaje que dejó en la conciencia y los hábitos de los operadores jurídicos esas enseñanzas del intérprete constitucional. Sustituir la expresión de la cita de la disposición por la de la infracción es algo así como dejar las cosas a mitad de camino, que es una metodología de la técnica legislativa muy común cuando no se tienen bien claras las cosas. Pero la simple suavización que se desprende del precepto actual en comparación con su antecesor debería bastar para ensanchar las miras con una predisposición mucho más abierta a la comprensión no meramente formal de la infracción en favor de otras acepciones. Pensemos en el caso de que, deducida una pretensión indivisible, se hubiera planteado en el acto de la audiencia previa la falta de litisconsorcio, excepción que, como sabemos por la propia doctrina del Tribunal Supremo, es atemporal, y que en respuesta a su inadmisión se recurriera argumentando de un modo razonable y convincente que la relación jurídico-material controvertida alcanza a terceros, pero omitiendo la cita de los artículos 12 de la LEC y 1139 del Código Civil.
Desde luego, no pretendo aquí defender el activismo querulante (el afán por recurrir) del que ciertamente hacen gala algunos. Lo que estoy defendiendo es el pragmatismo frente a aquellas interpretaciones rígidas que, trufadas de hiperformalismo, acaban oscureciendo la utilidad de la norma, llevándola a ese mismo páramo de donde la rescató el intérprete constitucional. Y para que se me entienda bien, tampoco vengo a postular aquí la institucionalización de una dispensa procesal sin límites, sino más bien a contextualizarla con las particularidades de aquellos actos del habla expresados en el marco de la oralidad y de la inmediatez. Nada que ver con los recursos de reposición del artículo 452.1 LEC, sino con los planteados en cambio en el curso de las audiencias previas, juicios y vistas (artículo 210.2), que es cuando se suscita verdaderamente el problema tensional, con las angustias que acarrea la improvisación, enfrentados a un auditorio que permanece expectante a nuestra respuesta, al paso cadencioso de las manecillas del reloj y sin contar con el comodín del que pueden auxiliarse los jueces, como habilita el artículo 417 LEC, para posponer la resolución de las cuestiones o circunstancias dilemáticas promovidas in situ. Todo esto sin dejar de lado que la argumentación jurídica tampoco es algo que pueda reducirse a una mera cita. La propia experiencia nos enseña el complejo engranaje de eslabones normativos que precisan muchas sentencias y autos judiciales para dar significado a sus pronunciamientos.
Enfrentados a la imposibilidad de poder exhibir nuestras cualidades memorísticas, se me ocurre echar mano de algunas de estas soluciones:
- Invocar los artículos 24 y 117.3 de la Constitución, u otro con una amplitud espectral parecida, como el artículo 1 del Código Civil o, si se da el caso y queremos adornarlo con algo de presuntuosidad, el artículo 13 del Tratado Europeo de Derechos Humanos. Pero no conviene fiarlo todo a esta solución, pues un juez experimentado en esta clase de lances sortearía de un plumazo la situación, apoyándose en algunas resoluciones del Tribunal Supremo (auto de 16 de junio de 2020, sentencia de 5 de julio de 1996) que niegan la virtualidad de esta clase de citas.
- Darle un revés a la impetración, envolviéndonos en ella y preguntando al juez en qué precepto fundamenta su decisión y valerse de su propia cita. En principio, esta cobertura debería bastar salvo cuando la discrepancia no obedezca propiamente a la interpretación o aplicación de dicho precepto, sino a una norma colateral.
- Auxiliarnos sin más de un código, solicitar la dispensa de un tiempo de cortesía y plegarse a la paciencia.
No quiero pasar aquí por alto una última reflexión. ¿No hubiese sido más oportuno por parte del juzgador atender a las denodadas explicaciones dadas por el abogado en vez de postergarlas al albur de su incapacidad por subsumirlas en una simple cita numérica? Al fin y al cabo, pienso yo, ese alarde de intransigencia podría dar pie a especular, en el plano de la heurística, en el estado de su subconsciencia, algo así como un sesgo que lo único que revelaría es que la magistrada no estaba del todo segura de las razones que le condujeron a no admitir el medio de prueba en cuestión. En un lejano artículo publicado en la Revista Jurídica de Catalunya (número 3, 2002), bajo el título “El proceso judicial: ¿Por qué no un protocolo de conducta?”, el autor aludía a la conveniencia de elaborar un código de conducta, particularmente de jueces y abogados, en el desempeño de sus roles procesales. Con ello venía a dar cuenta del conflicto humano y no jurídico que surge en el desarrollo de la litis, protagonizado en el marco de la relación juez-abogado y caracterizado por las peculiaridades temperamentales y rasgos de personalidad de cada uno.
No creo que la mejor manera de impartir justicia sea cargando las impetraciones con espoleta ni hacer gala de la inocuidad. Afortunadamente, después de muchos años en el ejercicio de esta profesión puedo decir que lances como el de ese día no oscurecen mi grata impresión sobre las maneras con las que se desenvuelven por lo común las cosas en los estrados, pero deberían hacernos pensar en ellas para preservar en su deseo y en el empeño, de jueces y abogados, en reducirlos a una excepción.