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Desayuno con un abogado

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Tertulias con un juez en la barbería

En un barrio de Pensilvania, como cada jornada laborable Peter se despertó al primer asomo del alba. Se aseó con meticulosa precisión y luego se vistió con un blazer azul marino que contrastaba armoniosamente con unos pantalones grises y una camisa blanca inmaculada. Con su primer café en mano, se dirigió al balcón para contemplar el despertar del sol. Aquella mañana, como una travesura caprichosa, el sol se desperezaba con un espíritu primaveral en pleno invierno, entre un cielo teñido de un azul diáfano y una brisa templada.

Al salir del ascensor Vicente, el diligente portero de la finca, ya le aguardaba con una reverencia modesta, semejante a la que un sacerdote dedica a sus feligreses. Con un gesto ceremonioso le abrió la puerta de la calle, a lo que Peter respondió con un educado «buenos días», acompañado de una ligera inclinación de cabeza.

—¿Cómo se presenta el día? —preguntó Vicente, con la amabilidad que le caracterizaba.

—Incierto, Vicente —respondió Peter, con la voz impregnada de una calculada indolencia mientras sus ojos se desviaban hacia el reloj. Vicente, con la intuición propia de quien ha aprendido a leer los silencios y gestos de los habitantes de la finca, comprendió al instante que no debía prolongar la conversación. Así que, con una sonrisa complaciente, le despidió con un leve movimiento de cabeza.

A pocos metros, en un chaflán, Karim aguardaba impaciente, envuelto en un inmaculado kurta blanco. Su figura, alta y esbelta, parecía esculpida por la paciencia y el tiempo, y sus ojos, dos esferas profundas de calma, escudriñaban el horizonte con una impaciencia contenida. Al avistar la figura de Peter chasqueó los dedos con una elegancia casi musical, instando al joven Mustafá a acelerar los últimos preparativos del día.

La barbería de Karim era un santuario de sosiego y tradición, un refugio de madera y cuero que, con sus paredes recubiertas de espejos antiguos y fotografías sepia, parecía resistirse al paso del tiempo. La llegada de Peter, su semblante serio y la facciones marcadamente cuadradas, era siempre un evento esperado. Su entrada, como de costumbre, fue recibida con largos cumplidos y sonrisas cálidas por parte de Karim y Mustafá que tejían una red de hospitalidad en la que Peter se dejaba caer, confiado y relajado.

Se acomodó en el último de los sillones, un trono de terciopelo acolchado y acabado cromado que sobresalía entre los seis otros alineados a lo largo del pasillo. Este sillón, con su reposapiés y reposacabezas diseñados para una estancia beatífica, era una obra maestra de comodidad y estilo que Karim le reservaba todos los viernes a primera hora.

La ceremonia comenzó con Mustafá, quien sacudió el delantal con una teatralidad que arrancó sonrisas a Peter. Luego, con movimientos precisos, se lo colocó y ajustó el alzacuello de papel. Karim, maestro en el arte del corte, se acercó entonces blandiendo las tijeras al aire, esbozando en su mente el primer boceto de su creación. Con delicadeza, giró la cara de Peter de perfil a un lado, luego al otro, y finalmente la alzó ligeramente, sosteniéndola por la barbilla con su pulgar.

El melódico tris tras de las tijeras de brillo plateado comenzó a llenar la barbería. Karim hizo unos cortes asimétricos y bien cortos a los lados y en las patillas, dejando el resto en el centro y por detrás con más volumen y desfilado. Un peinado, como murmuraba Mustafá, al estilo de Gerard Butler, sin complicaciones, ideal para suavizar las fracciones cuadradas de la cara y de paso restarle algo de seriedad.

Karim era una persona culta y formada, y como los buenos peluqueros poseía la habilidad innata de discernir el momento oportuno para hablar. Su voz, modulada y suave, era como una caricia que acompañaba el ritmo de las tijeras, y en el sutil arte de la charla sabía limitarse a narrar los titulares de la prensa del día. Entre corte y corte, informaba a Peter sobre las últimas noticias con un tono que oscilaba entre la gravedad y la indiferencia, y cuando estas eran conmovedoras entonces él solía decirle: «¿A dónde iremos a parar?»

En ocasiones, el ambiente se volvía propicio para tertulias más profundas, momentos en los que Peter, como quien comparte un secreto, confiaba a Karim algunos de los casos especiales que ocupaban sus pensamientos. A pesar de ser un hombre celoso de sus asuntos, había descubierto en Karim una perspicacia intelectual sorprendente. La agudeza y el ingenio del barbero lo maravillaban, y en más de una ocasión, Peter había hallado en sus comentarios un consejo valioso, una nueva perspectiva. Sus diálogos eran intensos, confrontativos pero lógicos, un contraste radical con algunas de esas charlatanerías vacuas que estaba acostumbrado a presenciar en ocasiones en las salas de juicio.

En medio de estos intercambios de palabras y después de varios cortes, Karim interrumpió su noticiario particular al notar que Peter había enmudecido con la mirada fija en un punto específico del tocador. Allí, entre peines, brochas, cepillos, tijeras y otros instrumentos, había un retrato. Durante este momento y los minutos siguientes Karim prosiguió con sus tijeras, tejiendo una sinfonía de sonidos filosos, lentos pero majestuosos, mientras sus pensamientos volaban hacia los entrañables recuerdos que despertaba esa vieja fotografía en sepia que tenía capturada la atención de Peter.

La imagen mostraba a un joven Karim junto a su padre, ambos en la barbería familiar en un país lejano, donde había aprendido los secretos del oficio. Cuando era pequeño, Karim imaginaba que el mundo entero era de un amarillo radiante, como la arena infinita del desierto, salpicado de marrones y rojos aquí y allá, con casas blancas amontonadas, ventanas diminutas y techos precarios. Su infancia transcurrió entre aquellos tonos cálidos y dulces, en una tierra donde las montañas escondían ciudades milenarias, empolvadas por el tiempo pero llenas de vida. A los siete años, dejó esa tierra impregnada de historia para embarcarse en un viaje incierto. El destino inicial fue Pakistán, donde una travesía azarosa lo llevó primero a Peshawar, luego a Siria, más tarde a Ankara, y finalmente a Liverpool, donde llegó a los veintitrés años.

En Peshawar, entre los asentamientos, adquirió tempranamente sus habilidades como barbero, observando y aprendiendo de los maestros locales. Esa fotografía familiar era un recuerdo de aquella época en el asentamiento de Peshawar, pocos días antes del fatídico atentado que acabó arrebatando la vida de sus padres y su único hermano. Era un día cualquiera, un día de escuela. Karim había subido al autobús para un breve trayecto a través de unos descampados donde algunos niños jugaban al críquet y otros retozaban en la orilla del río envueltos en la polvareda levantada por autobuses decorados con colores vivos, motocicletas y burros de carga que cruzaban sin orden ni concierto. De repente, en un instante trágico y súbito, el autobús estalló cubriendo todo con un manto del color del dolor. El estruendo fue ensordecedor, y el mundo amarillo de Karim se tiñó de rojo.

—Oye, Karim —dijo Peter, con la mirada aún fija en el retrato y ofreciendo una de sus mejillas con un gesto de confianza y expectativa a la vez.

—Dígame, Peter —respondió Karim, mientras con cuidado ablandaba la piel con un paño empapado en agua caliente recién traído por Mustafá.

—Te voy a plantear un problema —anunció Peter. Su tono grave presagiaba la profundidad de la cuestión que estaba por desvelar.

Las disertaciones entre ambos, cuando se apartaban de los titulares del día, solían surgir de manera inesperada, y despertaban en Karim una expectación que rara vez conseguía disimular. Para él, estos momentos eran una distinción que le dignificaba, como si Peter le concediera un privilegio al ensayar con él algunos de los casos que tenía pendientes de veredicto. Karim se embelesaba con tales problemas hasta el punto de que, al llegar a casa, se sumergía en ensoñaciones, tratando de resolver los acertijos que su amigo le planteaba, como si cada uno fuera un enigma desafiante.

—El supuesto es el siguiente —dijo Peter, haciendo una pausa mientras Karim aplicaba el gel con meticulosa atención—: un nieto asesina a su abuelo, quien le ha dejado en testamento la mayor parte de una considerable herencia. Para que te hagas una idea —añadió, inclinando la cabeza a un lado—, esa herencia nos permitiría a ti y a mí vivir holgadamente el resto de nuestras vidas, y la de nuestros hijos.

Karim, mientras ajustaba con precisión la hoja de la navaja, aguardó un instante presintiendo la intrusión de Mustafá que, impresionado por esa herencia, dejó escapar un chiflido de asombro.

—La ley no menciona nada específico sobre esto —puntualizó Peter con un gesto expresivo de la mano—. No contempla como causa de desheredación el asesinato del causante a manos del heredero.

—¿Lo mató para hacerse con la herencia? —preguntó Karim en un tono bajo, acercando la cuchilla a una de las mejillas de Peter. Con esmerado perfeccionismo deslizó la hoja suavemente.

—Podríamos especular con este móvil —sugirió Peter, mientras el sonido rasposo de la cuchilla marcaba el ritmo de la conversación—. Supongamos que el nieto, pongámosle el nombre de John, no lo hizo por una riña personal, sino movido por este interés.

—Probablemente porque temía que lo desheredara —aportó Karim, sosteniendo un instante la navaja entre sus dedos y reanudando su movimiento por la perilla con pulcritud.

—¡Permitirle que herede sería una injusticia! —replicó Mustafá con tal fervor que provocó un breve titubeo en el pulso de Karim.

—Ya —prosiguió Peter, observando a través del espejo—, pero si tuviéramos que someter la cuestión a nuestra conciencia, no habría caso. —Hizo una pausa mientras Karim se movía al lado opuesto para continuar el rasurado de la otra mejilla, y continuó con su planteamiento—. Veréis, estamos sujetos a las leyes, y las respuestas deben encontrarse dentro de ellas. Y para simplificarlo, diré que la ley solo permite al causante alterar o revocar su propio testamento.

—¡Pero si está muerto! —exclamó Mustafá certificando la obviedad con una mirada de inteligencia mientras barría los vellones esparcidos por el suelo. — Si un ladrón es condenado a prisión, tiene que devolver lo que ha robado… ¿no es así? —Una mueca de vanidad satisfecha se dibujó en su rostro al ver la atención que había logrado captar. Con los ojos de Peter y Karim clavados en los suyos, aguardó satisfecho, con los dedos entrecruzados en el palo de la escoba. En ese breve instante de silencio, Mustafá se sintió como el poseedor de una revelación.

—Pero esto es así porque lo que ha robado no es suyo —intervino Karim con una observación que fue respaldada por Peter, quien levantó el pulgar en señal de reconocimiento por la agudeza de su comentario. Espoleado por esta felicitación, Karim miró de nuevo a Mustafá para disipar sus ilusiones: —John se convirtió en propietario al morir su abuelo. Según tu razonamiento, no tendría que devolverlo, ya que —lo remarcó con voz aguda y tintineante, mientras golpeaba suavemente su sien con el nudillo— es el propietario.

Superado por el argumento, Mustafá reculó, disimulando su derrota con la escoba y musitando algunas palabras ininteligibles a regañadientes.

—Si su abuelo hubiera sabido que iba a asesinarle, habría actuado de otro modo —prosiguió Karim, moviendo la cabeza mientras continuaba el trabajo con el filo de la navaja.

—Es una suposición, pero no podemos conjeturar que su voluntad fuera que otras personas heredaran. Si negamos a John la herencia —tomó la mano de Karim, exigiendo su completa atención—, estaríamos faltando a esa voluntad. Pongamos —lo liberó para que completara los últimos detalles en su barba— que no tuviera otros descendientes ni allegados llamados a sucederle por testamento… ¡el Estado se quedaría con la herencia!

—Ah —respondió Karim dándose una pausa conmovido por la idea de que la herencia pudiera pasar a manos de quienes el fallecido jamás hubiera deseado. En el breve intervalo en que se acercó a una de las vitrinas del mostrador y se ungió las manos con una fragancia, se convenció de la indignidad de tal destino. —Bien pensado —dijo mientras masajeaba la piel recién entumecida—, tampoco me agradaría que mis bienes cayeran en manos de nuestros gobernantes. Usted, señor Peter —entornó las cejas—, ya debe entender las razones.

—Sí, no creo que el pobre abuelo encontrara paz al ver cómo lo que amasó con su trabajo y dedicación pudiera desperdiciarse de esa manera —dijo Peter recostándose las manos en las rodillas y acercándose al espejo para examinar el resultado del corte de cabello y el rasurado de la barba. Con una sonrisa satisfecha, asintió con un afectuoso cumplido—. Perfecto.

Karim, con una mezcla de profesionalismo y atención, agradeció el elogio, pero no se mostró del todo convencido. Amagó un gesto de inspección final, señalando con un claro ademán sobre el hombro de Peter para que se quedara sentado. Echó entonces un último vistazo. Primero desde una perspectiva cenital, ladeando la cabeza a ambos lados, y luego, medio agachado para examinar con detenimiento. Finalmente, extrajo unas tijeras de su cartuchera y, con un corte sobrio y preciso, atusó la punta de un cabello rebelde y al momento hizo girar el sillón con un certero movimiento con el pie.

Mustafá se presentó súbitamente para encargarse de los últimos detalles: despojar a Peter del delantal y colocarle el blazer. Aprovechando el momento y con una leve sonrisa en el rostro se inclinó hacia Peter y, en voz baja le dijo unas palabras que desfiguraron momentáneamente su expresión convirtiéndola en una muestra de indulgencia.

—No —fue la única respuesta que obtuvo Mustafá acompañada de una afectuosa palmadita en la cara y un guiño que parecían invitarle a perseverar en su intento.

En el mostrador de la entrada Karim conversaba con un joven de veintitantos años, cuyo cabello desordenado se alzaba en un mar de ondas caóticas en marcado contraste con la figura sobria y llena de dignidad del juez viniendo desde el fondo del pasillo. Al momento un resplandor de satisfacción brilló en los ojos de Karim que juntó las manos en un acto de recogimiento casi ceremonial. Luego, con la misma solemnidad, las separó para apartar al joven hacia un rincón del mostrador como si la escena que se desarrollaba ante él requiriera de una atención exclusiva. Con una suavidad cuidadosamente calculada, Karim deslizó la palma de su mano sobre los hombros de Peter, sacudiéndolos varias veces en un gesto de afectuosa cortesía.

—Pensando en John, supongo que acabará tras las rejas.

—Tenlo por seguro — dijo Peter, con un tono que no admitía dudas mientras sacaba del bolsillo interior de su americana una cartera de cuero envejecido.

—Entonces, esto significa que John recibirá el castigo previsto por el delito de asesinato —prosiguió Karim extendiendo la mano y con un matiz de reflexión en su voz que le daba a la frase un peso casi filosófico. El billete reposó en su mano un instante mientras lo observaba con una mezcla de respeto y contemplación antes de depositarlo en la caja con un golpe que resonó como un juicio final.

—Es cierto, John tendrá su juicio, y el jurado decidirá sobre su culpabilidad; esto debemos darlo por seguro.

—Si es así, no me parece justo que se le prive también de la herencia —añadió, con una entonación casi misteriosa.

—Prosigue, prosigue —le animó Peter con una curiosidad evidente, con los dedos entrelazados a la altura del torso y sus ojos abiertos con una intensidad que reflejaba su interés por el argumento que iba a desplegarse ante él.

—Pienso —dijo Karim, abriéndole el paso hacia la puerta con una cortesía que rozaba lo ceremonial — que privarle de la herencia sería imponerle un castigo adicional que podría considerarse innecesario. Y —abrió la puerta con una suave inclinación, permitiéndole salir— si la ley ya lo castiga por su crimen, deberíamos concluir que con ese castigo es suficiente.

Peter, con un pie ya en el umbral de la calle, se quedó allí un momento con la mente inmersa en una reflexión profunda.

—Me descubro ante ti —dijo con una reverencia que hizo sonrojar a Karim, como si su humilde oficio hubiera alcanzado una dignidad inesperada—. No deberías abandonar tus estudios de Derecho.

Karim, con el rostro ligeramente enrojecido por la inesperada alabanza, sintió que el peso de las palabras de Peter se asentaba sobre sus hombros como una nueva responsabilidad. Después de despedirse entró de nuevo en la barbería donde los dilemas éticos y los matices legales flotaban con la misma intensidad que el aroma del aftershave que aún persistía en el ambiente.

En su camino hacia los juzgados, Peter se detuvo en una pequeña cafetería, un rincón acogedor en el corazón de la ciudad, donde el aroma del café recién hecho se entrelazaba con el dulce perfume de croissants aún tibios. La reflexión que había hecho Karim sobre el castigo y la justicia planeaba en su mente con una profundidad jurídica que, en su esencia, ya había sido esbozada por el abogado defensor de John durante el juicio.

Sin embargo, lo que sorprendía a Peter no era simplemente la perspicacia de Karim, sino el hecho de que esta surgiera en un entorno tan inesperadamente modesto y genuino.  Tenía la convicción de que si Karim lograba concluir sus estudios podría abandonar las tijeras y convertirse en un abogado de gran renombre, uno cuya brillantez rivalizara con la de los más ilustres juristas. Esta impresión se había consolidado en numerosas conversaciones anteriores, donde el ingenio del barbero había capturado su admiración y había encendido en él un deseo de fomentar y nutrir ese talento incipiente. Estaba sorprendido de que sus argumentos pudieran fluir en un entorno tan sobrio y modesto, de recogida intimidad y con el susurro del tris tras de las tijeras; sin toga y sin solemnidades, sin ademanes ni gestos grandilocuentes. Pero  de lo que no estaba en cambio tan seguro, pensó ya después de salir de la cafetería, es que con el tiempo no acabara sugestionado por ese extraño elixir inoculado en las togas de tantos abogados, asaz tan poderoso como para alterar la personalidad familiar que exhiben sentados en una mesa tomando un café en otra de menor urbanidad y sinceridad cuando se trata de hablar en los estrados.

¿Por qué si un juez encuentra a un abogado en el tranvía o en el café y traba conversación con él, acaso sobre cuestiones relacionadas con un proceso en curso, está dispuesto a darle mayor crédito que si le oyera decir las mismas cosas en audiencia, actuando de defensor? ¿Por qué en la conversación de hombre a hombre hay más confianza y más aproximación espiritual que en el discurso que el abogado dirige al juez? Abogado ideal es aquel que consigue hablar en audiencia con la misma sencillez y la misma franqueza con que hablaría al juez a quien encontrase en la calle; aquel, que cuando viste la toda, consigue dar al juez la impresión de que puede fiarse de él como si estuviera fuera de audiencia”. (PIERO CALAMANDREI, Elogio de los jueces).

 

Nota del autor.

Este relato está intencionalmente ambientado en unas coordenadas geográficas alejadas de nuestra tradición jurídica romanista. A diferencia de los sistemas anglosajones, nuestras leyes, fundamentadas en principios generales del derecho natural y de justicia, imponen restricciones específicas en materia de disposiciones testamentarias. Para el lector familiarizado con el derecho sucesorio, el caso descrito no le resultará particularmente inusual dentro de nuestro ordenamiento jurídico, dado que el asesinato del testador se contempla como causa de indignidad sucesoria. Sin embargo, la cuestión adquiere una dimensión dogmática especial debido a la ambivalencia en cuanto al fundamento de esta causa. Por un lado, hay quienes la interpretan como una presunción de desheredamiento, asumiendo que el testador habría querido excluir al heredero si hubiera conocido sus intenciones. En cambio otros la justifican por razones éticas y morales (volenti non fit injuria).

Esta disputa de pareceres ilustra el profundo debate iusfilosófico que ha surgido fuera de nuestras fronteras romanistas en ausencia de una norma análoga. El problema planteado en la barbería recrea el famoso caso Rigs c. Palmer, donde se debatía si Elmer E. Palmer podía suceder a su abuelo Francis B. Palmer, en un contexto jurídico no determinado por el derecho del estado de Nueva York, donde tuvo lugar el asesinato, y que dio lugar a diversas posturas judiciales representativas de esa dualidad de opiniones.

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