Al cruzar las puertas del hospital de Mannheim el visitante es recibido por un cartel azul con letras blancas que llama al silencio. Este es solo el primero de muchos. A medida que se avanza por los pasillos otros carteles idénticos salen a la vista como guardianes mudos que vigilan el orden y la quietud. En el comedor el mismo cartel azul cuelga sobre las mesas; en la capilla, junto a los bancos, y en el ascensor justo al lado de los botones. También en la planta quinta donde se encuentran las dos ancianas protagonistas de este relato hay varios a lo largo del pasillo y uno en la habitación.
La señora Gertrudis Himmelsdorf, de 72 años, ingresó en este hospital hace una semana por una afección menor que, según ella, no justifica una estancia tan prolongada. Desde el primer día comparte habitación con Hildegard Schäfer, una anciana de 79 años cuya única señal de vida es el ruidoso “runrún” que emite el aparato respirador al que está conectada. Para Gertrudis, este sonido se ha convertido en una tortura que con el paso de los días ha acabado por menguar su estado de ánimo.
Llevaba noches sin poder dormir y su mente quedó atrapada en un torbellino de pensamientos oscuros y repetitivos hasta que el zumbido constante del respirador de Hildegard pasó a convertise en un taladro mecánico que perforó por completo su cordura. Cuando esto ocurrió decidió poner fin a este tormento.
Fue a medianoche. Sus manos temblaban y su corazón latía con fuerza, pero esa determinación feroz ya había tomado forma dentro de ella. No podía soportarlo más. Así que se levantó de la cama y con movimientos torpes pero decididos se acercó a Hildegard.
Al llegar junto a ella la observó por un momento. La anciana dormía plácidamente indiferente al caos que se estaba gestando a su lado. Su respiración, asistida por la máquina, llenaba el aire con un ruido rítmico y constante que para Gertrudis era un recordatorio de su propia desesperación. Sin dudarlo sus manos se dirigieron al respirador y con un movimiento rápido y decidido lo desconectó. Un chasquido seco rompió la monotonía del zumbido y de inmediato el ruido cesó. La habitación se sumió en un silencio temporal, un alivio para sus oídos maltratados. El cuerpo de Hildegard comenzó a convulsionar con los ojos abiertos en un pánico silencioso y sus manos moviéndose desesperadamente en busca del respirador. Gertrudis retrocedió un paso y la observó, inmóvil, con la mente en un estado de trance. Al rato la lucha de Hildegard comenzó a hacerse menos intensa, sus movimientos se volvieron más espasmódicos hasta que finalmente cesaron por completo.
El silencio duró poco. Las alarmas del respirador dieron el aviso y el personal del hospital acudió de inmediato. Consiguieron reanimar a Hildegard, reconectaron el aparato y advirtieron a Gertrudis que no debía tocarlo de nuevo.
Pero el deseo de silencio de Gertrudis era más fuerte que cualquier advertencia. Unas horas después, con el latigazo de esos mismos ruidos de nuevo en su cabeza, repitió la misma operación. Esta vez el hospital decidió actuar con mayor severidad. Llamaron a la policía y, en un abrir y cerrar de ojos llevaron a Gertrudis ante un juez. Cuando este le pidió que explicara su comportamiento, ella alegó:
—Su señoría, permítame recordar que en la entrada del hospital hay un cartel que exige silencio. Lo vi con mis propios ojos al ingresar y había muchos más. Así que, en realidad, yo no hice más que procurar que se cumpliera esa norma. Desconecté ese molesto aparato porque estaba causando una perturbación al silencio que tanto necesita ese lugar.
El veredicto fue inmediato. Fue enviada a prisión por poner en peligro la vida de su compañera de cuarto.
En la cárcel Gertrudis tampoco encontró una anhelada tranquilidad. Su compañera de celda, Brunhilda, una mujer robusta con un ronquido fastidioso que podía asustar a lo muertos, hacía días que le quitaba el sueño.
A medida que los días transcurrían sintió cómo su desesperación iba transformándose en una resolución oscura y firme. Las noches, cada vez más largas e insomnes, habían alimentado su tormento interno. No había vuelta atrás. Una noche, cuando la luna apenas se insinuaba a través de las frías rendijas de la ventana, decidió que había llegado la hora.
El corazón le latía con un ritmo frenético golpeando su pecho como si intentara advertirle de lo que estaba a punto de hacer. Se levantó de la cama y se acercó lentamente a Brunhilda, que dormía plácidamente ajena a sus ronquidos.
Gertrudis, de pie, la observó con una mirada helada hecha al agravio de esos insidiosos ruidos que llegaban a sus oídos como si fueran una risa burlona. En un movimiento ágil, casi mecánico, cogió su almohada y cubrió el rostro de su compañera de celda. Las manos le temblaban ligeramente al principio, pero pronto se aferraron a la almohada para presionar con fuerza. Los segundos se hicieron eternos, cada uno estirándose como una eternidad cargada de angustia. El cuerpo de Brunhilda reaccionó instintivamente, sus manos se movieron con frenesí mientras trataba de arañar el aire en busca de salvación. Gertrudis notó cómo las uñas de Brunhilda rozaban su piel dejando surcos de dolor que parecían insignificantes frente al abismo emocional en el que estaba sumergida.
El forcejeo fue brutal, un choque de voluntades en el silencio carcelario de la noche. Finalmente los movimientos de Brunhilda se hicieron menos intensos, y al rato los ronquidos quedaron reemplazados por el silencio. Gertrudis, con la respiración entrecortada y el cuerpo tembloroso, permaneció inmóvil escuchando el sonido de su propio corazón.
Las consecuencias fueron inmediatas. Los guardias encontraron a Brunhilda inconsciente, pero lograron reanimarla. Gertrudis como castigo fue puesta en confinamiento solitario, esta vez en una celda donde el único ruido era el de sus propios pensamientos.
Mientras se enfrentaba a la soledad reflexionó sobre la búsqueda del silencio. En el silencio absoluto de su celda, sin más ruido que el latido de su corazón, empezó a comprender que, a veces,
el verdadero enemigo no es el ruido exterior sino el ruido interior que llevamos con nosotros.
Así es que la anciana que buscaba el silencio terminó enfrentándose al eco de sus propias acciones. En la quietud de la celda, el único sonido era ahora el de su propia conciencia, que desde entonces no le deja dormir.