En un caluroso día de verano se estaba celebrando un juicio por unas disputas entre vecinos. La persona que se sentaba en el banquillo era un hombre de mediana edad y aspecto siniestro. Sus ojos como abismos fríos hundidos bajo cejas arqueadas con malicia reflejaban un desapego perturbador. Su piel pálida resaltaba las cicatrices dejadas por historias de violencia. Sus labios eran delgados y perpetuaban una sonrisa retorcida, insinuando un oscuro deleite. En fin, su presencia era un escalofrío constante, una advertencia de su naturaleza letal.
En medio de la sala del tribunal, rodeado de curiosos y espectadores ansiosos, se encontraba el juez Don Hilario. Sentado con una mirada imperturbable y un ligero rastro de burla en su rostro, estaba dispuesto a llevar adelante el espectáculo con su típico sentido del humor afilado.
El momento cumbre llegó cuando la fiscalía llamó a testificar a la señora Petunia, una mujer de buena posición en la sociedad local, conocida por sus modales exquisitos y su intolerancia a todo lo que fuera incluso remotamente ofensivo. Entró en la sala con una expresión de desaprobación en su rostro y ataviada con un vestido ajustado exquisitamente confeccionado que acentuaba sutilmente sus curvas. A indicaciones del juez subió al estrado con elegancia, se sentó ajustándose el vestido con delicadeza y elevando la nariz con cierta superioridad miró al público, luego al fiscal y al abogado defensor y finalmente a Don Hilario. Su apariencia no dejó a nadie indiferente.
En eso que el fiscal se acercó a ella y le hizo esta pregunta:
– Señora, ¿podría repetir las palabras que escuchó decir al acusado en aquel fatídico día?
Petunia parpadeó con falsa inocencia, puso una mano sobre su pecho y la otra en la frente como si estuviera a punto de sufrir un desmayo. Carraspeó delicadamente y miró al juez con una mezcla de aprensión y deseo de mantener las formas.
– Oh, verá, las palabras que aquel hombre pronunció son tan inadecuadas y vulgares que sería un ultraje para mi educación y reputación si yo las pronunciara en voz alta.
La audiencia entonces murmuró entre dientes y Don Hilario, sin inmutarse, agitó una mano en dirección a Petunia.
– Señora, entiendo perfectamente su dilema moral. Pero en aras de la justicia necesito saber lo que oyó.
Petunia se quedó momentáneamente boquiabierta y sus ojos se agrandaron como platos. Después de un momento de titubeo, pareció decidirse. Se levantó con una mezcla de indignación y determinación, y tras echar una mirada de desdén al acusado, caminó con pasos cortos pero decididos hacia el juez. Entonces, estando ya a su lado, se inclinó y prestando éste su oído empezó a susurrarle palabras que aceleraron el parpadeo de sus ojos y terminaron dejando sus mejillas completamente ruborizadas. Al cabo, cuando hubo terminado, el juez la miró con un destello travieso en los ojos y enseguida, con una mirada imperceptible, llamó al fiscal y al abogado defensor, quienes avanzaron hacia él con curiosidad e incertidumbre.
Los dos hombres formando un círculo de confidencialidad escucharon con palabras apenas audibles por encima del murmullo de la audiencia lo que acaba de mencionar la testigo. Al escucharlas sus rostros pasaron de la curiosidad inicial a la sorpresa, sus ojos se abrieron ampliamente y sus mandíbulas se tensaron atragantados por estas palabras. El juez mantuvo una expresión imperturbable, como si estuviera compartiendo una anécdota casual, mientras el abogado y el fiscal intercambiaban sus miradas asombradas.
Don Hilario esperó un momento, permitiendo que las palabras se asentaran en la mente de los dos hombres. Luego, con un sutil movimiento de su mano, indicó que podían regresar a sus respectivos asientos, cosa que hicieron con expresiones todavía llenas de incredulidad y consternación. El juez volvió su atención a la audiencia, y manteniendo su rostro serio tosió discretamente y se aclaró la garganta con un trago de agua.
– ¡Oh, señora Petunia, qué noble sacrificio ha hecho usted por la causa de la justicia! Verdaderamente su alma es inmaculada, y mi oído nunca volverá a ser el mismo después de tal experiencia auditiva. Gracias por su valentía – terminó diciendo con una expresión que oscilaba entre la incredulidad y el sarcasmo.
La audiencia estalló en carcajadas mientras Petunia regresaba a su asiento, visiblemente satisfecha de haber cumplido su deber cívico de la manera más elegante posible.