En uno de los oscuros rincones de la historia, allá por el siglo X, un hombre de probada virtuosidad se hallaba atrapado en el letal abrazo de una acusación injusta tejida por las malévolas influencias de un poderoso señor del reino. Desde los albores de su proceso la conspiración se había urdido con destreza, buscando a toda costa su condena.
El hombre, con su nobleza y templanza, compareció ante el tribunal consciente de las escasas esperanzas que el destino le reservaba, pues el juez mismo había urdido el artificio de una fachada de justicia imparcial. Se hallaba de pie en el centro de una sala austera de paredes de piedra gruesa de las que colgaban antorchas que arrojaban parpadeantes destellos de luz. A su alrededor una audiencia compuesta por sirvientes, vasallos y algunos clérigos, lo observa en silencio esperando la presencia del juez. Al rato éste hizo presencia en la sala con una imagen de solemnidad, sosteniendo un bastón ceremonial y cubierto por una túnica larga y pesada, de color negro y adornada con bordados. Se sentó en un banco de madera maciza en un lugar bien visible de la sala, y dirigió la mirada a aquel hombre.
– Conociendo tu fama de hombre justo voy a dejar tu suerte en manos de Dios: escribiré en dos papeles separados las palabras culpable e inocente. Tú escogerás y será la Providencia la que decida tu destino.
En la sombra de su malevolencia el juez había tramado un vil artificio. Ambos papeles que escondían sus insidiosos propósitos llevaban escrito: «culpable».
Pero la víctima, aún sin conocer la naturaleza del engaño, intuyó enseguida la trampa mortal que se cernía sobre él. Cuando el juez, con semblante aparentemente imperturbable, lo instó a elegir uno de los papeles, cerró los ojos y aspiró profundamente la pesada atmósfera del juicio. Un silencio cargado de tensión se apoderó de la sala mientras sus párpados permanecían sellados.
A medida que el tiempo transcurría la impaciencia se apoderó de los presentes, pero el acusado permaneció inmutable. Finalmente, como si las manos invisibles del destino lo hubieran guiado, abrió sus ojos. Una sonrisa tenue danzó en sus labios cuando tomó uno de los papeles, lo mostró al público y con decisión se lo llevó a su boca, devorándolo con celeridad. Sorpresa e indignación inundaron la sala, y voces airadas se alzaron en un coro de reproche. «¿Pero qué has hecho?», clamaron todos con furia. «¿Cómo diablos podremos ahora conocer el veredicto?».
El hombre, con una calma que contrastaba con la ira circundante, respondió con una voz serena:
– Es sencillo, muy sencillo. Basta con leer el papel que permanece sobre la mesa y sabrán lo que decía el que me he tragado.
El alboroto de la sala se tornó en murmullos de asombro y comprensión. Los conspiradores, derrotados por la astucia y valentía del acusado, se vieron obligados a liberarlo. Jamás volvieron a perturbar la paz del hombre virtuoso, y su acto de audacia y sagacidad se convirtió en una leyenda. Una fábula que recordaba a todos que la justicia, incluso en los tiempos más oscuros, podía ser restaurada por el ingenio y la integridad de un alma noble.