Ha transcurrido medio hora desde que le diera el turno de la palabra. El juez observa al abogado hablar con locuacidad, pero su mente empieza a divagar en medio de un flujo incesante de palabras. Su expresión seria y concentrada oculta el desafío interno al que se enfrenta. A medida que el abogado continúa hablando, la mente del juez empieza a dispersarse en pensamientos …
«Un mar de palabras que fluyen como un río sin dirección. ¿En qué punto perdimos el rumbo? Parece que este abogado está convencido de que puede ahogarme en un diluvio verbal. Pero, ¿cuál es su argumento central? ¿Qué intenta demostrar? Su tono apasionado y la manera en que sus manos gesticulan con vehemencia sugieren que él está convencido de su caso.
Quizás este abogado ve la estrategia de ‘más es mejor’. Esa que dice que la solidez de un argumento es directamente proporcional a la cantidad de palabras empeladas. Pero, en realidad, se ha perdido en una maraña de detalles y referencias legales. ¿Está buscando impresionarme con su conocimiento? No puedo evitar preguntarme si esto es una táctica deliberada para desviar la atención de lo que realmente importa.
¿Dónde está la claridad en su presentación? Si tan solo pudiera encontrar un hilo conductor en medio de esta madeja de palabras. La transición de temas es tan inconsistente que apenas tengo tiempo para procesar lo que acaba de decir antes de que inicie uno nuevo. Mi mente busca desesperadamente un momento de conexión, algo que me permita comprender la esencia de su argumento. Y cada vez que creo haberme metido en su relato, el abogado toma otro giro y me pierdo nuevamente.
Mientras me enfrento a esta situación trato de recordar la importancia de escuchar. Debo darle al abogado la oportunidad de presentar su caso en su totalidad. Cada palabra, incluso si parece inconexa en este momento, podría ser una pieza crucial del rompecabezas.
Pero no puedo evitar anhelar la simplicidad y la claridad. Los mejores argumentos son los que se presentan de manera directa y persuasiva. El tiempo es valioso, y escuchar a este abogado divagar me recuerda la necesidad de mantener el enfoque en lo esencial.
Trato de mantenerme a flote en medio de este océano de palabras que amenaza con engullirme por completo. De repente, como un rayo de sol que atraviesa unas nubes grises, la rutina cotidiana se cuela en mi pensamiento. Imágenes de relojes que avanzan rápidamente y una lista de tareas pendientes inundan mis pensamientos. A las cinco de la tarde, recoger a los niños del colegio; a las seis, he de llevar al mayor al fútbol y enseguida que lo deje corriendo con el peque al dentista.
La seriedad de la sala de juicios contrasta con la agitación del mundo exterior que exige volver mi atención al abogado. Y ahora, sin poderlo remediar me viene a la cabeza el desenlace del episodio de Netflix que vi por la noche. Hombre soy, nada humano me es ajeno».
La figura del juez al escuchar a un abogado durante un juicio se asemeja a la de un espectador en un teatro, donde el abogado actúa como el protagonista de una trama legal que se desarrolla ante sus ojos. El juez, desde su asiento de autoridad, debe observar con atención y discernimiento cada palabra pronunciada, no solo para entender la argumentación sino también para evaluar la sinceridad, la lógica y la persuasión.
En este escenario procesal el juez no es un espectador pasivo, sino un crítico riguroso que busca desentrañar la verdad oculta tras las palabras de cada abogado. Debe mantener su mente libre y vacía de prejuicios y predisposiciones para poder captar cada matiz y subtexto de la argumentación. Pero al igual que el público de una orquesta sinfónica espera una actuación que les conmueva y les deje una impresión imborrable, los abogados deben ser conscientes de que el juez es también un espectador y un crítico final de sus representaciones.