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Desayuno con un abogado

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La fábula de la golondrina

Érase una vez que en un rincón del Palacio de Justicia entre la solemnidad de unas columnas de mármol una golondrina intrépida decidió levantar su morada. Esta pequeña ave, vestida en plumaje de obsidiana y plata, fue tejiendo laboriosamente durante días su nido.

Con paciencia construyó una obra maestra de ingeniería alada que se aferraba en ese espacio como un desafío silente a los fríos muros de la justicia.

La golondrina, audaz en su elección, experimentó días de júbilo al ver cómo su nido se llenaba de vida. Siete polluelos encantadores, con picos ansiosos y ojos curiosos, animaban la pequeña morada. Cada día al regresar la golondrina traía consigo las historias del mundo exterior y con estas un coro de notas se elevaba entonces entre las imponentes columnas de mármol como un tributo a la vida. Los días en los que los pasillos del Palacio más trepidaban con el ruido de conversaciones confundidas y el hormigueo de las togas negras de los jueces, abogados y procuradores, se acurrucaba entonces a sus inquietos polluelos para susurrarles desde esa privilegiada y acogedora ubicación cosas sobre la prodigiosa actividad de ese imponente lugar.,

«Ahí va Valentín», les decía con un tono materno cargado de afecto, señalando al abogado de tez fresca y mejillas carnosas cada vez que lo veía caminar apresuradamente con su abdomen rechoncho. El jovial aire que lo rodeaba no escapaba a la atenta mirada de la golondrina, quien encontraba en aquel profesional una figura digna de mención en sus narrativas diarias. Otras veces les señalaba a Aparicio, un juez ocurrente y distinguido que, con modales exquisitos, expresaba en su andar una desbordante alegría que contagiaba a todos los presentes. Las plumas de la golondrina se erizaban de emoción al describir la presencia ese hombre, como si el mismo viento que soplaba entre las columnas llevara consigo la elegancia y la sabiduría que emanaban de él. “¿Veis a esa mujer que empuña un bastón?” les dijo en una ocasión señalando con su pico hacia una figura femenina que destacaba entre la multitud, haciendo que sus curiosas cabecitas asomaran para captar cada matiz de la descripción. “Tiene un brillante talento y una voz agradable, llena y sonora que encandila como nuestros trinos y gorjeos cuando anunciamos la primavera”.

A través de estas vivas narraciones fueron pasando los días y las noches.  Pero ocurrió un día que estando ausente la madre el destino, siempre caprichoso y a veces cruel, decidió entrometerse en la idílica existencia de esta familia. Los chillidos agudos y desgarradores de las crías anunciaron que algo terrible estaba a punto de ocurrir en ese santuario de tranquilidad. Una serpiente, con la piel escamosa mimetizada con la textura de la columna, se retorció poco a poco por esta hasta alcanzar el nido. Y entonces, ya ahí y con una sonrisa reptiliana plasmada en su rostro se sació lentamente dejando apenas algunas plumas desordenadas. Cuando concluyó su macabro festín se desvaneció exhibiendo su lengua bífida con un aire de malevolencia

Al regresar la madre golondrina sintió el espectro de una tragedia antes de siquiera vislumbrar el nido. Y ya más cerca sus agudos ojos detectaron que estaba desolado, y entonces un grito angustiado resonó en los pasillos del Palacio. «¡Ay, que en este lugar donde se protegen los derechos de todos los demás, yo sufra agravios!», exclamó con un lamento que resonó como un eco de injusticia en los corredores de la ley.

En ese rincón singular la golondrina había desafiado la solemnidad solo para acabar encontrándose con un destino injusto donde se suponía que reinaba la justicia.  Desde entonces al volar ya no deja estelas de esperanza ni la promesa de que, aunque el invierno aceche, volveremos a verla de nuevo danzando otra vez en el lienzo celestial.

La historia de la golondrina y su trágico destino se convirtió en una leyenda que sigue estando presente en ese lugar como una metáfora de la fragilidad de la justicia.

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