En la ciudad de Santa Rosa, California un crimen sacudió a la comunidad. Jane Gill, una respetada empresaria de 36 años, fue encontrada sin vida en su hogar. El crimen condujo a la detención de Gary Joseph Rasp, amigo y socio comercial de la víctima, como el principal sospechoso. No obstante, el curso del juicio tomó un giro inesperado cuando su abogado solicitó la comparecencia de un testigo insólito pero que a su entender constituía la clave para resolver el caso. Aunque el juez se mostró inicialmente escéptico finalmente accedió, pero imponiendo ciertas condiciones. El testigo, que sería sometido a un examen veterinario previo, entraría en la sala amordazado para no perturbar el orden hasta que se le otorgara la palabra, y permanecería bajo estricta custodia durante todo el procedimiento judicial.
El día del juicio la sala, que hasta entonces había estado llena de murmullos y cuchicheos, se sumió en un silencio sepulcral cuando el juez, un hombre de edad avanzada con una barba blanca y espesa, ordenó con voz grave y autoritaria la entrada del testigo. Al poco dos agentes de policía de aspecto imponente entraron. Sus rostros serios y su actitud profesional contrastaban de manera cómica con el objeto que uno de ellos llevaba cogido de un asidero: una jaula cubierta por una sábana. Con cautela la depositó en la mesa del estrado y retiró la sábana, revelando así un espectáculo que dejó a todos boquiabiertos.
Allí estaba Max, con su plumaje vibrante de colores y su cabeza giratoria como un bufón involuntario en esa tragedia de sangre. Estaba aturdido, y se aturdió más cuando el juez empezó a dar golpes con el mazo reclamando silencio. Pasados unos segundos, con el ambiente más calmado, el abogado de Rasp se levantó ante la mirada penetrante del juez que lo aguardaba con una expresión que oscilaba entre lo perplejo y lo circunspecto. Max, ajeno al peso de la solemnidad, seguía en aquel momento paseando su mirada vivaz a su alrededor, explorando los rostros expectantes de la gente.
– Su Señoría, permítame presentar a Max, el loro que compartía su vida con la desafortunada Jane Gill y que fue testigo de su cruel final. Este avezado compañero puede repetir las últimas palabras de la difunta, palabras que señalan al auténtico arquitecto de este crimen. Le ruego que le otorgue la palabra y preste atención.
Max, aparentemente ajeno a la gravedad del momento, desplazó sus ojos vivaces de nuevo hacia el juez y éste asintió con la cabeza autorizando a los policías para que le quitaran la mordaza. Enseguida que quedó liberado de esta opresión el plumífero emitió un sonido agudo que hizo que algunos se taparan los oídos. Luego, con ojos curiosos, buscó algo. Su mirada se clavó en el banquillo de los acusados, donde Rasp sudaba nervioso, y al momento pronunció palabras sorprendentes en una voz clara y fuerte:
– ¡Richard, no, no, no!
La sala se quedó en silencio mientras el abogado de Rasp seguía sonriendo sin poder ocultar su satisfacción ante el inesperado giro de los acontecimientos y la persistencia con la que el loro proseguía repitiendo sin cesar las mismas palabras, cada vez con mayor intensidad.
– Miembros del jurado, creo que las palabras de Max son suficientes para demostrar que mi cliente es inocente. Max ha identificado al verdadero culpable de este crimen: un tal Richard, que no es otro que el amante de Jane. Presenció cómo Richard entró en la casa de Jane, discutió con ella, y la mató. Luego, huyó, dejando a Max como único testigo. Mi cliente no tiene nada que ver con este asunto, y les pido que lo absuelvan de todos los cargos.
El juez frunció el ceño, y sin saber qué hacer miró al fiscal que se había quedado por un momento paralizado.
– Señoría, esto es una farsa. No podemos tomar en serio el testimonio de un loro.
– ¿Por qué razón? – le interpeló el juez.
El fiscal permaneció un rato en silencio buscando un argumento convincente y al cabo se levantó y respondió:
– Entre otras razones … no ha prestado juramento.
Se oyeron desde el fondo de la sala carcajadas que el juez trató de acallar amablemente pero si éxito. Con una expresión de autoridad, se puso de pie y, con un golpe estruendoso, hizo retumbar la mesa donde reposaba la jaula. El impacto resonó en la sala, y el efecto en el loro fue inmediato. Se sobresaltó, y con el movimiento tan desesperado de sus alas varias plumas salieron disparadas entre las rejas de la jaula. Incapaz de comprender la situación redobló sus esfuerzos por repetir las mismas palabras, pero ahora con un tono de urgencia y ansiedad.
Además – prosiguió el fiscal – Max es solo un loro que repite lo que oye, sin comprender el significado de sus palabras. Le pido que desestime su testimonio y que este juicio se base en las pruebas reales que he presentado. Pruebas que demuestran que Rasp es el único sospechoso de este crimen. Rasp era socio de Jane, y tenía una deuda con ella. Rasp entró en la casa de Jane, la mató, y luego intentó hacer pasar el crimen por un robo.
El abogado de Rasp contraatacó enseguida argumentando que estas palabras exculpaban completamente a su cliente en tanto sugerían la posibilidad de la existencia de un tercero, ese tal Richard, y esto enfrentaba a la acusación con la existencia de una duda razonable. Hizo valer que los estudios de expertos en comportamiento animal permitían respaldar la posibilidad de que la excitación experimentada en el momento del crimen por la víctima hubiera dejado en Max la huella de esas palabras. El fiscal, que también se había ilustrado pata la ocasión, citó a Otto Koehler, un renombrado etólogo para quien un loro como Max podía decir cien palabras, pero nunca de un modo espontaneo una frase que tuviera sentido con palabras aprendidas por separado.
El público y el jurado se dividió entre los que guiados por la interpretación de Max creían en la inocencia de Rasp y los escépticos que cuestionaban la fiabilidad de un testimonio alado. El juicio avanzó ya sin la presencia del testigo, y expertos en comportamiento animal se convirtieron entonces en los protagonistas. Historias de engaños entre animales surgieron de la voz de un perito etólogo traído a propósito al juicio. Este aludió al mochuelo de madriguera (Athene cunicularia), que anida en el suelo en las madrigueras abandonadas por las ardillas. Explicó que en ocasiones las ardillas deciden regresar a esas madrigueras, y para proteger a sus crías del intruso el mochuelo adulto realiza un sonido sibilante que recuerda al de la serpiente de cascabel. También aludió a uno de los engaños más sofisticados: el de la zarigüeya que sintiéndose acechada por un depredador se hace la muerta, para lo cual tensa el cuerpo, arquea la cola bajo el vientre, abre la boca y los ojos, y para semejarse aún más a un cadáver putrefacto, echa orina, heces y saliva, y en ocasiones, vómitos.
Gary Joseph Rasp fue condenado por el asesinato de su socia, Jane Gill, en 1991. El jurado no aceptó las evidencias aportadas por Max y Rasp fue sentenciado a 25 años de prisión.