Pido a la Sala que, con el fin de justificarme ante mi cliente, se sirva darme un certificado de que se juzga este pleito sin oírme.
En ocasiones es mejor cerrar la boca que abrirla y extender la duda. Lo cual no es señal de falta de sabiduría. Al buen callar llaman Sancho. También existe la oratoria del silencio, la elocuencia de los labios pegados.
En ocasiones es mejor cerrar la boca que abrirla y extender la duda. Lo cual no es señal de falta de sabiduría. Al buen callar llaman Sancho. También existe la oratoria del silencio, la elocuencia de los labios pegados.
Cuando me llega el turno de la palabra me gusta que el juez me atienda con su mirada, aun a riesgo de que perciba en la mía una conciencia poco convencida. Si no recibo esta gratificante sensación pienso que en buena mesura es por la mala práctica con la que los abogados degradamos la oratoria para convertirla en pura retórica, en algunas ocasiones puramente narcisista, pero en otras redundante o desorientada. Para no caer en la tentación de este error igual convendría grabar cada una de las paredes de las salas de vistas con la máxima: veritas nimium altercando amittitur.
Los abogados deberíamos concienciarnos que este derroche de palabras en las que incurrimos en ocasiones, para algunos charlatanería, constituye para el juez en un verdadero suplicio al que asiste impaciente enfrentado a estas dos opciones. Interrumpir al orador o cesar de escucharle, fingiendo que lo hace.
Contrariamente a lo que pudiera parecer, la interrupción a veces tiene algo de pedagógica, y se está en el caso de aquel juez que retiró abruptamente la palabra al abogado diciéndole: “si sigue hablando terminará convenciéndome de que su cliente no tiene la razón”. Calamandrei cuenta a su vez la historia de un joven abogado venido de provincias a quien a mitad de la recitación de un informe preparado desde hacía meses, el presidente de la Corte de casación le invitó a concentrar la atención en el punto esencial del asunto. A lo cual el imberbe letrado, superado por una angustiosa incapacidad de improvisación, solo se le ocurrió exclamar estas palabras:
–Se me impide cumplir con mi deber. ¡Protesto y renuncio a hacer uso de la palabra!
Veamos ahora estas bellas palabras con las que contestó el magistrado:
–Abogado, no se ofenda por mis interrupciones. Podría usted tomarlo a mal si fuera un conferenciante, ante el cual tiene el público la obligación de sufrir en silencio, aunque nada entiende de lo que dice. Pero es usted algo más que un conferenciante, es un abogado, es decir, una persona que habla para persuadir a los jueces e inducirlos a que juzguen rectamente, ¿Cómo vamos a persuadirnos, si no comprendemos? Cumpla pues usted libremente con su deber, que es el de hablar, pero hágalo en forma tal que nos ayude a nosotros a cumplir con el nuestro, que es del comprender.
El abogado debe estar abierto a las interrupciones, y debería mostrarse generoso con el juez cuando las hace pues revelan que permanece atento a su discurso. Claro que hay interrupciones de diversa índole que invitan al silencio. Armand-Gaston Camus, revolucionario francés y antes exitoso abogado, en sus Lettres sur la profession d’avocat, deplora “esas interrupciones que, en algunos parlamentos se hacen con frecuencia a los abogados en el transcurso de su informe, para advertirles que concluyan pronto; interrupciones muy enojosas y muy desagradables que molestan mucho al abogado”. A propósito de esta clase de incidencias, menciona algunas respuestas, como la del abogado Dumont que al ser interpelado para que concluyera respondió sagazmente:
“Estoy dispuesto a concluir en el acto si la Sala entiende que he dicho lo suficiente para ganar el pleito con las costas, en caso contrario, tengo que exponer razones tan esenciales, de las cuales me es imposible prescindir sin faltar a mi deber y a la confianza con que me honra mi cliente”.
¿Quién no ha experimentado en medio de un juicio el ineludible apremio de un juez que, con impaciencia apenas disimulada, espeta un contundente «Vaya usted terminando, señor letrado«? En el estrado, el tiempo se vuelve tirano, y la indulgencia, una virtud escasa. Imagino que difícilmente se encontraría a este mismo magistrado dispuesto a ejercer clemencia ante la imprudencia de un cirujano que le justificase su apresuramiento en la necesidad de atender a otros pacientes en espera.
Se dan también casos de invitaciones gestuales, aquellas en las que la actitud del juez pone de manifiesto su desatención cuando no impaciencia. Hay entre estos quienes anuncian esta impaciencia haciendo tamborilear los dedos de la mano, y por la cadencia de su movimiento, cuando ya han adquirido el ritmo de unas semicorcheas, se sabe cuándo hay que callar. Otros pierden su mirada en la infinitud del espacio en una especie de hipnosis que no raras veces acaba cerrándoles los ojos. Y los hay mucho más indiscretos que distraen su atención a otros ruegos. In rerum natura a los abogados experiencias como éstas nos conmueven pero no nos apartan de nuestro esquema mental, como si recordando la célebre cita de Oscar Wilde le estuviéramos diciendo al juez:
“No voy a dejar de hablarle sólo porque no me esté escuchando. Me gusta escucharme a mí mismo. Es uno de mis mayores placeres. A menudo mantengo largas conversaciones conmigo mismo, y soy tan inteligente que a veces no entiendo ni una palabra de lo que digo”.
Hojeando entre libros de antaño, recupero una historia parecida vivida por el abogado Fourcroy, quien a mitad de un informe advirtió que el presidente estaba distraído por la conversación de sus compañeros de Sala. Entonces, con voz alzada, dijo:
-Pido a la Sala me conceda cuando menos un favor.
¿Qué desea? – le preguntó el presidente sorprendido.
-Pido a la Sala que, con el fin de justificarme ante mi cliente, se sirva darme un certificado de que se juzga este pleito sin oírme.
Reimaginar el proceso judicial a través del diálogo
Si de lo que se trata es de aplacar la verborrea de los abogados, antes de hacerlo trasladando la sensación de superficialidad del acto con un gesto de impaciencia hostil, lo más provechoso tal vez fuese que por parte de los jueces se abriera el paso a una dialéctica procesal mucho más fructífera. Si esto no ocurre en la práctica no es a mi entender porque nuestros modelos de procedimiento no estén concebidos para el diálogo sostenido entre el magistrado y los abogados, y sin embargo hemos convertido el trámite de conclusiones en un simple ritual, en el que estos se limitan a hablar y aquel a escuchar, o aparentar que lo hace, en una representación admirable desde el plano formalista, pero tantas veces inútil.
Pensando precisamente en la fase de conclusiones del procedimiento civil ordinario, o por igual del laboral, nada más provechoso como fijar de antemano aquellos puntos o extremos del debate que después de concluida la fase expositiva y practicada la prueba, no han alcanzado aún la plena convicción del juez. Y si resulta que este ya está persuadido a tal punto que tiene su mente ocupada en los primeros esbozos de la sentencia o en el próximo juicio, mejor decirlo abiertamente y poner fin al pleito.
No oculto en reconocer que esta clase de propuestas tienen un punto transgresor, pero más lo es constreñir el turno de palabra de un abogado en la irónica atemporalidad de unos pocos minutos. Y ya sabemos que esta es una práctica muy en boga. Prefiero quedarme con la idea de que no están reñidas con las posibilidades de ordenación que brinda nuestro marco procesal, y que solo hace falta un poco de imaginación y algo de probidad y valentía para desmenuzarlas y ponerlas adecuadamente en práctica. Igual acabaríamos dándonos cuenta de que así se optimizan mucho mejor las cosas, sin necesidad, claro está, de espantadas ni del «vaya usted terminando».