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Desayuno con un abogado

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Los fantasmas de la Sala de los Pasos Perdidos

No llevo la toga oscura de los letrados, ni el estrado me conoce como juez, pero son tantos los años en el oficio que siento en cada uno de mis pasos una reverberación de autoridad implícita, como si los muros, las columnas y los murales de Sert de la Sala de los Pasos Perdidos me rindieran respeto y veneración.

En nada oscurecerá así que con semblante sereno y con porte mesurado me decido a abrir la puerta de una de las salas.

Esta sensación de respeto que acabo de mencionar se debe en parte a mi papel como testigo silencioso de los numerosos conflictos que se desarrollan diariamente detrás de las puertas cerradas de las salas del Palacio de Justicia. Con el paso del tiempo he agudizado tanto mis sentidos que en los pasillos que conducen a ellas no solo capto los susurros de quienes afinan los últimos detalles antes de entrar en un juicio; también en cada palabra y en cada inflexión reconozco los entresijos que se ocultan una vez iniciado. Así que a punto ya de jubilarme he aprendido con mi oficio el arte de la indiscreción, una habilidad con la que capturo fragmentos de conversaciones a menudo traicioneras. Don Abelardo, a quien acabo de saludar discretamente al entrar, lo sabe y hace uso de su astucia para obtener la verdad que se esconde en esos susurros. Cuando se da la ocasión me conduce a su escritorio y entonces con amigable astucia trata de sortear sus dudas arrancándome alguna delación: “Entonces Rafael ¿oíste a esa testigo decir que vio al acusado entrar en la casa? ¿de verdad, es su amante? ¿afirmas que el abogado le sugirió que negara conocerlo? Y cuando ya le he puesto al corriente de las cosas que el no oye en sala, me mira con una amplia sonrisa y exclama: “¡Cuántas vidas habría desgraciado si no fuera por ti, Rafael!”

Esta tarde es la tercera sesión de un caso penal de sangre y mi presencia no ha pasado desapercibida para los dos otros magistrados que acompañan a Don Abelardo, ni tampoco para el resto de la gente. El fiscal, en medio de su alegato, ha detenido su discurso por un instante y su mirada hacia mí ha concitado por unos segundos la de los abogados de la defensa y de la acusación, que son muchos, y la del público, que también es numeroso.  Con mi carro de limpieza a cuestas y de pie en el umbral de la puerta, les he devuelto a todos una mirada silenciosa pero elocuente como queriéndoles decir que se está haciendo tarde y que la suerte está echada.

No he estudiado leyes pero gracias a esa habilidad de la que hablo estoy en mejor condiciones que cualquiera de estos togados para adivinar la suerte del caso, así que si de mi dependiera pondría fin a este juicio ahora mismo. Se lo hago ver a Don Abelardo con un guiño, sus ojos se cruzan enseguida con los míos y en este fugaz intercambio de miradas se acaba de establecer esa conexión de complicidad que hay entre nosotros. Con probabilidad a lo largo de los próximos días me llamará a su despacho y entonces cuando acuda a su encuentro acompañado por mi fiel escoba y mi diligente fregona, le revelaré la verdad que hay tras este caso.

El fiscal acaba de terminar y ya se ha hecho de noche. El cansancio está presente en toda la sala y va acompañado de runruneos mientras los tres magistrados parecen intercambiar opiniones en voz baja. Después de unos minutos Don Abelardo desvía su atención hacia mí con un gesto breve, apenas perceptible entre el tumulto pero lo suficientemente significativo como para captar mi atención, y a continuación dirigiéndose ya a la sala anuncia el fin de la sesión.

Con un suspiro colectivo los asistentes comienzan a recoger sus pertenencias y a abandonar el lugar, cada uno perdido en sus propios pensamientos sobre el día que acaba de terminar y lo que está por venir. “Si ellos supieran que la suerte está en mis manos” pienso en mis adentros con un halo de fingida modestia mientras observo desde mi posición con una mano firmemente aferrada a la escoba y la otra manteniendo entreabierta la puerta (no tanto como un gesto de cortesía sino para dejar que escape el aire emponzoñado que todos éstos dejan detrás de mi). Desfila primero el público, seguido de cerca los abogados de la defensa y la acusación y, finalmente pero algo relegado, el fiscal, más estirado que galgo de buena casta. Al rato los magistrados se levantan de sus asientos y al pasar por mi lado inclino la cabeza con gestos reverenciales, mucho más marcados con el último de ellos con el que nos intercambiamos un nuevo guiño.

Me fascina la quietud profunda que envuelve esta sala de juicios. Cuando está vacía, como ahora, lo único que se atreve a interrumpir su silencio es el murmullo traído por la brisa al filtrarse por las ventanas. Las acabo de dejar completamente abiertas para que el aire de este sagrado espacio recobre toda su pureza, que falta le hace hoy. En ocasiones, sobre todo los días de viento, sucede que estos murmullos agitan levemente las cortinas de terciopelo cardenalicio, pesadas y suntuosas, símbolos de autoridad y a la vez testigos silentes. Cuando esto ocurre tengo la impresión de que mientras limpio hay algo etéreo a mi alrededor que me está observando; es como si de este movimiento cadencioso y ondulante de las cortinas se deslizaran formas indistintas hacia mi. Recuerdo que al principio, durante los primeros años, intentaba superar estos presentimientos cantando a plena voz, un gesto que, en el contexto sepulcral de la sala, adquiere ciertamente una connotación grotesca y a la vez transgresora.

El caso es que con el transcurso de los años esos murmullos se hicieron más apacibles a tal punto que acabé familiarizándome con la compañía de esas formas, así que cuando voy sobrado de tiempo hasta interactúo con ellas. En este propósito me siento en la silla presidencial y desde esa posición de autoridad ficticia inauguro debates fantasmagóricos con una proclama solemne: «Es el turno de la acusación». Es entonces cuando esas figuras fantasmagóricas cobran vida en mi mente en forma de nubellicas blancas que se entrelazan en un baile mudo de rezos; son argumentos, alegatos y defensas que solo el ala más desatada de mi imaginación es capaz de discernir. Entre estos espectros imaginarios el más prominente encarna la figura de la fiscal y mientras habla su silueta de contornos gráciles dibuja estelas ondeantes en el aire. Frente a ella, se alza otra entidad, una amalgama de colores y formas que se retuercen y se contorsionan con movimientos desenfadados que revelan una astucia innata y una elocuencia envidiable. Es la sombra de la defensa, aparentemente piadosa pero dispuesta a refutar con vehemencia cualquier aseveración en su contra. En un rincón apartado de la sala, se arrastra la del acusado, envolviéndolo en un manto de desconfianza y desesperación. Sus movimientos en el aire son bruscos, como si estuviera enfrascado en una lucha titánica contra un destino predeterminado e ineludible. Y detrás de él, en los bancos del público, se congrega un enjambre de espectros que revolotean en el espacio con frenesí, algunos clamando por su condena, otros por su absolución. De vez en cuando atempero su entusiasmo con un golpe sobre la mesa, recordándoles con voz firme: «¡Silencio! ¡La justicia es una cosa seria!»

He terminado de limpiar la sala. Está impecable, pronta para recibir el juicio más exigente. Con esta sensación de orgullo marcho deslizando el carrito de la limpieza con suavidad como un sacerdote retirando los elementos sagrados tras una ceremonia. Antes de salir me detengo un instante en el umbral de la puerta para echar una última mirada, un gesto de despedida hacia esas sombras que vuelven a cobrar vida propia antes de desvanecerse en la oscuridad. “Mañana será otro día. Descansen en paz”.

La justicia es una cosa seria, pienso mientras avanzo lentamente por el pasillo contemplando como las columnas se inclinan para reverenciarme.

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