Si no puedo conciliar a las fuerzas celestiales, recurriré a las de los infiernos
Me trae esta vez aquí un sorprendente hallazgo que en una primera aproximación relaciono con la idea atribuida originariamente al magistrado Oliver Wendell Holmes:
«el Derecho es una profecía acerca de lo que los tribunales harán en concreto«.
En un proceso judicial cada uno de los litigantes soporta una carga tensional que se manifiesta en el transcurso del mismo de distinta manera. Ya en su inicio se percibe la conducta del rival como una agresión cuyos efectos se experimentan con la angustia típica de una situación competitiva. En la expresión “dramatización de los orígenes del proceso” empleada por los historiadores del derecho, se condesa precisamente esta vivencia equiparable a la de una lucha física en la que ambos contrincantes se ven expuestos a la inquietud de la incertidumbre de su desenlace.
Los abogados al estar en contacto directo con los clientes percibimos las manifestaciones externas de esta angustia: alteraciones somáticas, testarudez, desconfianza paranoide, altanería, correos electrónicos o mensajes compulsivos del tipo ¿creé que ganaremos el juicio?… Desde el punto de vista psicológico no tienen nada de extraño si tenemos presente que el conflicto jurídico, a fin de cuentas, supone algo así como la exposición diferida pero incierta a una amputación del “yo”. Por su parte, para el juez estos efectos colaterales del pleito suelen permanecer ajenos a sus ojos, pero aún y así esta tensión emocional del proceso también le afecta, en tanto que como persona humana le es difícil desprenderse de su propia subjetividad y está expuesto también a un combate de tipo dialectico con los abogados.
El problema para los abogados es que, por lo general, carecemos de preparación para tomar en consideración esa clase de vivencias como parte de un fenómeno más al alcance de los conocimientos de un psicólogo clínico. Esto es algo que rebasa los límites de nuestra esfera profesional e incluso el umbral de nuestros conocimientos. El cliente acudirá a la sala de vistas cogido de nuestra mano y cargado de poderosos argumentos y razones, pero bastará el fugaz destello de una mirada despiadada del juez para que sobreactive los síntomas orgánicos y funcionales manifestados durante la víspera del juicio. Pero poco podremos hacer para que vuelva a conciliar el sueño.
Llegados a este punto, sobrevivir con la incertidumbre en este trance hasta el desenlace final puede resultar para el cliente demasiado angustioso para combatirlo a base de constantes mensajes a su abogado (¿se sabe algo?, ¿cuándo creé que llegará la sentencia?, ¿no le parece que está tardando mucho?). Pero raramente llegará al extremo de tener que acudir al psicólogo. De ahí que al socaire de este vacío hayan florecido históricamente algunas prácticas que si algo tienen en común con esas posturas más radicales de la escuela del realismo jurídico norteamericano es que, con muy distinto fundamento y eufemísticamente hablando, conciben también el Derecho como una profecía. Esto tiene mucho de mágico, como lo que leí hace unos días.
Resulta que en internet hay unos chamanes que haciendo a su manera apostolado del evangelio de San Pedro (¡Dichosos si sufren por causa de la justicia!) se anuncian ofreciendo “hechizos para ganar un juicio, con ingredientes baratos y de manera casera, para que aumentes casi al 100% las probabilidades de ganar ese Juicio”. La oferta de sus sortilegios, a modo de una cura para adelgazar, es multidisciplinar, adecuada a la tipología del pleito: los hay laborales (“para revolver situaciones relacionadas con despidos, indemnizaciones, etc. Además, si estás en mitad de un Juicio Laboral te quiero recomendar que consultes también el poderoso Hechizo Para Dominar a un Jefe”), matrimoniales y otros más domésticos con hechizos específicos (“para espantar a unos vecinos molestos, lo mejor es usar la Poderosa Pimienta Voladora”). En cuanto a la pócima benefactora, en su recetario hay una que incluye azúcar e hierbas “relacionadas con la suerte en el ámbito legal, como perejil, laurel o ruda”, y como útiles cosas diversas (frasco, rotulador de tinta negra, una vela y una llave). Otra está hecha a base de aceite de romero, hojas secas, velas naranja y negra, una balanza, un platillo y una oración al juez justo en la que hay que decir entre otras cosas “a cualquier lugar que yo vaya, que las manos de la Justicia me lleven”. Sobre los pormenores del ritual a seguir tal vez mejor obviarlo a riesgo de incurrir en alguna imprecisión que dando al traste con los propósitos trajera algún infortunio a algún incauto lector. Tan solo diré que las instrucciones son prolijas en detalles, a tal punto que se recomienda la práctica del ritual en un día claro y despejado, “luciendo el astro rey en el firmamento para recibir sus bendiciones y ganar el Juicio”.
Encomendar a lo sobrenatural la restauración del orden jurídico perturbado poco tiene que ver con nuestra concepción de la sentencia como producto de un silogismo. La resolución de un conflicto secundum legem es hoy la forma más racionalizada de impartir justicia, pero la historia nos enseña que las cosas antes del advenimiento del racionalismo no siempre fueron así. Hubo un tiempo donde la lógica cartesiana y la causalidad más celebrada en nuestros días venían precedidas de otra clase de cosas, como cuando se confundía al juez con el sacerdote o con el auríspice que se inspiraba en la superstición y en la magia, leyendo la motivación de sus sentencias en el vuelo de los pájaros o en las vísceras de una víctima inmolada. Las ordalías, el juicio de Dios o la prueba del fuego, fueron otro ejemplo de la incorporación al juicio de fuerzas superiores. El juez Bridoye de Rabelais se hizo famoso por que decidía en función del peso de los escritos presentados por los litigantes después de pesarlos en una balanza.
Una vez que he visto, revisto, leído, releído, papeleado y hojeado las demandas, comparecencias, exhortos, alegatos, (…) coloco sobre el extremo de la mesa de mi despacho todo el montón de papeles del demandante y le tiro los dados (…). Una vez hecho esto, pongo sobre el otro extremo de la mesa los papeles del demandado (…), al mismo tiempo que tiro también los dados. (…) La sentencia es dictada a favor de aquel que primero consiguió el número más favorable en el dado judicial, tribunalicio y pretorial (Rabelais F., Pantagruel, Libro Segundo [1521].
Y qué decir del procedimiento que un viajero etnólogo refiere haber visto utilizar por una tribu salvaje, habitante de las riberas de un lago africano, descrito así por Calamandrei:
Cuando surgía un litigio, los dos contendientes eran atados a dos maderos plantados en las proximidades del lago, a igual distancia de la orilla del agua, y allí eran abandonados en espera de la sentencia. A poco se veía surgir de las ondas al juez, un caimán viejísimo educado en este oficio, el cual, después de haber considerado la situación, se arrastraba lentamente hacia uno de los postes. El litigante al que le tocaba ser devorado, perdía la causa (con la correspondiente condena en costas).
Pero incluso en la actualidad podemos encontrar lugares en los que la administración de la justicia convive con lo sobrenatural. Por citar un caso es lo que ocurre en el mundo andino con el especialista ritual o yatiri, intérprete y difusor de la ley, que oficia ofrendas rituales por encargo de los detenidos el día anterior a la sentencia para favorecer su proceso de excarcelación o por lo menos una significativa reducción de la pena.
Voltaire, en sus comentarios al enciclopedismo, refiere a este tránsito hacia el racionalismo al señalar a propósito de la brujería que “la filosofía logró curar a los hombres de tan abominable quimera, así como enseñar a los jueces que no deben sentenciar a que mueran en una hoguera los imbéciles”. Pero, me pregunto, quién no ha encendido alguna vez una vela a un Santo, o no ha sugestionado la suerte de una causa con algún fetiche o talismán. Leí en una ocasión el caso de un abogado que no se cambiaba de traje hasta que perdía un caso, y de otro que siguiendo los ritos de algunos futbolistas se santiguaba al entrar en sala. Y, sin embargo, esta suerte de supersticiones están al fin y al cabo cargadas de la misma sobrenaturalidad que la Poderosa Pimienta Voladora.
Esto que parece tan fantástico y a la vez absurdo sigue conquistando y dominando la mente humana, y da cuenta de los comportamientos extremos a los que puede alcanzar, incluso a las mentes más juiciosas. La explicación, entre algunas, es que estamos atraídos por aquella tentación expresada en la cita de La Eneida virgiliana que sirve de frontispicio a La interpretación de los sueños de Freud: «Si no puedo conciliar a las fuerzas celestiales, recurriré a las de los infiernos». Pero en realidad esta tentación no es más que una especie de mecanismo de defensa a través del cual sublimamos la falta de control e impotencia frente a ese estado de incertidumbre.
Si al final resulta que la sentencia no se encantó con el hechizo, al cliente que acudió en su socorro le queda como consuelo pensar que cargó demasiado laurel al brebaje mágico o que erró al apiadarse del Santo (el apropiado para las causas perdidas es el apóstol San Judas Tadeo). Claro que siempre le queda la posibilidad de racionalizar ese fracaso acudiendo a la sabiduría del proverbio: la sentencia es injusta, no importa.
Habent sua sidera lites.