¿Cómo podemos cuestionar la idea de delegar la justicia en entidades o algoritmos desprovistos de humanidad, carentes de empatía y discernimiento ético, cuando, de manera contradictoria, estamos reduciendo la justicia a un simple proceso estadístico, despojándola de su esencia fundamental?
El mito griego que presenta a Sísifo condenado a empujar una roca cuesta arriba solo para verla caer una y otra vez, refleja hasta cierto punto la vivencia de muchos abogados. A veces al recibir una sentencia y leerla experimento la desalentadora sensación de que mi dedicación al exponer los argumentos en el juicio o en un recurso han tenido el mismo impacto que una simple mancha insignificante de tinta. Quien más, quien menos, habrá experimentado alguna vez una impresión parecida.
En el panorama contemporáneo de la abogacía aún existe un rincón reservado para aquellos que, con un profundo compromiso hacia la profesión, dedicamos con tesón nuestro valioso tiempo a la defensa de los clientes. Este espacio singular de nuestra vida, donde se revela la nobleza de nuestro compromiso profesional, la identifico, en una apretada comparación, con esa manera tan evocadora como la descrita por Piero Calamandrei:
Si en las altas horas de la noche, los juerguistas, al regresar a casa, pasan bajo la ventana de un abogado, la verán iluminada; el abogado, allí, a su mesa, y en la tranquilidad de la noche, redacta para la amada que le disputa un rival, cartas ardentísimas, prolijas, enfáticas y fastidiosas, como todas las cartas de amor; esas cartas se llaman demandas, recursos o conclusiones, y esa amada se llama la Corte.
Si en una biblioteca pública veis a un abogado que saca de los estantes, entre nubes de polvo, viejos librotes, que nadie consulta, es que busca ciertas fórmulas mágicas, descubiertas en siglos lejanos por viejos cabalistas, que le han de servir para vencer por encanto los desdenes de su bella esquiva: la Corte.
Vaya por delante que esta imagen poética de la abogacía, en la que se revela la dualidad de la profesión como una combinación de habilidad técnica y artística, donde la lucha por la justicia se asemeja a una danza encantadora con el Tribunal al igual que la pareja en un baile complejo, poco tiene que ver con el espíritu en el que se desenvuelve hoy la justicia. Pongo en duda que lo fuera en otros tiempos. Pero, a lo que voy, precisamente sea por razón de este espíritu o, digamos mejor, por esos nuevos aires traídos por la postmodernidad, lo que contribuya a esta sensación de futilidad que experimentamos al comprobar que una parte de la judicatura parece estar más interesada en la estadística o en eso llamado «módulos de productividad», una noción que destila el hedor del mercantilismo más voraz y da pie a una imagen tremendamente desalentadora de la justicia. A este fenómeno responden esas sentencias carentes de la más absoluta motivación, cuando no incongruentes o cuya parte dispositiva parece haber surgido a ciegas como fruto de un simple arbitrio. A las que flaco favor se las hace por cierto en instancias superiores cuando, ya por la necesidad de resguardar las apariencias de nuestro sistema judicial, ya por un simple sesgo de conservación, se opta por confirmarlas en ocasiones a base de virtuosos y retorcidos encajes.
A propósito de estos módulos a los que acabo de referirme, parece que son vigilados con lupa, o mejor dicho, con el látigo, por un escueto y a menudo implacable servicio de inspección a quien solo le atañe la resolución en masa, como si, en la jerga judicial, su único cometido fuera «sacar papel a toda costa». Todo para cuando llegue el momento de pasar cuentas a la ciudadanía el ministro de turno pueda proclamar a los cuatro vientos que nuestra justicia va mejor que nunca. Y para este propósito nada mejor que un sistema de incentivos, denominado irónicamente «variables», que ofrece remuneraciones más bien vergonzosas donde la cantidad prevalece sobre la calidad de la respuesta jurídica.
A pesar de que a los magistrados se les encomienda el deber supremo de garantizar la justicia, soy consciente de que la realidad diaria los sume en maratónicas jornadas de vistas y juicios; como también que en muchos casos este desbordamiento de trabajo les lleva a sacrificar su descanso, su atención a la familia y, en fin, a tener que sumergirse en una vorágine que erosiona su calidad de vida. No obstante aunque esta perspectiva íntima revela la nobleza de su sacrificio, para el ciudadano común, cuya pérdida en un litigio puede equipararse emocionalmente a la amputación de un miembro vital, apelar a tales detalles personales resulta de escasa utilidad. Y a mi, profesionalmente hablando, me ocurre otro tanto de lo mismo.
En este contexto se torna imperioso reflexionar sobre la esencia misma de la justicia y su propósito fundamental en la sociedad. La justicia, en su máxima expresión, no debería limitarse a ser una fórmula mecánica que procesa casos tal cual. Debe ser un vehículo para la protección de los derechos de los ciudadanos. La instrumentalización de la justicia como un simple medio para cumplir cuotas o estadísticas resulta no solo desalentadora para los abogados comprometidos, sino también inquietante para el ciudadano que deposita su confianza en un sistema que, en apariencia, lo reduce a una mera cifra. Quizás, al igual que Sísifo, la verdadera victoria para los abogados no radique en alcanzar la cima, sino en el constante esfuerzo por llegar a ella. Sin embargo, insisto, esta filosofía brinda escaso consuelo al cliente si al final del arduo trayecto acaba teniendo esa misma impresión.
En fin, tenemos que alzarnos frente a esta peligrosa tendencia que nos está llevando a convertir el sistema judicial en una suerte de maquinaria de resoluciones expeditas, donde la excelencia y profundidad de la justicia se ven comprometidas en aras de la mera cantidad de casos resueltos. Si no nos alzamos ante esta peligrosa corriente, podríamos encontrarnos en un futuro, o quizás más pronto de lo que anticipamos, con nuestras salas de juicio presididas por máquinas de inteligencia artificial. Y, lo peor, sin argumentos para oponernos a este escenario porque, vuelvo a preguntarlo: ¿Cómo podemos objetar la idea de confiar la justicia a entidades o algoritmos carentes de dimensión humana, desprovistos de la empatía y el discernimiento ético cuando, de manera paradójica, estamos despojando a la justicia de esta esencia al convertir los procedimientos en un mero número estadístico?