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Desayuno con un abogado

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La paradoja de Jevons

¿Qué puede hacer un hombre normal, no demasiado místico ni alienado, si de repente alguien lesiona sus derechos?

Más o menos puede hacer alguna de estas cuatro cosas. La primera, aguantarse; esto es, lo que se dice «morderse la lengua». La segunda, tomarse la justicia por su mano. La tercera, transigir, llegar a un «mal acuerdo» (porque los «buenos arreglos» sólo pueden darse entre gente igual, y sabido es que existen en este mundo demasiadas desigualdades que impiden que el arreglo pueda resultar equivalente). Y, la última, someter sus desavenencias al juicio o la mediación de un tercero imparcial (juez, árbitro, mediador…), a base de un diálogo y de unas reglas organizadas.

Si este imaginario hombre normal acude a la vía judicial conociendo de verdad la sintomatología que padecen actualmente nuestros juzgados, de él se podría decir que es un incauto. Una sensación parecida a la que probablemente habrá despertado el protagonista de una noticia ampliamente difundida acerca del amparo que ha instado ante el Tribunal Constitucional un ciudadano de Sevilla. Tiene que ver con una demanda laboral por daños y perjuicios presentada a mediados de 2021 y el agravio por el que reclama dicha tutela consiste en que su juicio se ha señalado para noviembre de 2024.

Este suceso, salvedad del coraje de su protagonista, no tiene nada de singular pues ya sabemos que la dilación de los juicios junto con otras imperfecciones forma parte de un fenómeno muy extendido y arraigado en la conciencia social. Fenómeno cuya mayor «contribución» es haber enriquecido el folklore jurídico español con la maldición de la gitana y con una rica variedad de ancestrales refranes: «Pleito y suegra en casa ajena», «Pleitos tengas y los ganes», «Cada pleito lleva cuatro almas al infierno», «Más vale un mal arreglo, que un buen pleito», «Quien anda en demandas, con el diablo anda», etc.

Este legado cultural sigue siendo representativo de una buena parte del sentir actual de la gente, exponente a su vez de la mala salud social del pleito. Y esto, como ocurre con las obras humanas imperfectas, lo hace blanco para la más mordaz ironía. En esto, por cierto, mucho tienen que decir los descubrimientos del psicoanálisis en la mecánica de los chistes como medio de liberación de la represión. Pero lo llamativo del caso, como escribí en una ocasión anterior, es que por más que un juzgado señale el juicio a un año vista o a un juez se le arquee la espalda por atender el triple de juicios de lo que es capaz, no por esto ni por agravios similares esta represión se manifestará en la calle, o con la ocupación de los juzgados, con cartas a un periódico o con interpelaciones con espoleta al ministro de justicia. Tampoco se trata, válgame Dios, de alentar a las disposiciones del capitulario 765 de Carlomagno, que ordenaba:

«cuando el juez tarde en dar sentencia, el litigante irá a aposentarse en su casa y vivirá en ella a mesa y mantel, a expensas de aquél»

La lentitud, vaya aquí por delante, es cosa de todos, también de los ciudadanos particularmente pendencieros que recurren a la justicia unas veces por simple querulancia, otras por un placer narcisista, otras mal aconsejados y, también con frecuencia, movidos por puro diletantismo. Pero, dicho esto, por más que haya existido siempre un claro convencimiento acerca de la necesidad de remediar esta disfunción de la administración, la verdad, a la vista de los resultados, es que las dilaciones siguen persistiendo.

A estas alturas pienso que se trata de un mal sin remedio. Esto es, que ni con más medios, mejores sueldos, un personal mucho más motivado y vocacional, o con una legislación mucho más severa frente a esa clase de comportamientos (por ejemplo, con un sistema de astricciones que fuera cual fuera la tardanza de la sentencia su eficacia resultara la misma), conseguiríamos, digo, borrar de nuestra tradición esos tópicos proverbiales.

Creo que la explicación de este fenómeno tiene algo que ver con la paradoja de Jevons, conocida como efecto rebote. Su descubridor, el economista y filósofo inglés William Stanley Jevons (1835-1882), sostenía que a medida que el perfeccionamiento tecnológico aumenta la eficiencia de un recurso, es más probable un aumento del consumo de dicho recurso que una disminución. Un ejemplo de esto se da con los coches eléctricos, que si bien se insinúan como una la solución al problema ambiental, no es así, porque la percepción de que contaminan menos crea una demanda mayor en el uso de la electricidad, desencadenando un alto consumo. Trasladado al ámbito judicial, la paradoja vendría a significar que cuanto mayor sea la eficacia de nuestra administración de justicia, el retorno en términos de valor percibido por el ciudadano incrementará la tasa de litigiosidad, lo que implica mayor necesidad de medios.

Desde el plano psicológico, sobre el que quiero detenerme ahora, la lentitud de la justicia es, junto con otros, un factor capaz de alterar el efecto emocional típico de cualquier experiencia competitiva. Y el proceso judicial es una de entre ellas. Esta endémica lentitud de la administración a veces, como nos recuerda Prieto Castro, llega al extremo de «hacer perder a los justiciables hasta la noción de lo que en una fecha lejana empezaron a pretender». Todo este tiempo durante el que transcurren toda una serie de actos intermitentes, con largos períodos de inactividad, termina al fin fatigando a los contendientes, en algunos casos haciendo desaparecer el impulso agresivo, en otros también su causa, esto es, el interés inicial. Esto, paradójicamente, podría interpretarse como un mecanismo apaciguador de pasiones, pero atribuir a la lentitud de la justicia esta virtud es una forma muy pedestre de tratar el problema psicológico que acompaña al ciudadano, porque tanta pasión hay en la agresividad que se va como en el resentimiento que se queda.

Si acaso, bien mirado, la lentitud, como ocurre con otra clase de variables que dejo aquí de lado (como el coste económico del proceso), tiene cuando menos la virtud, psicológicamente hablando claro está, de que suele operar como un mecanismo de racionalización que permite al sujeto desistir de su empreño sin perder su autoestima. «¡Bah, para lo que reclamo, no vale la pena tantas molestias»! Pensamientos como este hacen que la tasa de litigiosidad sea baja dando con ello una imagen de cohesión social totalmente equivocada pero estadística ejemplificante. Porque, pregunto: ¿A dónde van a parar los resentimientos del resto de los conflictos que no llegan a los tribunales?  

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