«Si no hay tiempo para estudiar el caso, sacas la sentencia y ya está«
Escribo estas líneas a propósito de la entrevista a un juez de un Juzgado de Primera Instancia publicada en el portal del diario «Cinco Días». El titular, en palabras suyas, es de una franqueza conmovedora, pero a su vez desgarradora:
«Si no hay tiempo para estudiar el caso, sacas la sentencia y ya está«.
Para quienes estamos familiarizados con el funcionamiento de los juzgados los datos mencionados en esta entrevista sobre las cargas de trabajo avalan este desánimo y el escepticismo con el que muchos acudimos cada día a los tribunales. Para que el lector no tan cercano a esta realidad se haga una idea creo que bastará con traer aquí alguno de los datos proporcionados por este juez: jornadas laborales de hasta 50 horas netas semanales, una sobrecarga de trabajo que alcanza el 200%, una preocupante brecha en la ratio de jueces por ciudadano, situada en 5.700 frente a una media europea de 8.800 y señalamientos judiciales con un promedio de 690 días que contrasta drásticamente con los 350 días en Europa.
Es alarmante conocer que esta persona se enfrenta a esta sobrecarga de trabajo, sobre todo porque, según reconoce, condiciona su capacidad de acierto en un rango entre un 3,5 y un 3 sobre 10. Esto, se convendrá, es tanto como asumir que la mayor parte de sus decisiones carecen de la calidad y precisión que se espera de una tutela judicial de la que se predica que ha de ser efectiva.
Por supuesto, al ciudadano que acude a este Juzgado confiando la solución de su conflicto no se le informa de antemano de este panorama tan desolador, ni se le pide que se resigne a la suerte de esta estadística como a quien se le pide que se muerda la lengua. Tanta franqueza sería algo así como una noble invitación a evitar esta realidad judicial que, a partir de ese 3, abandona las esperanzas de los ciudadanos en un limbo de resentimiento. Esto es, «dé usted media vuelta y vuelva en otra ocasión mejor».
Desde una perspectiva psicológica, en mi opinión, la revelación pública por parte de un juez de lo que es un secreto a voces me parece admirable. Le dignifica porque dice mucho del grado de perfección que se ha autoimpuesto, pero revela a su vez lo que debe ser un angustioso enfrentamiento diario con el superyó; esa voz interna que a muchos nos juzga, nos exige cumplir en nuestro trabajo con estándares imposibles y que, superados por la impotencia, nos acaba condenando con el paso del tiempo a un estado de resignación. Esa que por lo que concierne a mí me hace encajar los hombros y me exige inspirar profundamente al salir de los juzgados,
Me gustaría pensar que, desde el Juzgado de Primera Instancia e Instrucción n.º 1 de Lugo hasta el de San Bartolomé de Tirajana, donde imagino que las penas y desdichas son similares, el espíritu de este juez está presente, tal vez no en todos, pero sí en muchos de sus titulares. Por ello me atrevo a sugerir a todos estos jueces y juezas que consideren la posibilidad de liberar este espíritu con la misma valentía. Si no tienen la misma oportunidad de expresarse a través de un periodista se me ocurre que podrían añadir al final de sus resoluciones una nota que diga: «Las carencias y limitaciones de este Juzgado han impedido cumplir con los plazos y estándares de calidad que su redactor desearía«.
Si han dedicado sus vidas a luchar día tras día, hombro a hombro, contra las deficiencias del sistema, es mejor que lo hagan con absoluta transparencia y honestidad, ya que estos son valores tan importantes como la imparcialidad misma. Es probable que haciéndolo experimenten como el juez en esta entrevista una especie de catarsis, de consuelo interno, que poco contribuirá a solventar esas imperfecciones pero cuando menos les permitirá, que ya es algo, liberarse de ese tóxico sentimiento de culpa al que les abandonan los políticos. Además, estoy firmemente convencido de que mediante este ejercicio de franqueza lograrán dignificar su imagen y evitar los agravios con los cuales suelen ser criticados por las partes perdedoras en un litigio.
Recuerdo una ocasión particular con motivo de un despido en un juzgado de Terrassa. Al llegar a la sala de vistas me sorprendí al ver cómo el listado de los señalamientos se extendía desmesuradamente hasta casi rozar el suelo. Tenía fijado el mío, el 20, precisamente el último y a una hora decente, es decir, con tiempo para almorzar dignamente. Pero cuando al fin entramos la tarde ya había oscurecido. Lo llamativo del caso, y por esto lo recuerdo vívidamente, es que la expresión facial y la postura del juez en cuestión no sugerían, como sería de esperar, un estado de agotamiento físico y emocional que generara una idea de desconfianza. Toda una ingenuidad, porque este juez que parecía haberse tomado al pie de la letra aquello de que la justicia tardía no es justicia, no era por supuesto una proeza humana y lo único que logró es trasladar una simple imagen plástica de aparente compromiso.
Personalmente me congratulo, si bien con una sonrisa que apenas logra disimular mi incredulidad, de los esfuerzos actuales del legislador por promover los medios alternativos en la resolución de conflictos. Pero esto es como vendar una herida profunda con un simple parche adhesivo, una resignación tácita, una admisión sutil pero innegable de que los males sistémicos que aquejan al sistema tienen cuerda para largo. Porque si ha existido casi siempre un sincero convencimiento para remediar las tremendas disfunciones de la administración de justicia, a la vista de los resultados en algún momento habrá que admitir la impotencia para conseguirlo antes de esconder hipócritamente la cabeza bajo el ala y seguir consumiendo recursos presupuestarios.
Rendidos a esta realidad inmutable parece que ya no queda más opción que proponerle al ciudadano una invitación grotesca, que suena a ironía descarada: «Antes de acudir a los tribunales le recomendamos acuda usted a un mediador o conciliador y transija con un acuerdo».