Doña Vicenta me tomó de la mano para guiarme de nuevo hacia el interior del patio y desde allí avanzamos hacia otra estancia al pie de uno de los torreones. Ahí cogió un candelabro, encendió con agilidad un par de velas y con esta poca lumbre empezamos a subir por una escalera en forma de espiral. Ella iba primero alumbrando el camino con una tenue luz titilante, yo la seguía a trompicones por cada peldaño y detrás de nosotros un par de sombras humanas que parecían cobrar vida alargándose por los costados curvilíneos como espectros acechantes. A cada peldaño que daba no dejé de observar de refilón la imagen de la guadaña proyectada en las paredes cóncavas de la escalera. Era como si me siguiera y, diré más, a medida que avanzábamos parecía alargarse sobre mi con una actitud cada vez más amenazadora. Cuando llegué exhausto al último escalón noté la punta afilada de esa sombra ominosa y tuve la impresión de que iba a decapitarme. En medio de un silencio opresivo miré hacia atrás y chillé.
La condesa, desconcertada, se volvió hacia mi. Me hizo callar con un gesto delicado pero firme, apretando su dedo índice contra mis labios en un gesto que parecía más un ruego que una orden. Sorprendentemente al volverme hacia atrás lo único que vi fue la escalera de caracol extendida ante mí, retorcida y sombría como mi propia mente.
Con mucho sigilo ella se acercó a una puerta. La deslizó y lentamente se fue abriendo acompañada de un quejido fantasmal. La oscuridad se cernía en aquella estancia con una pesadez palpable. Ni un solo murmullo rompía su quietud sepulcral, como si el tiempo mismo se hubiera detenido en ese lugar. Entonces apagó una de las velas con un hábil soplo y seguidamente, con su mano apoyada en mi hombro, me empujó hacia adelante. Apenas di un paso en aquella negrura lo único que percibí fu el aroma, o más bien el hedor, que impregnaba el aire era una mezcla nauseabunda de humedad rancia y un rastro de decadencia que flotaba en el ambiente.
-No veo nada.
Al decir esto sus labios rozaron mi lóbulo provocando un escalofrío por toda mi espalda.
-Acérquese más, abogado… un poco más.
Avancé, más apenas di un paso su mano se aferró a mi hombro con una firmeza que parecía desafiar mi valentía. Me quedé suspendido en el umbral, atrapado en la incertidumbre como si con su gesto me estuviera advirtiendo de un inminente peligro.
-Los despertará abogado – siseó con sus labios pegados a mi lóbulo.- Vaya más despacio.
-Mejor nos vayamos – dije girándome hacia ella y articulando las silabas espaciosamente.
-¿Le pasa algo, abogado? …¿no quiere verlos?
-¿A quién… señora? – pregunté con la rogativa de que me sacara de ahí.
-Pues… ¿Quién va a ser abogado?.- Me miró desconcertada y ninguneándome con la cabeza haciéndola ir de un lado a otro. – Bernadette, Fleming, Nick, Andy, Frank, Rosemay, Annabelle, Meggie, Beatrice Jerri, Ted, Jack… Jaida, Marian … Marcus, John, Tom, Wynona y Whitney.
-¿Y Jeff?
-También. Siempre…siempre se me olvida – se llevó la mano a la cabeza.
-¿Y los otros?
-¿Los otros?… ¡ah!… se refiere a Enzo, Abril, Eros, Aledias …
-No siga señora – le supliqué con el brazo recostado en la pared y el cuerpo casi desplomado por el suelo.
-Están en el otro torreón. ¿Quiere ir?
-No..no.. descuide. ¿Pero que tiene aquí metido con este pestilente olor?
-¡Oiga!… un respeto por Bernadette, Fleming, Nick …
-¡Por Dios, Vicenta!… ¡pare de una vez con su matraca de nombres! – le interrumpí con un chillido a pleno pulmón.
-No levante la voz– susurró sin apenas inmutarse por mi desconsideración y alargando su dedo índice en mis labios.
-Vale …- le aparté la mano -, ¿pero me puede decir quien hay aquí dentro?
-¿Cómo dice?. Alce algo la voz que no le oigo.
Me faltaba aire y mi cuerpo languidecía ya por los suelos, fundido en la idea de que después de tan azarosas vivencias había logrado escapar de los truenos pero para caer finalmente en los relámpagos.
*
Por la mañana me sentía como un zombi, exhausto y abrumado por los acontecimientos que habían tenido lugar en el camino de regreso. Sin embargo, por el momento, prefiero dejar esos episodios en el misterioso cajón de relatos pendientes, para narrarlos en otro momento.
Feli, mi fiel secretaria, no tardó en percibir mi estado de ánimo en mi rostro fatigado. Sin decir palabra, apenas crucé el umbral de mi despacho, me trajo un ibuprofeno y un vaso de agua fresca.
Me dejé caer en mi silla y agradeciendo su atención me tomé el analgésico con un sorbo de agua. Después de un momento de alivio, rompió el silencio:
-¿Cómo fue con la señora Vicenta? – preguntó con voz suave, consciente de que mi respuesta podría remover mi atribulado estado físico y mental.
-Fatal… – suspiré.
Tenía sobre la mesa anotada la llamada de Don Emilio y al verla recuperé la visión de los aspavientos con los que se había despedido la tarde anterior. La trama de ese caso, que hasta entonces había permanecido apartado de mi mente, comenzó a recobrar terreno. Pero justo cuando le daba vueltas a una posible solución una imagen fugaz se coló en mis pensamientos. Eran los ojos profundos de doña Vicenta convertidos en un espejo de su apenada alma cuando nos despedimos. Recordé entonces las gesticulaciones y gestos efusivos con los que acompañé mi despedida, absolutamente ajenos a la naturaleza serena y comedida que acostumbro a mostrar en los juicios. Dubitativo, me cuestioné ese inusual despliegue de fervor y si aquella mujer continuaría confiando en mí.
Estaba profundamente apenado y para aliviar mi ánimo me levanté. Empecé a dar pasos errantes por el reducido espacio de mi despacho trazando círculos en el suelo de madera.
Fue entonces, en ese momento de abatimiento, cuando un susurro de alas quebró el silencio. Una paloma, con su plumaje de blancura inmaculada, se posó en el umbral del balcón, como un mensajero celestial descendido del cielo. Sus ojos, dos luceros en medio de aquel semblante alado, irradiaban una mirada tierna y serena que me cautivó de tal manera que iluminó mis pensamientos.
«Claro que – rumié sin dejar de dar vueltas y llevándome la mano a la barbilla –, instituir herederos a unos periquitos y a unas tortugas podría ser objeto de un profundo estudio. Pero – me recliné sobre la mesa dejando recostar una mejilla sobre mi mano -, lo del fideicomiso de Arlet, Beatrice y Sibila podría dificultar las cosas”.
Cogí entonces un papel y empecé a escribir: “Bernadette, Fleming, Nick, Andy, Frank, Rosemay, Annabelle, Meggie, Beatrice Jerri, Ted, Jack ,Jaida, Marian, Marcus, John, Tom, Wynona, Whitney …”. ¡Y el pobre “Jef”…claro!. Para éstos, el palacio y las tierras. Para Enzo, Abril, Eros, Aledias, Nil, Arlet, Sibila, Tanit, Otto, Zenda, Abba, Drac, Brais, Guim, Jano, Kilian, Milos, Uriel, Zigor, Joel, Paris, Drac, Nero y Guim…”. Me quedé pensativo sin terminar la frase.
-Feli.
-Dime.
Llama a la Sra. Vicenta, y pregúntale que tiene pensado dejar a Bernadette y compañía .
-¿Bernadette?