Mientras se reía, yo empecé a tener claro que ambos personajes resultaban demasiado extravagantes para beneficiarse de la herencia, aun cuando no era cuestión de confiarse porque igual eran de esos que por debajo de las apariencias le cuentan los pelos al diablo.
-Mire si es tonto, que cuando tiene tos se rasca la barriga…– mencionó retirando la vista del menesteroso y con la undécima palmadita en mi pierna como si quisiera enfocar nuestra atención nuevamente en la conversación. – ¿Por dónde íbamos?
-Por la parte de la herencia que querría otorgar a favor de Bernadette, Fleming, Nick …
-… Andy…siga, siga…Frank …– comencé a decir. Entonces ella se acercó de nuevo a mí para llenar el espacio entre nosotros con susurros animados en mis oídos, como si quisiera avivar mi memoria. Sus labios estaban tan cerca que podía sentir su aliento mientras hablaba: «Verá como de aquí poco le saldrán de un tirón … me gusta usted». Contuve mi emoción, manteniendo una expresión imperturbable en mi rostro como un buen abogado sabe hacer en los momentos más tensos en la sala de juicios.
– No la defraudaré – contesté tratando de mantener firme mi voz.
-Espere a que hablemos de sus honorarios –. Vicenta sonrió y recostó su mano ligeramente en mi entrepierna. Noté un sobresalto en mi interior y la sensación de que la atmósfera en aquella estancia se acababa de cargar de una sensualidad inesperada, como si en el interior de aquel lugar hubiera despertado una sorpresa hasta ahora oculta. Un nuevo relámpago dejó al descubierto a Rodolfo con unos ojos enormes que parecían ensanchados por toda la ventada.
– Pero dígame … ¿cree podrá tenerlo todo a punto antes de morirme? – preguntó Vicenta, retomando la conversación principal mientras dejaba escapar un suspiro. Su voz retumbó en el espacio con una mezcla de urgencia y preocupación.
-¿No hay más herederos?… ¿y a Bernadette y compañía aún no me ha dicho qué quiere dejarles?.
-Arlet y Beatrice están embarazadas, y creo que Sibila romperá aguas en un par de días – reveló añadiendo un giro inesperado a la trama de la herencia. El caso se aventuraba prolijo en riñas y disputas.
-Tendrá que constituir un fideicomiso.
-¿Un qué, abogado? – preguntó Vicenta, arrugando la nariz de un modo muy expresivo.
-Verá – le respondí, apartando delicadamente su mano hacia el sofá – si quiere …
-¡Un fideicomiso! – exclamó interrumpiéndome con sorpresa -, ¡esto es lo que hizo él conmigo!
-¿Quién?
-Mi padre. Murió justo antes de que naciera -. Su expresión cambió ligeramente por un momento y me quedé mirándola, recordando aquel retrato y tratando de nuevo de sacarle alguna semejanza.
-¿Qué mira? – se apartó la estola con coquetería. – ¿Quiere decirme algo? – preguntó con cierta cursilería, alargando las palabras y jugueteando primero con las pestañas y luego con el vuelo del vestido.
-Nada, nada …bueno, pues … – bajé de la higuera y asegurándome de que no tenía la voz entrecortada volví enseguida al asunto -. Si le parece instituiremos como fideicomisarios a sus padres.
-¿Los míos?…! están muertos, abogado¡.
-No…! – gemí y a punto estuve de darme un golpe de capón con los nudillos -, … Arlet …Betraice …y… ¿quién ha dicho que estaba a punto de parir?
-Sibila, abogado …Sibila…no me escucha usted abogado – me reprendió con voz severa pero con un punto de picardía en su mirada.
El comentario penetró como una punzada en mi atribulada paciencia.
-Le preguntaba si en tres meses podría tener el testamento.
-Si no espabilamos, y los médicos no han errado en el pronóstico … disculpe, no quería afearla con el comentario.
-Pues habrá que darse prisa – musitó apenada.
Un momentáneo silencio afligió mi ánimo y su voz haciendo tan solo audible su tristeza, pero enseguida se rehízo ocultando su pena con una aparente y fingida sonrisa.
-Tendré que volver un par o tres de ocasiones. A no ser – pensé en este momento en aquel traumático episodio en el bosque – que prefiera venir al despacho y, sin perjuicio claro, de que podamos departir el caso por mail.
-No tengo. Mejor venga usted.
-Ningún problema, pero mejor por la mañana. ¿Le parece bien?
-Perfecto. No se ha tomado ninguna galleta. ¿Quiere le traigan otro café?
-No señora Vicenta. Se lo agradezco muchísimo – contesté levantándome del sofá con la pesada sensación de haber estado postrado ahí todo un día.
Ella hizo lo propio, ayudándose de mi mano con la que me acompañó a la puerta y de ahí al portón.
Eran pasadas las nueve y afortunadamente ya no llovía. Me despedí gustoso por haber salido de aquel empedrado de infortunios que me habían traído hasta ahí, con el ánimo reconstituido, el espíritu engrandecido y con los bolsillos más engordados. Por lo bajo, mi minuta llevaba acumulados cinco dígitos y en su cálculo andaba mi mente cuando me disponía a entrar en el coche.
-¡Abogado!…¡abogado! – le oí gritar cuando me disponía a arrancar el motor.
-Venga, venga … – me pidió apremiándome desde el portón con la mano. – No hemos hablado de sus honorarios.
Al oírlo se me agrandaron las facciones de la cara, así que salí inmediatamente del coche y traté de ocultar la sonrisa mientras me acercaba a ella.
-No se preocupe – contesté fingiendo humildad –, pero cuente usted que esta herencia es compleja, por el caudal y por el gran número de herederos. Además … – seguí como quien cala un melón atento a sus expresiones, pendiente de la más mínima insinuación.
-Le escucho…continúe, que no me ha dejado aún nada en claro.
-Tenga en cuenta – me acerqué a su oído, casi susurrando –, que además de la redacción del testamento, que llevará su trabajo, luego, en paz descanse usted, habrá que cumplimentar otros trámites.
-¿Cuáles? – preguntó sorprendida y reculando unos pasos.
-Pues…la aceptación, por ejemplo. ¿Querrá me ocupe también de esto?
-¿Aceptación?
-Si.
Doña Vicenta me miró extrañada.
-Venga. Mejor hablemos dentro.