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Desayuno con un abogado

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La herencia de la condesa doña Vicenta (IV)

Al rato, después de meter su mano en la profundidad de su escote, extrajo un móvil que llevaba resguardado en el interior del sostén. Entre tanto miraba la pantalla, me fijé detenidamente en ella. Vestía al estilo de una flapper a lo Gran Gatsby, muy a juego con los pensamientos de una mujer liberal. En este punto, tengo que decir que a pesar de su edad aquel vestido de lentejuelas con sus tirantes y amplio escote, su elegante y provocador vuelo justo por debajo de las rodillas, y sus zapatos negros de tacón y unas medias de encaje del mismo color, acentuaban lo que debió ser en otros tiempos un reclamo de suspiros. Lucía joyas de moda Art Decó, con muchas capas de collares de perlas, anillos y broches a juego. En cuanto a la cara, lo que vi por debajo de la estola de un sombrero cloché entrecruzado con cintas de seda, fueron unos labios pintados a prueba de besos de carmín rojo y una boquita de piñón.

No podría ser fiel a mí mismo y cumplir con el propósito que me ha impulsado a relatar este episodio de mi vida si no revelase, en este instante, el estado de mi conciencia en aquel preciso momento. Quizás fuera el cúmulo de sobresaltos y excitaciones experimentados en el viaje, o quizás una misteriosa propiedad alucinógena en el incienso que llenaba el ambiente, pero algo sucedió mientras mis ojos se mantenían posados en su cuerpo. Pensé que aquella mujer me había convocado en busca de un encuentro apasionado y quedé todavía más atrapado en este pensamiento lujurioso cuando, con una cadencia lenta y sublime, cruzó sus piernas y me obsequió con un guiño mientras guardaba el teléfono entre sus generosos senos. Rodolfo, como se llamaba, diríase que sucumbió aún más que yo a los influjos de esas piernas medio desnudas. Un repentido relámpago dejó al descubierto su imagen observándonos por una de las ventanas de la estancia. Sus pupilas chispeaban y zarandeaban de un lado a otro como lo hacía su protuberancia, y en este estado de éxtasis acabó por deshacerse de la guadaña para dedicar su mano a una causa más desvergonzada, o así lo interpreté yo segundos más tarde con el resplandor dejado por otro relámpago.

Doña Vicenta no pasó por alto mis indiscreciones y carraspeé varias veces, como queriendo apartar mis ojos de sus piernas, cuando del encaje de las medias sacó una pitillera.

– Le he hecho venir …- hizo una pausa para encender un cigarro, la alargó con varias caladas y con la última, después de pensárselo, me ofreció su brazo para ayudarse-. Acompáñeme al comedor.

La seguí y pensando en el regreso a casa la interpelé con insinuaciones a que arrancara de una vez con el tema por el que me había hecho venir. No lo hizo porque prefirió mostrarme antes la amplia colección de cuadros que colgaban en las paredes de aquella estancia y por los que transitaba parte su vida y la de sus antepasados. Comenzó por el mismo orden necrológico con el que estaban dispuestos en la pared, veinte según conté cuando ella andaba recreándose con el primero. Era, me comentó, don Alfonso, su padre, un hombre de aspecto recio y robusto, con unas enormes protrusiones oculares y una leve deformación en la espalda que me dejó intrigado. Le seguía doña Eugenia, su madre, mucho más parecida, a quien dedicó grandes halagos y un gesto piadoso. Afortunadamente justo cuando le tocaba el turno a un viejo cubierto de condecoaraciones, nos interrumpió a lo rodón una mujer menuda que vestía de forma descuidada un delantal, una cofia y por debajo de las rodillas unas medias calzadas en unas chanclas. Al verme singularizó descaradamente con una agria mirada su enfado por haberle interrumpido el descanso y al depositar la bandeja sobre la mesa arrugó la nariz a espaldas de doña Vicenta.

-La buena de la Dolores – prosiguió reclamando mi interés sobre el retrato en el que tenía puesta la atención en ese instante. Lo miré con curiosidad, sosteniendo la taza de café en una mano mientras que con la otra me acariciaba el mentón con aire pensativo.

-¿Su abuela? – pregunté haciendo un gesto hacia el retrato.

-¿Quién? – sus ojos parpadearon momentáneamente, como si necesitara un segundo para volver a la realidad.

-La Dolores – dije, señalando el cuadro con la cabeza, mientras mantenía la taza de café cerca de mis labios.

-¡Ahhh!, no… esta es la abuela Engracia – respondió, persignándose y tomando mi muñeca con suavidad. – Verá … pero mejor volvamos al sofá, estará más cómodo para tomar café y disfrutar de estos dulces hechos por Dolores.

El aroma a café recién hecho llenó el aire a nuestro paso, mezclándose con el dulce aroma de los pasteles caseros que reposaban en la bandeja que sostenía con cuidado.

-A todos nos llega la hora y a mí los médicos me la han adelantado antes de tiempo – comentó con un tono melancólico.

-Pero si se la ve a usted…

-Déjese de halagos – me interrumpió con una expresión sombría y triste. Sus gestos eran elocuentes, sus ojos reflejaban una mezcla de resignación y pesar -. Tres meses de vida.

Coloqué la bandeja sobre una amplia mesa de mármol y nos sentamos en el sofá en un luctuoso silencio roto al rato con un golpecito en mi pierna, seguido de otros pero más suaves. Sus ojos se humedecieron momentáneamente con lágrimas tímidas y buscó el calor del consuelo en su mano acercándola a mi rodilla.

-Todavía oigo a Victoriano decirme: «Vicenta, no te alegres tanto, que antes de lo que canta un gallo estarás a mi lado» – recordó dejando escapar un suspiro de melancolía. Sus manos se aferraron suavemente al borde de su falda.

-Se querían mucho – murmuré, sintiendo la emotividad de ese gesto.

-¡Noo… para nada! – negó con rotundidad y su mirada se iluminó con un destello travieso.- El muy bribón me lo dijo en tono burlón y dedicándome esto – hizo una peineta – antes de marcharse al cielo.

-¡Vaya! – exclamé, impresionado.

-¿Quiere verla? – preguntó con un tono intrigante.

-¿Qué? – me sobresalté, sorprendido por la sugerencia.

-La foto – dijo, señalando un pequeño marco que descansaba en una mesita apartada.

Sin darme tiempo a responder se levantó del sofá para acercarme la imagen de Victoriano en su ataúd. La imagen era un tanto perturbadora pues el dedo índice del difunto estaba erguido de una manera un tanto inusual. Vicenta hizo un comentario sobre el dedo y su gesto pareció reflejar disgusto y desaprobación.

-Los de la morgue no se lo pudieron enderezar, y así se fue bien empinado en su vestido de madera. Estas cosas dicen mucho de su maldad… ¿a usted no le pagó… verdad? – preguntó, apartando la imagen como si quisiera alejar su recuerdo.

-Pues… – comencé, sintiéndome un tanto incómodo por la conversación.

-Hablemos del testamento – dijo desentendiéndose del retrato.

-Si, dígame cuáles son sus propósitos –. Mi interés pareció satisfacerla con el mismo agrado con el que se encendía un nuevo cigarrillo. Después de varias caladas y de echar una ristra de volutas arrancó por fin con el asunto.

-Enzo, Abril, Eros, Aledias, Nil, Arlet, Sibila, Tanit, Otto, Zenda, Abba, Drac, Brais, Guim, Jano, Kilian, Milos, Uriel, Zigor, Joel … – dio otra calada profunda y el humo empezó a envolvernos. Después de otra calada continuó animosamente su lista de nombres, recitándolos uno tras otro – …Paris, Drac, Nero …y.. ¡cómo iba a olvidarme¡… Guim.

Los mencionó de un tirón, de cabo a rabo, como quien recita la lista de los reyes godos. Por lo que concierne a mi, cuando iba por Abba ya había perdido la cuenta asombrado por tanta prole e imaginándome a todos estos en sus futuros encuentros legales y frotándose ahora las manos.

-A todos ellos quiero legarles todo cuanto guardo en esta casa y sus diez hectáreas.

-¿La casa también?

-Por supuesto – respondió Vicenta, cruzando las manos sobre su torso y moviendo los dedos en una actitud reflexiva. Sus gestos eran pausados, como si estuviera sopesando cuidadosamente cada decisión que estaba tomando. Luego, titubeó por un momento antes de continuar -, aun cuando – titubeó de nuevo – pensándomelo ahora mejor prefiero legar esta parte de la herencia a Bernadette, Fleming, Nick, Andy, Frank, Rosemay, Annabelle, Meggie, Beatrice Jerri, Ted, Jack y …- se detuvo pensativa haciendo esta vez rodillos con los pulgares – …¡ahh!… Jaida, Marian, Marcus, John, Tom, Wynona, Whitney y Jeff.

Mientras continuaba enumerando nombres, mis cejas se alargaron en un gesto de sorpresa. Supuse que la siguiente y última progenie de nombres correspondería a Don Rutilio, ya que haciendo cuentas, con Don Victoriano forzosamente tuvo que echarle el freno a no ser que esa mujer fuera una rareza biológica. Continuó, sin inmutarse ante mi asombro. Sus gestos eran meticulosos, y parecía que cada nombre tenía su lugar en su mente.

-A éstos prefiero dejarles aquello, y a aquellos …

-¿Cómo? – la interrumpí alzando la mano.

-Si… que la casa, estas tierras y todo lo que hay en ellas para Bernadette, Fleming, Nick … – comenzó a explicar.

-Sí, sí… – asentí con la cabeza – ¿y para los otros? – pregunté con una cada vez más creciente curiosidad sobre cómo distribuiría su legado entre tantos herederos.

Principio del formulario

-¿Para Enzo, Abril, Eros, Aledias, Nil, Arlet, Sibila, Tanit …- dejé prosiguiera echando el hígado para no perder la paciencia – …Nero y Guim…para éstos se refiere abogado?

-Si, señora – apreté los dientes.

-Ahora me hace pensar. Tal vez a Bernadette, Fleming, Nick …- siguió con la misma matraca -… y Whitney.

-¿Y Jeff? – que por ser el último, era el único que recordaba.

-¿Jeff? – repitió Vicenta, aparentemente confundida y dejando un rastro de exasperación en su voz.

-Si, el último que ha mencionado es a Whitney – volví a apretar los dientes, pero más exasperado, dejando exhibir los incisivos.

-Bernadette, Fleming, Nick, Andy, Frank …

-Déjelo, déjelo…uno más, uno menos …- murmuré, sintiéndome agotado por la interminable lista de nombres.

-¡Jeff!… ay! – sollozó con una expresión de pesar.  – Mi pobrecito Jeff. Siempre me lo dejo abogado. Fue el último en llegar. Victoriano lo trató tan mal…no se lo imagina; y sus hermanos Marcus, John, Tom, Wynona y Whitney le han hecho desde bien nacido la vida imposible. Sabe – se entusiasmó al recordarlo- con apenas un añito se nos perdió …

-Claro, con tantos es fácil descuidarse.

-¿Ha visto? –preguntó de repente, cambiando de tema y acercándose a mí de un modo intrigante.

-¿El qué?

-No se gire. Pero nos están observando, por ahí la Dolores y por allí Rodolfo – hizo un guiño primero con el izquierdo apuntando en una dirección y luego con el derecho por donde asomaba la sirvienta.

-Ya me he fijado.

-Ya ve, pelando la pava – dijo hablándome bajo cuerda -, pero son buenas personas en el fondo. Tontos pero con buen corazón. Ahí los ve – se llevó los labios a mi oído -, esperando que la vieja doble la servilleta para medrar a costa de mi herencia. Pero a mí, plin. Después de vivir a pan y cuchillo, tendrán que arreglárselas. Claro que algo les dejaré también para ellos…- Dolores pareció oírlo y no pudo esconder su entusiasmo como abeja en flor, pero inmediatamente se ablandó. – Algo encontraré para ambos en los armarios.

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