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Desayuno con un abogado

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La herencia de la condesa doña Vicenta (III)

La mansión se erguía imponente con torreones de piedra que se alzaban majestuosamente en ambos extremos y que coronados por troneras daban al edificio un aura palaciega. Estacioné en una extensa explanada y, buscando refugio, me dirigí hacia la entrada principal. En el cielo se había desatado un combate de relámpagos que con cada destello revelaba las formas del entorno. A un lado, un bosque exuberante de chopos alineados con precisión; frente a mí, una imponente montaña con una cruz en su cima; y por donde había venido, pero a cierta distancia, un bulto sinuoso serpenteando el camino con pasos extenuados. Me alivié entonces al ver parpadeando en uno de los torreones la silueta de doña Vicenta bajando con un candelabro.

Era la segunda vez que iba a encontrarme con esa dama tan singular. El primer encuentro ocurrió de manera fortuita en el sepelio de su difunto esposo, un instante efímero que no permitió profundizar en el caso. De alcurnia aristocrática, la mujer rozaba unos noventa años muy bien conservados. El día del entierro lucía el luto con un encanto tan cautivador que parecía concitar todas las miradas. Viuda en cuatro ocasiones, como si de un sombrío juego se tratara había ido despachando a sus esposos en un orden peculiar: primero fue Don Emérico, luego Sir Charles Augustus, años después Don Rutilio, y hacía apenas unos meses, don Victoriano, Conde de Garciez y Vizconde de la Torre de Santo Tomé, hijo predilecto de Viña de los Mártires de las Vides, Comendador de Miraqueflores, Ilustre de Depuequera y Cónsul honorífico de las Antillas (de las francesas) según se leía, de este último, en el friso de la entrada.

Doña Vicenta nació lo que se dice adorando el becerro de oro, pero no teniendo bastante fue acumulando a lo largo de esa luctuosa vida un ingente caudal de bienes. Me froté ostentosamente las manos recordándolo, aunque ahora mientras escribo no se decir si lo hice por la codicia que despertaban mis honorarios, para combatir el frío que se cernía o simplemente como un gesto de desesperación al darme cuenta de que había perdido de vista al hombre giboso. Entonces, me di cuenta de que por el quicio del portón se colaba luz y decidí entrar directamente sin darle a la aldaba. Ya dentro, encontré un espacio que parecía haber sido en tiempos un porche de caballerizas. Aguardé ahí pacientemente, pero como el tiempo pasaba y la espera se alargaba opté por preguntar alzando la voz. El eco me devolvió mi voz y acompañándola una tenebrosa impresión que me empujó a cerrar rápidamente el picaporte de la puerta. Avancé unos pasos, tratando de discernir algún sonido en esa tensa quietud, y en medio de esa calma enrarecida opté por adentrarme en un pasadizo empedrado a mi izquierda que me condujo a una primera estancia.

Se trataba de un espléndido salón, donde el primer impacto fue un sutil aroma a incienso que evocaba el recogimiento de un monasterio. Mis ojos se posaron de inmediato en dos preciosos apliques en forma de ángeles que colgaban a ambos lados de la puerta y que proporcionaban con unas lámparas en forma de antorcha los únicos destellos de luz. Avancé con paso pausado, maravillándome ante el despliegue de muebles que se revelaba a mis ojos a medida que iba avanzando. A un lado, un bergère victoriano, custodiando una librería adornada con relieves detallados; al otro, un sofá gemelo de estilo georgiano, un chifonier junto a un secreter y, detrás de estos, un majestuoso reloj de pie de carrillón con sus manecillas marcando el tiempo con solemnidad. Avancé unos pasos más y con mayor precaución entre los tenues destellos dejados por esas lámparas hasta dar con una chimenea imponente. Estaba coronada por un escudo de dos espadas, aunque solo una de ellas permanecía envainada y poco podía yo presagiar sobre su próximo e inminente destinatario.

Encima de la repisa de la chimenea había un incendiario del que zigzagueaba entre la penumbra un tenue celaje de olor. Lo inspiré varias veces. Tenía una apariencia aromática de salida que lo asemejaban al sándalo, pero su estela a medida que se deslizaba por el aire parecía develar otra clase de esencia. Fue entonces cuando empeñado en descubrirla me acerqué e inspiré varias veces, y ¡hete aquí que de pronto, como por arte de magia, apareció el difunto delante de mi!.

-¡Don Victoriano!- exclamé para mis adentros.

Allí estaba él, en el extremo opuesto de la repisa, convertido en un recuerdo en forma ovalada. Sus ojos penetrantes y su sonrisa mordaz parecían haberse avivado en ese instante con mi presencia. Era efectivamente él, apartado en el otro extremo de la repisa y retratado en frontal de un columbario de cerámica- El muy despreciable se había ido de este mundo con su tacañería para ser el más rico del cementerio, dejándome adeudadas varias minutas que desde luego, a poco que pudiera, se las endosaría a la viuda. Enseguida noté hasta su aliento, también la sombra de su rostro y al poco el sable desenvainado amenazándome por la pared de la chimenea.

-¡Joder … pero que hace! – clamé despavorido y viéndomelas con mi codo para poder aportar el filo de metal que por poco echa a rodar por el suelo a Don Victoriano y a mí a hacerle compañía.

Doña Vicenta, con el diablo aún metido en el cuerpo, se desentendió inmediatamente del sable para coger al vuelo el columbario.

-¡Abogadoooo!…- clamó – por un instante pensé que era el asesino.

-¡Señora! – resoplé a cuatro patas y con la voz apretada por los latidos acelerados de mi corazón.

-Disculpe, pero anda suelto un criminal por el monte.

-¿Cómo?

-Pobre chica … la han degollado, descuartizado y empaquetado en nuestro contenedor de la basura. ¿No se acuerda? – preguntó devolviendo el muerto a su puesto, el sable al suyo y ciñéndose a continuación con coquetería los guantes a ras de los codos.

-Algo oí en el entierro- dije con la voz aún trastabillada.

Después de un intercambio de suspiros ella se retiró para encender las luces del salón y de regreso se recostó en el sofá todavía aturdida por desafortunado incidente. Me indicó que me sentara a su lado haciendo un gesto ostensible con el dedo índice.

-¡Veintiséis años recién cumplidos! – suspiró varias veces primero con la palma de la mano en su mejilla y luego dejándola reposar con nuevos lamentos en una de mis rodillas. – ¡Pero qué alegría verle! Estaba ansiosa – exclamó dándome un par más de palmaditas en el muslo.- ¡Con este tiempo, de noche y este sitio tan alejado!-. Le faltó mencionar al hombre que en ese momento nos estaba observaba desde una ventana haciendo visible el filo de su guadaña.

-¿Ha llegado bien?

-Bueno… – no me dejó terminar.

-Tampoco es difícil llegar.

-Cierto.

-Tenemos que darnos prisa.

-Sí, no quisiera que…

-¿Puedo ofrecerle algo de beber?

Sin esperar mi respuesta, se levantó y se dirigió a una antigua licorera, donde seleccionó al azar una botella.

-Esto – la sostuvo -, creo que es vodka. ¿Lo prefiere solo o…?

-No, gracias -. No me escuchó ya que tomó otra botella.

-Esta también es vodka. ¿Sólo o con algo? Tengo…

-Se lo agradezco, pero en realidad no tengo ganas en este momento – murmuré, agotado, haciendo un gesto con la mano en un vano intento de que entendiera mi desinterés.

-Es posible que tenga whisky – insistió, explorando el botellero con la mirada. – Pobre Victoriano solo bebía vodka…dejó el whisky cuando se mudó aquí después de la muerte de mi querido Rutilio, que Dios lo tenga también en paz y gloria.

-Mi más sentido pésame – expresé con tono respetuoso.

-Mi Rutilio… – miró hacia el cielo, dejando escapar un largo suspiro tras el cual me obsequió con otra palmadita -. ¿Igual, un café?

Con el estremecimiento de su última caricia, asentí definitivamente mientras su mano iba camino de una nueva demostración de afecto.

-¿Solo o con leche?

-Un cortado – contesté con poco convencimiento pendiente del contrahecho de medio pelo que seguía observándonos con los ojos salidos de su órbita. Lo cierto es que a poco estuvieron los míos de perder también su ingravidez y esto por el sobresalto que me produjo ver a esa mujer meter su mano por el escote y rebanarse los pechos de un lado a otro.

-Ahora se lo pido.

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