El coche seguía atascado en el bache y una intensa sensación de frío me tenía completamente inmovilizado con las manos agarradas al volante y respirando profundamente. Los latidos de mi corazón se volvieron tan frenéticos que por unos instantes tuve la impresión de que me estaba ahogando. Los segundos se fueron alargando de este modo en una pausa que me pareció interminable hasta que, ya armado de más valor, le puse fin dándole al pedal del acelerador. Lo hice varias veces y en una de esas ocasiones, cuando aquella figura se estaba acercando cada vez más, exclamé con fuerza: “¡Joder!”. Un nuevo escalofrío descendió por mi espalda, congelando mis pensamientos y sumiéndome en un abismo de terror con la amalgama de todos aquellos horrores orbitando otra vez a mi alrededor: Candyman, Chucky, Freddy, Jason, el payaso… y las madres que los parieron.
“¡Joder!, ¡joder! ¡joder! Las ruedas seguían resistiéndose a salir de ese hoyo traicionero como si una fuerza invisible las retuviera. La condensación provocada por mis soplidos había dejado completamente empañado el cristal de tal modo que lo único que pude distinguir a pocos palmos de mi ventanilla fue una silueta alta y delgada. Grité de nuevo con mis manos temblando sobre el volante, pero esta vez mi voz se quedó atrapada en mi garganta al ver lo que tenía asomando a un palmo de la ventanilla. Eran dos ojos brillando en la oscuridad con una maldad indescriptible, como si estuvieran disfrutando de mi terror.
El sobresalto me dejó paralizado, mis músculos rígidos y mi mente completamente trastocada. Tardé unos instantes en asimilar la imagen espeluznante que se desplegaba justo al lado de la ventanilla. Allí, a un palmo de distancia, estaba la mismísima muerte, llamándome a su encuentro con una paciencia macabra que helaba la sangre. Sus nudillos repiqueteaban implacablemente contra el cristal. En su otra mano sostenía un alargado palo de madera del que sobresalía una hoja de metal, afilada y reluciente.
El brillo siniestro de esa guadaña aceleró todavía más mi aliento. Cada intento desesperado por arrancar el coche iba acompañado a su vez por el implacable golpeteo de sus nudillos contra la ventanilla, como si se burlara de mi impotencia o peor, llegué a pensar, estuviera llamando a la muerte.
Durante unos segundos pensé en salir disparado por la otra puerta, pero finalmente opté por pasar la mano por el cristal. Al retirar el vaho lo que apareció ante mis ojos me dejó sin aliento. Pegado a la ventanilla estaba la imagen viva del sirviente de la película “El Jovencito Frankenstein”, con su misma joroba, los ojos a la virulé y la cabeza encapuchada con un chubasquero de trapillo. Parecía que en su interior albergaba un cerebro anormal. Tenía la piel de su cara cincelada por amplios surcos que se alargaban por todo su cuello hasta perderse entre una harapienta camisa a cuadros. Su mandíbula inferior sobresalía exageradamente y sus labios se movían articulando repetidamente unos mismos fonemas que traté de interpretar aclarando de nuevo el cristal y llevándome la mano al oído.
El ser enmudeció de repente y en su rostro se reflejó mi propia idiotez. Sus ojos, fríos y calculadores me observaban con una intensidad que haría estremecer hasta el más valiente. Al cabo de unos segundos me impetró con un gesto lento y deliberado un movimiento que parecía cargado de una autoridad innegable.
Con manos temblorosas accedí a su demanda accionando el elevalunas lo justo para dejar una abertura de unos diez centímetros. El aire frío de la noche se coló por la rendija, trayendo consigo un olor a tierra húmeda. Permaneció inmóvil, en completo silencio y exhibiendo la guadaña que seguía brillando con un resplandor siniestro. Su pronunciada giba le menguaba los centímetros que separaban su boca del borde del cristal de tal modo que, después de titubearme con la mirada, se puso de puntillas y acercó su rostro grotesco. Sus ojos de mirada desquiciada empezaron a analizarme con una intensidad que me hizo retroceder instintivamente.
—¿Qué… qué quieres? —logré balbucear.
Sus labios se movieron lentamente formando palabras que al principio no logré entender hasta que con un esfuerzo visible articuló con mayor claridad:
– ¿El abogado? -, preguntó dejando colar con su voz un pestilente aliento a vodka que resucitó con una arcada los últimos despojos de mi almuerzo.
Asentí sin abrir la boca y él echó un escupitajo por las muelas que resonó asquerosamente en el silencio de la noche. Luego se agachó y comenzó a cubrir hábilmente el hoyo dejando su joroba al descubierto. Esta había adquirido una descomunal dimensión, tanta que, pensé, perfectamente podría haber sacado mejor partido de ella en uno de esos freak shows de la era victoriana. Parecía tener vida propia y en ese instante, mientras él seguía agachado, un deseo morboso de verificar esa rareza biológica se apoderó de mí, con la misma fascinación que experimenta un arqueólogo ante un hallazgo inédito. Saqué la cabeza por la ventanilla y mis ojos se fijaron en la joroba intentando captar cada detalle de esa deformidad. Estaba completamente absorto y fascinado en mi observación, pero el caso es que cuando estaba a punto de sacarle una fotografía con el móvil él se giró bruscamente. Sus ojos, tenebrosos y llenos de una maldad contenida se clavaron en los míos. Frunció el ceño y me lanzó un gesto de desprecio y desaprobación. Sus labios se retorcieron en una mueca de asco y antes de que me diera tiempo a reaccionar, escupió de nuevo al suelo.
Después de un rato, durante el cual estuve vigilante con el corazón en un puño, se levantó. Pasó por mi lado y sus ojos, fríos y calculadores, se encontraron con los míos por un breve instante antes de que hiciera gestos con la mano impetrándome a que arrancara y le siguiera. Él comenzó a andar por el enfangado terreno con una gracia siniestra. Yo, tras liberarme del charco, avancé al ralentí siguiendo a esa figura encorvada.
El camino finalizaba en una pronunciada curva tras la cual había una cancela amplia y herrumbrosa con puntas de lanza que sobresalían entre la niebla. El jorobado avanzó con pasos torcidos hacia ella chapoteando sus pies en el fango. Llevaba consigo una llave oxidada, la deslizó en la cerradura, la giró, extendió un brazo y empujó. La puerta se abrió lentamente chirriando con un sonido agudo y aterrador, como un grito de agonía que resonó provocando una estampida de pájaros. Estos, aterrados, alzaron el vuelo en una cacofonía de alas y de graznidos discordantes. Al rato me instó con movimientos ostensibles con la guadaña a que siguiera avanzando con el coche cuesta arriba. Al pasar por su lado su sonrisa torcida se hizo más evidente revelando unos dientes amarillentos y carcomidos. Un siniestro presentimiento se apoderó de mí, manifestándose en forma de un escalofrío que recorrió mi espalda y con la duda de si saldría de ese lugar.