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Desayuno con un abogado

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La herencia de la condesa doña Vicenta (I)

Esta historia ocurrió un jueves de primavera. La redacté con mucho esmero al día siguiente, cuando felizmente pude recuperar la claridad mental, y con la firme intención de que ningún detalle se perdiera con el paso del tiempo. Mi deseo fue preservarla de tal manera que al releerla en el futuro pudiera conmoverme y revivir aquellos momentos tal como los viví entonces.

Eran pasadas ya las seis y empezaba a anochecer, así que con una serie de hospitalarios apretones de manos y un sentido desconsuelo me despedí de los clientes emplazándolos para la siguiente semana. Al poco, después de un par de llamadas que tenía pendientes de contestar, salí del despacho en dirección al garaje.

La tarde se había encapotado de nubes y un intenso aguacero retrasó mi salida de la ciudad. Ya en la autopista traté de apartar los quebraderos de cabeza que me había dejado aquel peculiar asunto por el que rivalizaban varias generaciones de una misma familia, con el convencimiento de que con un inesperado golpe de inspiración daría en cualquier momento con una solución. Las extravagancias de don Emilio le daban al caso en cuestión ese toque de singularidad necesario para convertirlo en especial. Se trataba de un adinerado patriarca de una prole de diez hijos y una treintena de nietos, que mantenía aún las formas severas con las que había amasado su fortuna. Para haceros una idea, minutos antes de dar por concluida aquella reunión el tal don Emilio hizo alarde de esas maneras y ya de paso de su afición taurina, se puso de pie y con un pase de verónica acompañado de un agarre de cojones mandó a su esposa y a los cinco de los hijos presentes a la mierda: “¡Sabéis que os digo! … ¡que a mis ochenta y nueve años aún estoy para echar canitas al aire! … ¡así que a joder!”. Después de esto se largó de la sala de reuniones dejándonos tal cual, con su mano en su entrepierna y diciendo: “el que quiera peces, que se moje el culo”.

Después de varios kilómetros por la autopista quien pasó a ocupar mis pensamientos fue doña Vicenta, una dama de secretos velados. No había dedicado aún mucho tiempo a pensar en su testamento y mis honorarios por su estudio fue lo que de verdad ocupó mi atención durante los veinte minutos siguientes hasta que encontré la salida número ocho. Desde allí una carretera me condujo a la entrada de un angosto camino de tierra cuya descripción me había revelado doña Vicenta: (“Verá un espantapájaros enorme con harapos de vestimenta…entonces gire a la derecha”).

El camino estaba flanqueado por un denso bosque. Los árboles, altos y retorcidos, se alzaban como guardianes sombríos, con sus ramas entrelazadas formando un techo natural que apenas dejaba pasar la claridad de la noche. La niebla se arrastraba entre los troncos como espectros silenciosos, desdibujando los contornos del paisaje y creando sombras que parecían moverse con vida propia. A medida que avanzaba el camino se fue estrechando cada vez más abruptamente como si el bosque intentara cerrarse sobre mí atrapándome en un abrazo oscuro. De repente una ráfaga de viento helado atravesó el aire, frio y húmedo, y una sensación de inquietud, casi física, se apoderó de mí. Algo indefinido, una presencia que no podía precisar, rompió la monotonía de ese paisaje dejándome la impresión de que no estaba solo en ese lugar.

Fijé mi mirada en el parabrisas esperando que el enigma revelara su naturaleza oculta mientras el sonido del motor parecía amplificarse en la quietud reverberando como un eco inquietante. La lluvia golpeaba el cristal con una cadencia hipnótica, y las gotas se deslizaban como lágrimas distorsionando la vista del exterior. Bajé la ventanilla y activé los intermitentes cuyos destellos anaranjados cortaban la oscuridad como señales de advertencia. Al poco una sensación creciente de que alguien, o algo, me estaba observando, se apoderó de mí. Era una presencia intangible, pero innegable, que hizo que los vellos de mi nuca se erizaran.

La niebla comenzaba a envolver el paisaje de manera más densa, como un manto espectral que se arrastraba por todo el camino. Los árboles se hicieron menos visibles a través de la bruma por las que sobresalían sus ramas retorcidas como garras. El repentino grito de una lechuza perforó el aire de la noche con un sonido agudo y desgarrador que hizo que mi corazón diera un vuelco y tuviera que detener la marcha.

Con el coche parado, subí rápidamente la ventanilla y a continuación fijé mi mirada en el parabrisas durante casi un minuto. El aire en el interior se volvió cada vez más denso, casi irrespirable y al cabo decidí pisar el acelerador con firmeza intentando liberar las ruedas traseras del bache en el que habían quedado atascadas. El rugido del motor resonó rompiendo la quietud del bosque de tal modo que centenares de pájaros salieron de los árboles con un aleteo frenético. Tras otros intentos fallidos una figura comenzó entonces a hacerse visible surgiendo a lejos entre la bruma. Al principio lo único que distinguí fue una imagen borrosa, pero a medida que se acercaba comenzó a asemejarse a una silueta humana, aunque distorsionada y sombría. Avanzaba lentamente hacia mí dejando tras de sí una sombra alargada y espectral que parecía ensancharse al ritmo de mis latidos. A cada paso que daba mi miedo fue creciendo de tal modo que una oleada de recuerdos inundó inesperadamente mi mente.

En ese instante recordé mi obsesión juvenil con el terror, una pasión que había llenado mi vida con libros y películas de horror. Las historias de monstruos y fantasmas que tanto me habían fascinado ahora parecían cobrar vida en una realidad espeluznante.  Era como si mi mente, en una cruel burla, me estuviera castigado por haber abandonado aquellos recuerdos en un contenedor el día que me mudé de casa. El caso es que desde lo más hondo de mi subconsciente comenzaron a aflorar imágenes aterradoras como si se tratara de un desfile macabro de horrores. Primero, Candyman, envuelto en un enjambre de abejas, con su garfio reluciendo bajo la luz mortecina y susurrándome su escalofriante lema: «Dulces para la dulce». Luego, el carismático y siniestro Chucky apareció blandiendo un cartabón con una sonrisa macabra. A continuación lo hizo Freddy Krueger emergiendo entre la niebla con su rostro desfigurado y su guante de cuchillas brillando amenazadoramente. Cuando aquella figura debía estar a unos cincuenta metros de mi surgió Jason Voorhees, con su máscara de hockey y su machete, y casi sin solución de continuidad lo hizo el escalofriante payaso Eso con su risa retumbando en mi cabeza. El ritmo frenético de mi corazón y el latido desesperado de las escobillas del parabrisas congelaron mi sangre y paralizaron mi respiración, justo cuando lo tenía ya a un lado del coche.

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