Un anciano, conocido por sus sabias palabras, solía narrar historias en un lugar apartado del Palacio de Justicia. Una pequeña sala de paredes adornadas con antiguos tapices y estanterías repletas de libros venerables se había convertido en el santuario de sus relatos. Cada tarde, los jóvenes aprendices a jueces y abogados se reunían en ese espacio cargado de historia y solemnidad ansiosos por escuchar las lecciones del anciano, cuya voz tenía el poder de traer a la vida el pasado.
En una de esas ocasiones narró esta historia de un juez cuya toga se convirtió en un símbolo de luto y arrepentimiento.
En un rincón remoto en el tiempo se hallaba un reino donde la realidad se fundía con la fantasía, un lugar donde las estaciones se sucedían con un toque mágico, los animales articulaban discursos en idiomas perdidos y los árboles murmuraban confidencias al viento.
Este reino, fragmento de un universo donde la realidad y el mito se entrelazaban, vivió una era de tumulto y desacuerdo, una época en la que sus habitantes, envueltos en dilemas insalvables, se enfrentaron a la incertidumbre sobre cómo resolver sus disputas y restaurar la concordia perdida.
Ante la gravedad de la situación, la reina decidió convocar una asamblea de los más ancianos y eruditos del reino. Envió a mensajeros a los cuatro rincones del reino, buscando a aquellos cuya experiencia y conocimiento fueran insuperables.
Estos venerables sabios, cuyos nombres eran conocidos y respetados en cada aldea y ciudad, respondieron al ruego de la reina. Viajaron desde montañas nevadas, cruzaron ríos caudalosos y atravesaron frondosos bosques para llegar al corazón del reino. Ahí, bajo la sombra protectora de un roble milenario, se reunieron durante varios días y noches.
Alrededor del roble, sentados en un círculo y con el ambiente cargado de una gravedad solemne, compartieron sus pensamientos buscando una solución. Las discusiones se extendían desde el amanecer hasta el ocaso con el resplandor tenue de la luna y las estrellas, como si los mismos cielos estuvieran atentos a las deliberaciones de los sabios.
Después de varios días sus rostros comenzaron a mostrar señales de cansancio y sus palabras se convirtieron en suspiros de resignación. Parecía que el reino estaba destinado a permanecer en la sombra de la discordia y la incertidumbre.
Pero entonces ocurrió algo asombroso. Era una noche sin luna, con el cielo cubierto de nubes densas que ocultaban las estrellas. Un silencio profundo envolvía el claro del bosque, roto solo por el murmullo del viento deslizándose entre las hojas de los robles. Fue entonces cuando entre las sombras y el susurro del follaje emergió una figura singular. Su aparición fue tan sutil y armoniosa que parecía haber nacido del propio tronco del árbol, como si la naturaleza misma le hubiera dado forma. Era un ser alto y esbelto, de contornos etéreos, cuya presencia parecía fusionarse con el entorno. Su piel irradiaba un suave resplandor, como si en su interior albergara una luz cálida y ancestral. Su aparición fue tan súbita y sorprendente que los sabios, acostumbrados a los prodigios y los misterios, quedaron boquiabiertos.
Avanzó hacia el centro del círculo con una gracia sobrenatural y entonces con sus manos nudosas y firmes, comenzó su labor. Hilos dorados, tan finos como rayos de sol y tan resistentes como el acero, surgieron de sus dedos, formando una prenda que resplandecía con una luz dorada y envolvente. Durante horas, en un silencio casi sagrado, sus manos trabajaron con una destreza inigualable. La prenda fue creciendo poco a poco, tomando forma con una perfección que solo podría describirse como divina. Los ancianos espectadores, inmóviles y maravillados, contemplaban el milagro que se desplegaba ante sus ojos. Finalmente presentó la toga dorada ante la asamblea. Resplandecía con una luz propia, irradiando una presencia que llenaba el aire de un aura de solemnidad y reverencia. Con voz profunda y melodiosa explicó el poder que residía en aquella creación.
«Aquel que porte esta toga,» dijo, «será iluminado por la verdad y la justicia, su corazón será un espejo de la equidad y la sabiduría. Esta prenda mágica desvelará las intenciones ocultas y traerá claridad donde reina la oscuridad.»
La reina, conmovida y profundamente agradecida, aceptó el don con una reverencia. Comprendió que esta toga sería la clave para restaurar la paz y la armonía en el reino. Desde aquel momento, la toga dorada se convirtió en un símbolo de justicia y equidad. En cada juicio, su brillo dorado disolvió las sombras de la mentira y la discordia. Y así fue que gracias a la intervención del misterioso Tejedor de togas, el reino volvió a encontrar el camino hacia la armonía y la paz.
Pero hete aquí que un día dejó de ser dorada.
Sucedió que muchos siglos después en ese mismo reino un terrible crimen sacudió a la comunidad. La esposa de un hombre había sido asesinada, y el pueblo clamaba por justicia. Influenciado por la presión popular y el fervor colectivo, el juez condenó a morir en la hoguera al marido acusado. La ejecución tuvo lugar en la plaza mayor del reino, bajo la mirada implacable del pueblo. Los murmullos y susurros de la multitud se entrelazaban con el crepitar de las llamas que devoraban al desdichado. El aire se llenó del olor acre del fuego y del dolor humano, mientras el juez observaba con rostro imperturbable.
Pasaron los años, y el destino reveló una verdad oculta: la víctima tenía un amante, un hombre cuya alma, consumida por los celos, había arrebatado la vida de la infortunada. La revelación cayó sobre el juez como un yugo. Su conciencia, antes tan segura de su rectitud, se vio atormentada por la sombra de un error irreversible.
Consciente de la gravedad de su falta y movido por el dolor de la injusticia cometida, el juez se deshizo de aquella toga dorada. En su lugar, adoptó una toga negra, deslucida y harapienta en señal de luto eterno.
Así fue que aunque la toga dorada del Tejedor de togas ya no brillara en los juicios, su oscura sucesora se convirtió en un recordatorio eterno de la importancia de actuar con prudencia, rectitud y probidad cuando se imparte justicia.
La obligación de llevar toga está recogido en el acuerdo de 23 de noviembre de 2005 del Pleno del Consejo General del Poder Judicial, por el que se aprueba el Reglamento 2/2005, de honores, tratamientos y protocolo en los actos judiciales solemnes.