Estaban los tres sentados en la mesa del bar rodeados de un murmullo de voces. Marcelo, recién llegado de la capital tenía su atención dividida entre los documentos, y Julia y Ernesto.
—Escuchen bien —dijo Marcelo con una voz apenas lo suficientemente baja para que no se le escuchara desde las mesas contiguas—. Esto tiene que salir perfecto, no hay margen de error.
Julia y Ernesto, que ya llevaban rato repasando con él cada detalle, asintieron. Sus ojos sin embargo mostraban la tensión de aquellos que saben que una palabra equivocada puede cambiarlo todo. Ella jugueteaba con el borde de su vaso y las manos le temblaban apenas perceptiblemente. Él, más frío, miraba al abogado como esperando la última instrucción antes de entrar al campo de batalla.
—Julia —continuó Marcelo con un tono más imperativo que antes—, tú no estabas cerca del lugar cuando ocurrió el accidente. ¿Entendido?
Julia asintió de nuevo, aunque no parecía convencida. Sus ojos se movían de un lado a otro y el abogado al notarlo inclinó su cuerpo hacia ella reduciendo aún más la distancia entre ambos.
—No puedes fallar —dijo casi susurrando—. Estás ayudando a que se haga justicia. Piensa en lo que está en juego.
Ernesto, que permanecía en silencio, inclinó la cabeza ligeramente hacia el abogado buscando su atención.
—¿Y yo? —preguntó con un tono más firme que el de Julia—. ¿Qué debo hacer si me presionan con más preguntas?
Marcelo se enderezó y sus ojos se clavaron en Ernesto con una confianza que parecía inquebrantable.
—Tú estabas mirando hacia otro lado —le dijo—. No viste nada con claridad. No importa cuántas veces te pregunten, esa es tu verdad. Solo mantente firme.
Ernesto lo escuchó con la misma calma que había mostrado desde el principio y asintió lentamente.
—Y recuerden —dijo Marcelo mirándolos —, ustedes no están mintiendo. Están ayudando a que se haga justicia.
Julia, que aún parecía dudar, tragó saliva con dificultad y preguntó casi con un murmullo:
—¿Y si el juez sospecha? ¿Si se da cuenta de que algo no cuadra?
El abogado la miró por un instante sin pestañear. Luego giró la cabeza apenas un milímetro y al volverla volvió a sonreír.
—Tranquila —le dijo—.
Una hora más tarde, en la sala del tribunal, Marcelo enfrentaba su primer juicio en ese lugar. La sala, más pequeña e íntima que las amplias cortes de la capital a las que estaba acostumbrado, tenía un aire casi opresivo. Pero lo que más lo inquietaba no era la sala en sí, sino el juez. Al principio le pareció un rostro cualquiera, sin mayor relevancia, pero a medida que transcurría el juicio comenzó a notar algo inquietante en él, un leve destello de familiaridad que no lograba ubicar del todo. ¿Dónde lo había visto antes? ¿Era posible que ya se hubieran cruzado en algún otro juicio o en circunstancias diferentes? Con el paso de los minutos logró reprimir esa inquietud centrando su mente en lo que realmente importaba. Cuando llegó el momento de la práctica de las pruebas, respiró hondo, ajustó su toga con un gesto mecánico y carraspeó suavemente antes de hablar.
—Señor juez, solicito la declaración de mi primer testigo, la señora Julia Perales.
El juez ordenó su presencia y al momento apareció Julia.
—Señorita Perales —dijo el juez cuando llegó al estrado— ¿jura decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad?
Julia tragó saliva y, con la misma voz temblorosa que había ensayado tantas veces en su cabeza, respondió:
—Lo juro.
El juez mantuvo su mirada fija en ella por un instante que se hizo interminable. Era como si pudiera ver más allá de sus palabras, como si pudiera leer las dudas que ella trataba desesperadamente de esconder. Al cabo de unos segundos que parecieron minutos asintió lentamente y volvió la vista hacia Marcelo.
—Puede proceder, letrado.
Marcelo se ajustó la toga. Estaba a punto de comenzar su primera pregunta, de guiar a Julia a través del guion que habían ensayado hasta el cansancio. Pero antes de que pudiera abrir la boca el juez lo detuvo.
—Aunque, claro —dijo con voz calmada—, ya sé lo que va a responder. Haga las preguntas igualmente, porque el abogado contrario no estuvo en el bar cuando ustedes preparaban el testimonio.
La justicia puede ser ciega, pero sus oídos a veces están más abiertos de lo que uno imagina. Los lugares públicos, con sus murmullos y aparente anonimato, son escenarios traicioneros donde la prudencia tiende a relajarse. Y, como Marcelo acababa de aprender, las imprudencias se pagan caras si no se comprueba antes que quien está sentado en la mesa de al lado tiene el oído fino.