El momento decisivo se acerca inexorablemente. Han transcurrido dos horas interminables y el juicio está a punto terminar. La tensión inicial no ha disminuido ni un ápice entre el respetable público y los miembros del jurado. Tampoco en la puerta de entrada a la sala de vistas a la que ahora se dirige apresuradamente más gente viniendo por los pasillos. Un murmullo ansioso se extiende por el ambiente alimentado por la expectativa de lo que está por venir. Alguien desde dentro ha anunciado que es el turno de la defensa.
Las últimas palabras que acaba de pronunciar la fiscal han despertado en el fondo de la sala murmullos que llevan deletreado un veredicto de culpabilidad. Llegan a los oídos de Mauricio que levanta su mirada huérfana ya de toda esperanza para dirigirla hacia a su abogado. Por primera vez siente que una frialdad marmórea petrifica todo su cuerpo, con la sensación que su vida en adelante discurrirá echada en un camastro rancio entre paredes lúgubres y desconchadas por la humedad. Sus ojos no tardan en desplomarse de nuevo al suelo abatido por los golpes de esos murmullos apuñalando su espalda, y lo que le parece ver en los ojos su abogado es este fatal destino. Durante los meses y semanas anteriores al juicio Serafín, su abogado, le ha alentado con palabras y gestos apaciguadores a los que él luego por las noches había confiado sus sueños y despertado por las mañanas convencido de su absolución.
– Señor letrado, le estamos esperando – pronuncia el juez con voz severa y plegando sus cejas canosas.
Serafín es un profesional experimentado que ha hecho progresar su nombre a lo largo de cuarenta años arrancando inesperados veredictos. Posee una prodigiosa facultad oratoria y cuando habla en los estrados parece iluminar la sala con una claridad solemne que con el ritmo, volumen y tono de su voz atrapa al oyente. Defensor infatigable de causas perdidas no confía estas virtudes al servicio del crimen y antes de liberar a los criminales de su justo castigo prefiere renunciar a su defensa. Con la experiencia adquirida a lo largo de esos años sabe distinguir a las personas honestas de los miserables cuyos actos provocan el horror, y si no fuera por este don no estaría ahora sentado en el estrado haciendo un ademán al juez con las manos y trasegando los folios de su expediente. Se da algo más de tiempo con varios sorbos maquinales a un botellín de agua y antes de arrancar con las primeras palabras observa a Mauricio en el banquillo con una mirada plácida y acariciadora que éste le devuelve como si quisiera cogerle por los brazos para estrecharlo contra su corazón.
– Señores del jurado y del público – hace una protocolaria pausa– al terminar este turno que acaba de darme Su Señoría – se dirige a Don Pelayo de un modo reverencial – ustedes habrán llegado a alguna de estas dos conclusiones. O bien que mi cliente es inocente, o bien que yo he perdido el sano juicio.
Don Pelayo, que parece distraído con las costuras de una de sus puñetas, esboza con los labios una tenue sonrisa que al momento se propaga por toda la concurrencia.
– Convengo con ustedes – hace un gesto con el cuello y la cabeza – que las circunstancias en las que se malogró la vida de la señora Inés no favorecen a mi cliente.
Todos los miembros del jurado se ofrecen con gestos a esta obviedad al igual que el juez quien con un tiro sentenciador logra arrancar de esa puñeta un hilo rebelde.
– En cuatro ocasiones el filo del cuchillo que él tenía empuñado mientras cocinaba perforó el cuerpo de esa mujer por varios costados. Sobre esto no planea ninguna duda y así lo ha admitido el propio acusado con total franqueza. Pero convendremos también – prosigue, pero pausando más las palabras – que en el mismo plano de la normalidad con el que suelen ocurrir las cosas carece de sentido que Mauricio matara a su esposa.
De entre el jurado y también el público hay algunos que al igual que la señora Moreno, la fiscal, dan muestras de esta misma convicción.
– Verán, a lo largo de estas horas han desfilado por esta sala numerosos testigos y sus respuestas convergen en una misma realidad. Mauricio e Inés se amaban. O – se dirige al jurado apuntando a su defendido con el dedo – ¿qué se puede decir de un hombre al que muchas de ustedes querrían como esposo? …
– Señor Letrado, no sugestione al jurado – interpela el magistrado con disimulada socarronería tanteando con rabillo del ojo primero a las dos únicas mujeres del jurado y luego a la señora Moreno.
– El éxito de un matrimonio feliz es algo que permanece siempre en secreto y lamentablemente ella no está aquí para contárnoslo. Pero los hechos hablan por Inés y nos dicen, porque así lo han relatado los testigos, que paseaban siempre cogidos de la mano con declaraciones de amor en sus miradas. Sus vidas eran una explosión de armonía sincera pues nadie a lo largo de los veinte años de matrimonio los vio ni oyó alzarse las voces. La señora – se cala las gafas para mirar sus anotaciones – Miranda, y también su esposo, han testificado que la noche anterior los oyeron hacer el amor con los melodiosos acordes de un romance de verano. Horas antes habían cenado en un restaurante con varios amigos y todos ha coincido en que sus expresiones de amor eran como las de los adolescentes, espontaneas y tiernas. El acusado – vuelve a señalarlo con el índice entre algunos suspiros desde el fondo de la sala – la cortejó con palabras más dulces que la pronunciadas por Julieta en el segundo acto y a cada una de ellas Inés respondió con ojos brillantes como si estuviera entregándole el oro mismo de su vida. También nos han contado que a los postres él la enlazó con su brazo y atrayéndola hacía si besó su mejilla musitando la fórmula del deseo seguramente muy anhelada por muchos de los aquí presentes: “Te quiero”.
A juzgar por los suspiros que de nuevo acaban de provocar estas emotivas palabras, Serafín tiene la firme convicción de una buena parte del público y del jurado le está escuchando con el corazón. En este punto su voz se vuelve más melodiosa y de sus labios empiezan a salir las palabras con la misma gracilidad que las notas de una sinfonía concienzudamente memorizada. Mauricio, con la cabeza algo más despegada del suelo, empieza a experimentar un cierto consuelo moral.
– En todos los años que llevo ejerciendo, y son bastantes, he coincidido con muchos asesinos y se reconocer la maldad y la perversidad que emponzoña sus corazones a través de sus ojos. Llevan el testimonio de su perfidia cicatrizados en las pupilas y en el aliento los embustes cuando reclaman con voz corrompida justicia para sí.
En un alarde de soberbia se detiene un instante para mirar al juez como esperando un gesto de confirmación por lo que acaba de decir, pero no lo obtiene, así que se vuelve de nuevo hacia el jurado.
– Durante estas horas he escudriñado los ojos de cada uno de ustedes y puedo asegurar que ninguno se ofrece a estar jamás sentado aquí – señala a Mauricio y observa algunas muestras de incredulidad entre los miembros del jurado y el público.
– Señor letrado – interrumpe el juez por lo bajini– no estamos aquí para juzgar a esta gente y aunque en este punto coincido con usted bien haría en no tentar los insondables senderos del destino…todo es posible.
Sin esperarlo estas últimas palabras acaban de irrumpir en el discurso del abogado como auténticos resortes y no lo oculta.
– ¡Hete aquí la cuestión!… ¡hete aquí la cuestión! – exclama primero chasqueando los dedos y a continuación empuñando el índice hacia el cielo con tal vehemencia que deja a todos asombrados. – Efectivamente…todo es posible. ¿Alguno o alguna mantiene que esta afirmación, salida de la boca de su Ilustrísima Señoría, es falsa?
Don Pelayo sintiéndose concernido mueve la cabeza y sondea con mirada profunda a cada uno de los integrantes del jurado que al unísono asienten como él. Serafín, experto en el manejo de los tiempos, espera callado durante este tiempo hasta recibir la mirada del juez.
– Hasta lo inverosímil es posible, y sin embargo nos resistimos a dar certeza a las cosas inverosímiles. Miren, la probabilidad de que Inés tropezara con el escalón de la cocina, él se girara con el cuchillo y este se clavara repentinamente en su corazón no es muy diversa a aquella a la que se expone una persona transitando a pie por el arcén de una autovía en hora punta.
Un inoportuno chasquido interrumpe al abogado y obliga a Don Pelayo a echar mano de su autoridad mirando por encima de las gafas. Al dar con el insurrecto le clava los ojos por unos segundos.
– Prosiga.
– A preguntas de la fiscal Mauricio nos ha explicado que el desasosiego provocado por ese inesperado infortunio le movió a extraer el filo del cuchillo. Fue un acto inconsciente y poco podía imaginar que una mancha de aceite en el suelo traicionaría sus buenas intenciones. Resbaló sosteniéndolo aún en la mano y sin poder controlar el balanceo de sus piernas cayó al suelo sobre el cuerpo de su amada esposa perforándole el abdomen. ¿Les parece verosímil? Personalmente admito, y a juzgar por sus gestos creo – dice con voz sostenida y cuerpo reclinado – que compartimos la misma impresión…la probabilidad de esta suma de percances es muy remota. Pero – dice inclinando ahora su cuerpo en dirección al juez – es asumible en términos probabilísticos.
Mauricio tiene la impresión de que el nudo de una imaginaria soga se está estrechando cada vez más. Don Pelayo viendo esta expresión de pavor en su rostro asiente tímidamente como si quisiera reconfortarlo. Este gesto no pasa desapercibido para la fiscal para quien el crimen sigue siendo incontestable a pesar de tanta palabrería.
– Las cosas, sigo, no se detienen aquí porque las veleidades del destino determinaron que Mauricio asestara dos golpes más de cuchillo. El tercero en la yugular y el último en el cuello, este según ha manifestado por un temblor de tierra que ha quedado verificado por el Instituto Geográfico; y en cuanto al resbalón provocado por el charco de sangre chorreando de la arteria, es algo que ha certificado por la policía ¿Les sigue pareciendo verosímil?
La pregunta planea vagamente por los rostros del jurado y del público mientras se da una pausa para beber. Tras un prolongado sorbo saca de una desvencijada cartera un libro, lo abre despacio, se cala las gafas, también lentamente, y mira a su alrededor.
– ¿Alguien de ustedes ha oído hablar del teorema del mono infinito?
La expresión de júbilo contenido de una mano sobresaliendo desde el último banco rompe el silencio, concita la atención de los que tiene a su lado y esta se propaga por toda la sala hasta alcanzar al juez.
– Baje la mano – la interpelación va acompañada de un gesto amable – y usted, señor Serafín, procure no hacer preguntas que ya lleva varias. Prosiga.
– Procuraré evitarlas en adelante. Bien, este teorema viene a afirmar que un mono inmortal que estuviera cada día, durante diez horas seguidas, pulsando las teclas de un ordenador al azar terminaría escribiendo El Quijote en algún momento. Es más, si dejáramos que siguiera escribiendo a perpetuidad acabaría escribiendo algo parecido a La Biblioteca de Babel de Borges, esto es, el infatigable mono lograría plagiar La Divina Comedia, Hamlet y todas las obras universales. Cuestión de tiempo.
Al entrar en la sala de juicios Serafín tenía perfectamente asumido que la referencia al teorema como parte del engranaje de su razonamiento podría resultar algo abstracta. Lo acaba de advertir en la expresión de incredulidad mayoritariamente manifestada en los rostros del jurado, así que opta por un ejemplo más didáctico que lleva preparado.
– Miren – se dirige a ellos – la probabilidad de que el mono acabara escribiendo alguna de estas obras no dista de la que había para que naciéramos tal y como somos. Que era prácticamente cero; pero no cero. Por más que se resista a creerlo – se dirige al juez–, que usted viniera a este mundo equivale en términos probabilísticos a que dos millones de personas jugaran con un dado de mil billones de caras y sacaran todos el mismo número. Pero fue posible y aquí está usted felizmente presente en cuerpo y alma, oficiando y dirigiendo este juicio con meritorio y loable oficio.
Las zalamerías del abogado no han llegado a los oídos de Don Pelayo. La revelación de este prodigioso fenómeno existencial lo ha dejado por un momento con la mente suspendida. Como tiene la costumbre de arrugar la nariz en momentos muy puntuales, acaba de arrugarla. Era previsible que más pronto que tarde el experimentado letrado diera un golpe de ruptura a los abrumadores hechos y en este preciso instante tiene la firma convicción de que este momento se ha presentado. Es la misma que transmite la fiscal que ahora responde a las miradas que le dirigen los miembros del jurado con los labios contraídos y con una sonrisa incomoda. Mauricio tampoco es ajeno a la situación y también tiene sus impresiones. Son más agradables porque ya no siente el grueso del esparto quebrando la piel de su cuello. Y por lo que concierne al público la atención es máxima, diríase de suspense, expectante a un inminente giro de trama.
– En pocos minutos ustedes se retirarán a dirimir y la conclusión que extraigan no será más que una mera probabilidad que jamás podrá excluir en forma absoluta el error. Cuando llegue este momento les propongo un sencillo ejercicio mental. Tomen cada uno de los sucesos ocurridos en la cocina de forma separada. Comenzando con el primero pregúntense si por sí solo, al margen de los demás, les resulta concluyente para juzgar a Mauricio como un asesino.
En el preciso instante en que un abogado, en medio de su elocuente exposición, se percata de que la atención del juez y de toda la sala se centra inequívocamente en él, una sensación embriagadora y profundamente placentera lo invade. Es una emoción que evoca la imagen de Narciso absorto en la contemplación de su propio reflejo en el espejo del agua, embelesado por su propia figura. Este deleite sublime es el que Serafín está experimentando ahora mismo. Durante esos breves pero intensos segundos en que sus ojos recorren meticulosamente las miradas de todos los presentes, saborea el poder y el reconocimiento que emanan de cada uno de ellos, sintiéndose momentáneamente el núcleo alrededor del cual gira la atención y el interés.
– Inés recién levantada de la cama se acerca sigilosamente a Mauricio para sorprenderle por detrás y darle los buenos días con un cariñoso beso. Pero lo hace con tan poca destreza que tropieza con el escalón justo cuando él, alertado de la presencia de alguien, se vuelve. Suponiendo que el tiempo y el espacio se detuvieran en esta escena, ¿dirían que Mauricio es un asesino?
En la expresión manifestada en los rostros del jurado aparece escrita una segura absolución.
– Concentremos ahora nuestra atención exclusivamente en ese instante inmediatamente posterior. Mauricio trata de coger a su amada por detrás antes de que caiga al suelo, logra sostenerla con un brazo y contempla como sus ojos y sus mejillas empiezan a palidecer al mismo ritmo que un chorrete de sangre se derrama por el filo del cuchillo. Lo tiene sostenido con la mano, se resiste con desesperación a creer que sea la sangre de Inés y entonces decide cogerla por los brazos para recostarla en el sofá. Pero ¡zas! – la intersección va acompañada de un golpe con el puño sobre la mesa – Mauricio pierde el equilibrio por culpa de esas gotas de aceite desparramadas media hora antes por el suelo de la cocina.
El estruendo provocado por el puñetazo deja sobrecogido a todos los presentes que aguardan boquiabiertos mientras Serafín retira con calma el tapón de la botella de agua y se la lleva a los labios un par de veces.
– Inés yace agonizando en el suelo a los brazos de su esposo. Ahora avancemos un paso más y consideremos lo sucedido momentos antes de que el cuchillo rasgara la yugular. ¿Fue él quien organizó las cosas para que en ese preciso momento colapsaran las placas tectónicas?
El silencio que se respira en la sala es absoluto y va acompañado de una calma tensa que no resulta ajena a la fiscal.
– Cada uno de estos episodios tomados de un modo aislado, separados de los demás, parecen insuficientes y, sin embargo, concatenados uno detrás del otro nos mueve a imaginar que el cuchillo perforó los cuatros costados de Inés de un modo intencionado. Ustedes no están aquí para alcanzar la verdad, esto tan solo está al alcance de los científicos y de los historiadores. Lo más que podrán obtener es una simple convicción cuya conciencia reducirá a una mera aproximación, y esto es así porque la lógica de la razón hace que los humanos tomemos como cierto lo más probable y descartemos lo contrario. Pero esta convicción no se exime del vicio de la humana imperfección que hace que pueda ser igual de cierto lo menos suponible. Este modo de razonar de los humanos hace que ninguno de los que estamos aquí aceptemos la idea de que nos puede tocar el premio gordo de la lotería cuatro veces.
No hay entre las caras del jurado y del público ninguna muestra de disidencia, tampoco en el magistrado y en la fiscal.
– Pero lamento llevarles la contraria, que es tanto como decirles que están equivocados.
La enmienda a los presentes es todo un desafío, franco y valiente, pero, parece estar pensando Mauricio, inoportuno para congraciarse aún el favor del jurado.
– Una ciudadana de Texas ganó en cuatro ocasiones este premio, y con 63 años acumuló una fortuna – mira en sus anotaciones – de alrededor 16 millones de euros.
Los murmullos despertados en la última fila enseguida se contagian entre el resto del público y, sin tiempo por parte de Don Pelayo a acallarlos, se expanden por el jurado.
– A finales del siglo pasado una madre inglesa fue condenada a prisión perpetua acusada del asesinato de dos hijos, uno de ocho semanas al fallecer y el otro de once. Después de unos años en prisión – da un trago – se descubrió que se trató en ambos casos de un síndrome de muerte súbita infantil. Sin embargo, el cálculo matemático y estadístico que convenció al tribunal decía que esto era altamente improbable. La mujer – otro trago – fue liberada al cabo de tres años en un procedimiento de revisión de la sentencia que vino a decir que aquella condena constituyó el mayor error de la historia moderna de Gran Bretaña. —¿Saben la razón? —pregunta, dejando que el silencio se asiente en la sala con todos los ojos clavados en él—. Pues bien, la probabilidad de muerte súbita en dos bebés de una misma familia es de 1 entre 73 millones. —Hace una pausa, dejando que la cifra resuene en el aire —. Según el cálculo, esto sucedería, en promedio, una vez cada cien años. —Otra pausa, más profunda—. ¡Cada cien años estaríamos enviando a una madre inocente a prisión!
Con la impresión de que ha dejado a todos sorprendidos de buena manera observa a su alrededor. Tiene la varilla de las gafas sostenida en los labios y decidido saca otro caso con el que piensa dejar a todos maravillados y, lo más importante para él, con la duda planeando por la cabeza de los integrantes del jurado.
– Recientemente una mujer australiana condenada por la muerte de sus cuatro hijos ha sido indultada tras 20 años encerrada en la cárcel. La acusación había sostenido en su día que asfixió a los niños, de entre nueve semanas y tres años, y a falta de evidencias incriminatorias se basó en lo anormal que es que cuatro niños murieran repentinamente sin explicación, en edades tan tempranas y con años de diferencia. La prensa y la opinión pública desde el primer día se cebó con esta madre siguiendo la misma lógica. – Serafín contemporiza con los presentes que expectantes aguardan la solución del caso.
—Seguramente todos ustedes, como humanos que son, habrían razonado de igual manera. Pues bien, con el paso de los años, la ciencia descubrió una serie de raras mutaciones genéticas que explicaban estas muertes. Los avances científicos lograron salvar, aunque tardíamente, este otro error.
Lo mejor que le puede ocurrir a un abogado al concluir su turno de alegaciones es hacerlo con la impresión de que el rostro de su rival se ha ido descomponiendo poco a poco, y en esta convicción está Serafín al mirar de reojo a la fiscal.
– Por muy paradójico que parezca a diario ocurren cosas inesperadas a las que jamás habríamos dado crédito. Que pensemos así es razonable porque se trata de sucesos muy improbables que desafían a nuestra lógica. Y sin embargo de vez en cuando la experiencia se nos presenta para contradecir esta lógica y decirnos al oído: “estabas equivocado”. Quien no ha oído cosas improbables que han acabado ocurriendo, como encontrarte de vacaciones a un vecino a quien no ves desde hace meses paseando por la Quinta Avenida. Tenemos una tendencia a subestimar eventos muy probables y sobreestimar eventos improbables.
Alguien desde el fondo de la sala lanza un silbido de admiración que enoja al juez y también a la señora Moreno a quien ahora le tiembla un carrillo con llamaradas de furia en los ojos. Serafín viéndola sonríe con un cierto aire de placidez que se cala enseguida en el ánimo de su defendido, y con el cuerpo completamente enderezado y las manos entrecruzadas en el pecho se dirige al jurado pronunciando sus últimas palabras con afectuosidad.
– Les agradezco sinceramente su atención. Lo que he tratado de trasladarles, y espero haberlo conseguido, es que un acontecimiento deja de ser improbable en el preciso momento en que ocurre, y en la infinitud del espacio y del tiempo hay reservado un momento para cada acontecimiento. ¿Por qué, señores y señoras del jurado, mi defendido iba a asesinar a su esposa? Apelar a las sinrazones del crimen hace todavía más creíble la idea de que si tuvo un autor este fue el azar, el mismo que un día decidió caprichosamente que ustedes nacieran. Mauricio no asesinó a su esposa porque para asesinar a alguien hay que tener un motivo y en este juicio no ha trascendido la más mínima evidencia. ¡Esto es lo realmente inverosímil, lo que contradice la lógica de la razón!
Y diciendo esto, Serafín cierra serenamente el libro, mira a los miembros del jurado, a la fiscal y al juez quien, este último, le lanza de hurtadillas una mirada de satisfacción.
– Y si no les he convencido…entonces es que yo he perdido el sano juicio.
Si no quisiera seguirse a la probabilidad por temor a errar, no podrían los médicos curar más a los enfermos, ni los magistrados concluir los juicios y desaparecería del mundo toda regla de buen gobierno. (GIANTURCO, La prova indiziaria)