Eres un abogado joven y estás orgulloso de ti mismo porque el destino ha puesto en tus manos un caso apasionante. No es un caso más en tu todavía novel agenda y la pasión que ha despertado en ti no es solo por el desafío profesional sino por su dimensión humana. Has percibido en tu cliente un clamor desgarrador que te hace palpitar el alma con la convicción de que no solo tiene la razón según las leyes establecidas para el caso, sino también según los dictados de la moral. Llevas días y noches sumergido en los entresijos del caso escudriñando cada detalle, cada testimonio y cada prueba con la minuciosidad de un arqueólogo explorando antiguas ruinas. Estás cada vez más convencido de la victoria, pero a media que se acerca el día del juicio te enfrentas a temores y sospechas que empiezan a pesar sobre tus hombros como una losa.
Algunas noches te arrebatan el sueño y todo esto porque has oído hablar de tu adversario, que luce canas y que en estas atesora la erudición y la elocuencia; dicen que es un titán del arte de la retórica legal, un coloso cuyos argumentos van adornados con la gracia de un poeta y la astucia de un estratega, virtudes que un joven abogado como tú apenas vislumbra hoy por hoy en la distancia del tiempo.
Por fin ha llegado el ansiado día del juicio y sin esperarlo te empequeñeces súbitamente al escuchar como tu oponente pronuncia sus palabras que para ti son como dagas afiladas porque poco a poco van cautivando la atención del juez. Ves cómo éste se inclina de tanto en tanto hacia él y cómo su admiración crece con cada frase pronunciada como si su voz tuviera el poder de conjurar el respeto más profundo. Esto te hace sentir insignificante, un mero actor secundario en un escenario donde otros dictan el guion. Te dices a ti mismo que esa dama de ojos vendados a quien veneras debería inclinarse a tu favor; y sin embargo dudas porque ahora, justo cuando empiezas a hablar, no tienes a mano el mismo hilo dorado con el que aquel acaba de tejer su narrativa persuasiva. Además, el juez no te mira por igual, no gesticula con la misma gracilidad al oírte, ni se muestra igual de indulgente y, por añadidura, en un momento dado mira su reloj y te interrumpe con una cortesía mal disimulada, como haciéndote saber que el tiempo conspirara en tu contra. Tratas de rehacerte en esta lucha desigual retomando el guion que llevas meticulosamente preparado después de esas largas y solitarias noches de estudio.
Te giras para ver a tu cliente y la pesadez de su mirada te oprime. Está sentado y de sus ojos ya no fluye esa esperanza que habéis compartido juntos semanas atrás, mientras preparabais el juicio, ni hace un momento, cuando entrasteis en la sala de juicios. La amargura del desencanto se ha adherido también a sus labios que es el sabor que deja la justicia cuando de repente se presenta como una ilusión desvanecida. Te duele verlo así y te dices a ti mismo: “Pero ¿quién soy para sucumbir tan fácilmente en esta batalla aún no sentenciada? ¡Rebélate e infunde a ese hombre un rayo de luz en este abismo de desaliento que amenaza con consumirlo!”.
Con este renovado aliento prosigues con tus argumentos exponiéndolos con claridad y sencillez procurando ocultar en cada pausa entre frases los suspiros que salen de tu corazón. El juez parece escucharte pero con un deje de indiferencia, como si estuviera oyendo susurros fantasmales, y aun así tu persistes con la misma determinación y convicción que te ha acompañado desde el primer día que te viste con tu cliente.
Al salir del juzgado observas que en el chaflán está tu rival charlando con el juez con una familiaridad tan desvergonzada que te hace hervir la sangre en las venas. Te sonríen al verte pasar, pero no con aire de superioridad sino con una suerte de cortesía a la que respondes con un amable saludo.
A lo largo de las horas siguientes atiendes en el despacho a otros asuntos de los que penden también la felicidad de otras tantas vidas y de vez en cuando una esporádica sensación de angustia se presenta a ti. Te esfuerzas por mantener la cabeza en alto, pero por dentro te corroe la autocrítica. ¿Podría haberlo hecho mejor? ¿Hay algo que pudiera haber cambiado la suerte del juicio? ¿Quizá con otro juez habría sido distinto?
Los días siguientes transcurren acompañados de una sombra ominosa que parece estrangular tus ánimos. Es la idea de una derrota inminente que como un lobo acechando en la penumbra se te aparece amenazante cada vez que tu cliente llama para preguntarte. Pasan los días, las semanas y finalmente al cabo de un mes el designio se presenta en forma de un aviso en tu correo electrónico. La notificación aguarda en tu bandeja de entrada y la miras con la misma cautela con la que uno observa a un enemigo dispuesto a retarlo a un duelo. Unes las manos en un gesto de súplica y con el pulso acelerado te armas finalmente de valor para deslizar el cursor hacia el mensaje, como quien abre una puerta hacia lo desconocido. El archivo se despliega ante tus ojos, lo abres y avanzas con cautela a lo largo de sus veinte páginas hasta dar con el fallo. A pesar de todas las adversidades, de tu inferioridad aparente, de la elocuencia de tu adversario, de la temida amistad de éste con el juez, todo y así, ¡has ganado! Una sonrisa de incredulidad se dibuja en tus labios y la contienes así todo lo que tardas en leer varias veces el veredicto hasta convencerte de que no es un sueño.
Es un triunfo merecido, un momento de gloria efímera de una batalla entre centenares que librarás a lo largo de tu vida. Durante este trayecto cada mañana al despertar obsérvate en el espejo del tiempo y contempla la mirada que te devuelve el cristal preguntándote si ves el reflejo de un guerrero, de un luchador incansable que se alza ante cada desafío con valentía y determinación. Si a lo largo de este camino sobrevives a los desalientos y a pesar de las traiciones que te traerá de tanto en tanto la justicia logras consagrar en cada derrota nuevas virtudes y enseñanzas, probablemente luzcas entonces canas y te encuentres cara a cara con un joven abogado. También él acabará descubriendo como tú que la justicia tiene algo de esotérico, de enigmático, cuya comprensión tan solo está al alcance de las personas ya iniciadas y experimentadas con el paso de los años. Y, si se da la ocasión, hazle ver que en última instancia la verdadera grandeza de un letrado no reside en las victorias que acumula, sino en su capacidad para cumplir con el deber al que se comprometió al aceptar el caso.
El abogado modesto, siempre que esté convencido de la justicia de su causa y sepa exponer sus razones con sencillez y claridad, se dará cuenta casi siempre de que los jueces, cuanto más evidente es la desproporción de fuerzas entre los contrincantes, tanto más dispuesto están, aun dedicando su admiración al de más mérito, a proteger al menos dotado.
Muy frecuentemente, los jueces, por la tendencia que todos sentimos a proteger a los débiles contra los fuertes, llegan, sin darse cuenta, a favorecer a la parte que está peor defendida: un defensor inexperto puede hacer a veces, si encuentra un juez de corazón generoso, la fortuna de su cliente. (Calamandrei, Elogio de los jueces)