A los abogados se nos exige que actuemos con probidad, palabra que en el contexto de una vista oral comprende virtudes que no siempre están al alcance de todos. Desde la precisión, la elegancia, el decoro, la compostura en los gestos, la claridad y la disciplina discursiva que, esto último, cuando el juez fruce el ceño significa algo así como ir al grano, sin florituras ni añadiduras que se hace tarde.
En cambio a los jueces no podemos exigirles nada ni siquiera expresándolo con muecas de preocupación. Lo cual no significa que puedan actuar sin probidad, palabra que referida a ellos engloba también otro elenco de virtudes, entre estas la responsabilidad de gestionar eficientemente el tiempo de la corte y de las partes, evitando prolongadas esperas y garantizando así un proceso judicial más ágil y justo para todos los involucrados.
Cuando esto no es posible, y no por falta de voluntad sino por las carencias de nuestro sistema judicial, que son muchas, son pocos los jueces que al entrar en la sala después de una tediosa espera añaden a este elenco de virtudes esa otra que consiste en algo tan sencillo como pedir disculpas y explicar los motivos de la demora. Personalmente, cuando esto me ocurre les respondo dándoles las gracias, porque no hay nada que dignifique más que un juez tome en consideración el tiempo ajeno.
Sin embargo y lamentablemente, estos ejemplos de cortesía son como un oasis en el desierto ya que la mayoría de las veces lo que recibimos al entrar en la sala de vistas es una mirada de absoluta indiferencia, cuando no agria y con suerte, un saludo forzado acompañado de murmullos apenas audibles. Estos jueces, si me lo permiten, deberían saber que estas actitudes desalentadoras no solo intimidan, sino que también insinúan la existencia de una disfunción que bien podría explicarse apelando a que las condiciones de un juez no son las mismas a primera hora de la mañana que después de una sesión maratoniana de juicios y con el estómago runruneando. Esto, claro está, dejando de lados aquellos que rara nature, o porque confunden una sala de juicios con una catedral o un camposanto, ni saludan ni muestran en sus gestos ninguna expresión empática. Si supieran, como sugería mordazmente Piero Calamandrei, que ¡con una sonrisa se ahorran tantos razonamientos inútiles!.