Acabo de salir del Palacio de Justicia después de un juicio por una causa penal. La mañana luce con un espléndido tono primaveral, y andando por el esplendoroso Paseo de Sant Joan una especie de fuerza interior me lleva como en días igual de apacibles a las orillas del olvido: las calles que alguna vez fueron el barrio de mi infancia. A pesar de los embates del tiempo y de las incansables transformaciones urbanas, el encuentro fugaz con este lugar sigue obsequiándome con imágenes descuidadas en lo más profundo de mi interior.
Bajo mis pies el asfalto resuena al pasar con un eco que me trae de vuelta a los días en que las preocupaciones eran nimiedades y el futuro un territorio inexplorado lleno de promesas. Las aceras, como testigos mudos del implacable paso de los años, desafían imperturbables el avance del tiempo. Al igual que los plataneros que con su verde perenne, sus ramas extendiéndose como brazos invisibles que antes abrazaron el pasado y ahora abrazan el presente, y sus hojas que parecen las mismas que presenciaron mis primeros pasos, estos árboles se yerguen también como espectadores de narrativas urbanas.
Al dar con la calle Girona y a medida que asciendo por una de sus aceras noto aun con más fuerza esa curiosa expansión interna, esa apetencia de lejanías infantiles y juveniles que nos produce la cercanía física con el pasado. Esta nostalgia adquiere una profundidad singular al llegar a uno de los chaflanes en la confluencia con la calle Caspe, y como dispongo de tiempo decido detenerme en un rincón apartado de esa esquina. A mi alrededor un constante fluir de gente se cruza sin tocarse como líneas paralelas destinadas a no encontrarse jamás. Con mis ojos entrecerrados, como quien examina con meticulosidad un antiguo tomo, miro hacia una ventana en el ático de un edificio restaurado que sigue luciendo su arquitectura clásica con su fachada clásica y sus elegantes balcones de hierro forjado. La habitación que se esconde tras ese cristal se despliega ante mis ojos, como un oasis en medio de la aridez de la existencia, con el recuerdo de lo que alguna vez fue: un rincón apacible y sereno, de colores suaves y cálidos.
Al rato, mientras la contemplo, lo que en apariencia es una simple estructura de ladrillos y vidrio, se transforma en un prodigioso instrumento de evocación. Es un proyector de sombras de imágenes y voces que en alguna dimensión desconocida del universo permanecen ordenadas para ser recordadas en algún momento. En este santuario cósmico fluyen suspendidas junto a esas imágenes otras acompañadas de voces de quienes habitaron estas mismas paredes mucho antes que yo, aguardando ingrávidas a que alguien también las rescate alguna vez de su olvido.
En ese regazo de descanso viví los primeros meses en barandas lacadas en blanco. Mis días y mis noches en este mundo temprano se consumían en la contemplación de mi entorno. Mis pequeños ojos, aún vírgenes de la pesada carga de la experiencia, y mis oídos con su forma delicadamente curvada, exploraban con una curiosidad sin límites cada rincón de ese pequeño universo. Ahí estaban los pliegues de las cortinas susurrando historias traídas desde la calle; el sonido suave de la música que a veces llegaba desde la sala llenando el espacio con melodías desconocidas; el tintineo de las llaves anunciando la llegada de mi madre; las risas y voces de mis padres conversando en la cocina y, también, los adornos suspendidos sobre la cuna, con sus figuras danzantes y sus melodías suaves, que giraban y se mecían como narradores de historias arrancándome graciosos burbujeos.
La voz suave y melodiosa de mi madre, como un cántico mágico, me acompañaba en mis horas de vigilia. Cada noche, cuando las estrellas comenzaban a titilar y la luna asomaba su rostro, ella se acercaba a la cuna. Con sus manos cálidas y delicadas me recogía en brazos y en ellos me arrullaba, susurrando melodías que tejían un manto de serenidad y comodidad a mi alrededor. Sus dedos tiernos y cuidadosos trazaban caricias en mi espalda, como si pretendieran desvanecer cualquier inquietud o temor que pudiera albergar. Luego, con el suave balanceo de la cuna, el techo poco a poco se iba transformando en un cielo sin fin poblado de constelaciones que formaban figuras caprichosas. Entonces yo accedía a mundos desconocidos llenos de fantasías donde los cojines y la almohada eran montes etéreos con sus cumbres bañadas por la luz lunar que caía como un manto de terciopelo plateado. Los ríos, cual susurros líquidos, fluían caprichosos en un vals eterno, trenzando sus aguas en danzas que no obedecían más que a las leyes del ensueño. En ese reino onírico, los colores, más allá del espectro humano, pintaban el horizonte con tonos que ninguna paleta podría replicar. Los verdes eran más verdes, los azules más profundos, y los rojos se deslizaban como fuegos presumidos en un lienzo celestial.
Mis fieles compañeros, los peluches que reposaban a mi lado en la cuna, al llegar la noche mutaban en intrépidos exploradores de la oscuridad. Sus ojos de botón se convertían en faros que iluminaban el camino, y sus patitas de felpa se volvían patas de aventureros, ansiosas por pisar territorios inexplorados. Mudos de día hablaban de noche en lenguas secretas sobre historias extraordinarias de tierras lejanas y tesoros ocultos. Teddy se convertía en el intrépido líder de estas expediciones y a sus lomos cabalgábamos juntos por llanuras de nebulosas atravesando el espacio entre las estrellas que, cual luciérnagas, guiaban nuestra travesía. En esta historia nocturna que solo los sueños de la infancia pueden concebir, surcábamos mundos sin límites ni fronteras. En fin, en la quietud de mis sueños infantiles cada noche en esa cuna rodeada de barandas vivía junto a Teddy y sus amigos aventuras tejidas con hilos de inocencia en océanos de maravillas siempre por explorar, libre de las cadenas de la lógica y la razón.
Pero mi vida comenzó a tomar un giro fascinante cuando mis padres reubicaron la cuna junto a la ventana. Esa modesta decisión de diseño interior fue el punto de partida de una experiencia que transformaría mi percepción sobre el mundo que me rodeaba. Mis ojos, que hasta entonces habían estado limitados por los confines de la cuna, de repente se encontraron con un horizonte mucho más amplio y con un panorama que se extendía más allá de mi imaginación en un microcosmo al que no había accedido con mis peluches. Desde el umbral de aquella ventana, contemplé por primera vez la calle adoquinada y las aceras envueltas en una sinfonía de sonidos hasta entonces desconocidos. El bullicio de los vehículos y los rostros anónimos y enigmáticos de la gente componían un paisaje urbano fascinante y nuevo para mí. A veces me entretenía también mirando las ventanas de los edificios que se alzaban al otro lado de la calle. Cada ventana era como una página de un libro de cuentos. Tal vez en alguna ocasión cogido a las barandas de la cuna vi a un estudiante rodeado de libros y apuntes quien con gestos de frustración estaría descifrando fórmulas y teoremas que años más tarde desafiarían también mi entendimiento. Y quizás en otra ventana divisé a unos niños con risas y gritos de alegría que probablemente, sin comprender del todo el significado de sus juegos, debieron causarme una placentera sensación. O quién sabe si otro día, en un silencio roto por mi llanto, vi deslizándose sigilosamente por el interior de alguno de esos pisos a una figura oscura y ominosa con el destino macabro de sus propósitos reflejado en sus ojos.
De este modo los días se fueron convirtiendo en una emocionante travesía de inquietudes sensoriales. Sin embargo, con el paso del tiempo mi existencia entre esos barrotes altivos se vio irremediablemente enredada en la rutina, como si estuviera prisionero en una fortaleza inexpugnable. Diariamente, mientras el exterior del mundo llamaba a mi inquisitiva atención, yo permanecía atrapado entre estas murallas de madera dura y áspera a las que mis dedos diminutos y toscos se aferraban en la desafiante búsqueda de una brecha por la que escapar. Los días se deslizaban como si fueran eslabones de una cadena perpetua, pero mi determinación no mermó. Mis pequeñas extremidades, aún carentes de destreza, batallaron con tenacidad acompañadas de llantos, estridentes y angustiosos, que eran el himno de mi insurrección. Mis padres, ajenos a mi ansias de libertad, respondían con caricias y dulces palabras. Por las noches, en su ausencia, yo miraba fijamente esas barandas visualizando el momento en que finalmente lograría trepar por ellas como había visto hacer en brazos de mi madre a otros niños en los columpios, toboganes y trepadores de los parques. Hasta que por fin llegó ese día especial, el día en que mi determinación dio sus frutos. Mis manos se agarraron a esas barras y sentí que tenía la fuerza y el equilibrio necesarios para impulsarme hacia arriba. Mis piernas tambalearon, pero finalmente, con un poco más de esfuerzo logré superar el obstáculo y caer del otro lado de la cuna.
Allí estaba, en el suelo, experimentando por primera vez la libertad en un mundo vasto y enigmático desplegándose ante mí. Comencé a explorar a gatas la habitación y con cada nueva perspectiva y cada rincón desconocido fui poco a poco despertando mi inocencia con expresiones de asombro. Los objetos cotidianos, que antes solo observaba desde la distancia, ahora se ofrecían a mis manos. Los tocaba con una mezcla de curiosidad y urgencia, exploraba los cajones como si fueran secretos sin descubrir y acariciaba la textura de la alfombra como si fuese un manto de nubes.
Con el tiempo me aventuré algunas noches por los pasillos del piso y así, gradualmente, mientras los días se transformaban en semanas y estas en meses, crecí en este nuevo mundo más allá de la prisión de la cuna. Sin Teddy y sus compañeros de felpa, en busca de la esencia de mi existencia en medio de la infinita incertidumbre del porvenir. ¡Libre!
Se hace tarde y empiezan a caer algunas gotas de lluvia. Durante este rato el tiempo ha detenido por un momento su marcha implacable para permitirme regresar, aunque por un breve instante, a esa época tan generosa en recuerdos. En este espacio atemporal me he encontrado rodeado por la sensación de ser un extraño, un visitante de un tiempo que ya no es el mío. Las voces y las imágenes del pasado se han entrelazado en mi memoria, y en esta revelación, en este instante de lucidez absurda, de pie en esa esquina entre gente que sigue yendo y viniendo de un lado a otro, he acabado dándome cuenta de la paradoja que supone vivir en un mundo donde todo cambia, excepto lo que ya fue. Es hora de emprender el camino hacia el despacho.
A punto de dar el primer paso tengo la impresión de que en esa ventana hay un bebé cogido de los barrotes de una cuna y con unos ojos pequeños y resplandecientes que me miran con una curiosidad inocente. A medida que subo por la calle esta imagen se desvanece lentamente en mi mente, pero otra toma su lugar. Es la figura de Mariano, un hombre ya mayor cuyo rostro vi esta misma mañana en el banquillo de la sala de vistas. Estaba esposado, pero su mirada permanecía imperturbable como si hubiera aceptado su destino con una estoica resignación. Se le imputa un delito de insolvencia fraudulenta, una acusación que paradójicamente solo podría haber afrontado estando en libertad. Es difícil no pensar en la ironía de la vida cuando al acordarme ahora de él pienso en que probablemente se marchará de este mundo confinado entre barandas igual de duras y ásperas como las que yo sorteé con astucia en mi travesía precisamente hacia la libertad.
¿No estamos todos, de alguna manera, encadenados sin necesidad de barrotes ni rejas físicas? ¿Quién, en su plena lucidez, puede discernir con certeza cuál es la prisión más desoladora: la que se erige con muros y candados tangibles, o la que habita en las ataduras invisibles de nuestra existencia? Al recordarlo sentado allí, no puedo evitar reflexionar sobre el inevitable juego cósmico en el que todos participamos, donde nuestras vidas se entrelazan en un ballet de elecciones y consecuencias, y donde la verdadera libertad es una ilusión pasajera. En este mundo, donde la libertad es precisamente un sueño esquivo, me pregunto si no somos todos como bebés observándonos unos a otros a través de las cortinas de nuestras propias limitaciones, esperando comprender el significado de la vida y la verdad que se esconde más allá de nuestros propios confines.