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Desayuno con un abogado

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Borborigmos en la sala de vistas

¿Qué desayunan los jueces?

Muchos clientes llegan al abogado con la ilusión de que los conflictos se resuelven en los tribunales de manera lógica y ordenada, convencidos de que los jueces están exentos de prejuicios y ataduras, como si todos ellos estuvieran hechos en un mismo molde. Esta es una impresión parecida a aquella con la que salimos de las facultades de derecho, solo que después de unos años de experiencia pronto nos damos cuenta de que las cosas en la práctica no se desenvuelven siempre sobre la base de esa racionalidad.

Fueron los realistas norteamericanos quienes tuvieron el atrevimiento de perturbar los cimientos del positivismo jurídico demostrando que la sentencia no es ni de lejos el resultado de un silogismo sino una intuición compleja mediatizada por motivaciones metajurídicas que luego se mantienen ocultas entre sus considerandos. Jerome Frank llevó este escepticismo incluso más lejos al cuestionar la posibilidad de que los jueces pudieran determinar objetivamente los hechos:

“los innumerables errores de percepción derivados de los sentidos, las fallas de la memoria, las amplias diferencias en los seres humanos en lo relativo a sexo, edad, naturaleza, cultura, estado anímico transitorio, salud, apasionamiento, ambiente, etc., todas estas cosas ejercen tan gran efecto que es raro que recibamos dos relatos similares sobre una misma cosa; y cuando comparamos lo que a la gente le sucede realmente y lo que confiadamente afirma sólo encontramos error sobre error”

Los estudios en sociología jurídica han revelado que el razonamiento judicial no se manifiesta en su pureza abstracta dentro del contexto de justificación de una sentencia. Más bien, refleja un entramado de valores, intereses y consideraciones sociales y personales que preceden y moldean el proceso. Esto implica que el llamado silogismo judicial está impregnado de un relativismo en el que los jueces juegan a los dados y estos tienen las caras marcadas por su educación, ideología, creencias, convicciones sociales y morales, y, como no, su predisposición en estrados y luego al retirarse a su despacho a meditar. No debemos olvidar que, más allá de su estructura sintáctica y semántica, las normas jurídicas poseen una dimensión pragmática que, a través del sentido común e incluso a veces desafiando las reglas del lenguaje, permite al jurista alcanzar los resultados que considera adecuados. Esta manipulación, que conocemos como argumentación, interpretación o subsunción, está expuesta a los valores y la personalidad de quien la aplica. Pensando en el art. 1.902 del Código Civil, qué significa para cada juez la expresión culpa o negligencia? 

Esto que comento no debería despertar las inquietudes con las que se ha combatido a la doctrina del realismo jurídico, pues permeabilizar la toma de una decisión con nociones extraídas de la ética o sobre una determinada concepción de lo útil desde la perspectiva social, puede llegar a proporcionar incluso más seguridad jurídica que la que aporta la mera subsunción mecánica del hecho en una norma trasnochada por el paso del tiempo.

Lo que ocurre es que, salvedad de los casos difíciles, los abogados podemos hacernos una idea aproximada de qué normas van a aplicar los jueces al caso. Pero poco, por no decir nada, sabemos sobre los engranajes cognitivos y emocionales de la mente de esa persona más allá, y no es poco, de lo transmitido por su mirada al recibirnos en la sala de vistas después de una mañana plagada de juicios.

Decir abiertamente que las decisiones de los jueces no son el fruto puro de una mente racional tiene bastante de reaccionario frente a las concepciones analíticas del iusformalismo, básicamente por cuanto supone identificar el derecho con la experiencia práctica. Lo que es tanto como negar el reconocimiento del valor de las normas antes de la decisión y convertir a esta en una mera suerte de profecía y a la ciencia jurídica en una técnica de previsión de comportamientos.

Piero Calamandrei tuvo la ocurrencia de recomendar a los abogados de que se informaran previamente acerca de las costumbres domésticas del juez y, de estarse en el caso, se cuidaran de seguir hablando cuando su serenidad empezara a dar muestras de estar turbada por su mal humor gastronómico.

“Con su brevedad aprovecharía más a su cliente que con un elocuentísimo discurso que se prolongue cuando la mente del juez está lúgubremente obsesionada por la idea del modesto almuerzo que se le está pasando”.

Un juez nunca revelará en la motivación de su sentencia los retortijones de su estómago mientras soportaba la interminable palabrería de los abogados. Tampoco compartirá si el delicado momento en que su mente oscilaba entre una condena y una absolución fue influenciado por experiencias personales que, para el común de los mortales, alterarían incluso temporalmente nuestra percepción. A pesar de su papel objetivo, los jueces son humanos, y, como tales, no están exentos de las vicisitudes de la vida. Sus desafíos para equilibrar la vida familiar, enfrentar un divorcio, soportar la pérdida de un ser querido, o lidiar con la repentina enfermedad de un hijo en un día laborable, son aspectos que permanecen ocultos a nuestros ojos, pero que tienen el poder suficiente para influir en su razonamiento. Algo parecido a lo que ocurre en el plano de la heurística a través de la cual los psicólogos conductistas nos pusieron al corriente hace ya años de los fascinantes atajos mentales que de un modo imperceptible guían la conciencia del cerebro humano, ámbito muy interesante en el que se ha desenvuelto la psicología jurídica para asentarse en una corriente del pensamiento jurídico, principalmente en Estados Unidos.

Ningún abogado, por lo general, puede anticipar con certeza el resultado de un proceso. Aunque en un sistema donde las decisiones se toman secundum legem la previsibilidad es considerablemente mayor que en uno basado en el derecho libre, esta nunca es absoluta. Por ello, considero que la actitud más prudente, si no la más honesta, es alejar al cliente de esas ilusorias certezas y hacerle comprender que la resolución de su caso es una especie de profecía para la cual los análisis lógicos son vulnerables. Pero tampoco hace falta caer en el tropo con el que se ha caricaturizado a las escuelas del realismo jurídico más extremas: la justicia es lo que el juez habrá desayunado el día del juicio.

Dado que lo que he expuesto hasta ahora podría parecer una simplificación excesiva o una conclusión precipitada, considero más útil, antes de adentrarme en complejidades dogmáticas, presentar un estudio paradigmático llevado a cabo por un equipo de sociólogos israelíes. Su investigación se centró en analizar cómo el tiempo transcurrido desde el inicio de cada sesión de trabajo afectaba las decisiones de los jueces en relación con la concesión de una libertad condicional. A los jueces se les sometió a dos interrupciones para comer y/o descansar en el transcurso de una misma jornada laboral. Los resultados, obtenidos de un muestreo de mil decisiones, revelaron que los reclusos tenían menores probabilidades de obtener la libertad condicional a medida que avanzaba la mañana, mientras que sus oportunidades se incrementaban después de una pausa para almorzar, que consistía en una comida ligera de sándwiches y fruta. Es decir, las decisiones más favorables se producían al principio de la mañana, con un porcentaje del 65%, que descendía hasta casi insignificante antes de la pausa del almuerzo. Tras este descanso, las probabilidades volvían a elevarse hasta el 65%, para después disminuir nuevamente hasta un rechazo del 80% al final de la jornada. Los investigadores no lograron determinar si este cambio en las decisiones estaba relacionado con el descanso en sí o con la naturaleza del tentempié.

Adoptar una perspectiva vital en la realidad judicial conlleva el riesgo de racionalizar las sentencias de manera excesivamente escéptica, especialmente cuando el veredicto es desfavorable. Esta inclinación puede llevarnos a interpretar el proceso judicial como un capricho de la subjetividad humana más que como una aplicación de principios legales rigurosos. Sin embargo, cuando el resultado es favorable, tendemos entonces a sostener la creencia de que la decisión está respaldada por una lógica sólida más que por el azar. Este fenómeno refleja cómo nuestro cerebro, influenciado por el contexto emocional y las expectativas personales, ajusta también su percepción de la realidad de acuerdo con la perspectiva que nos conviene, revelando una paradoja intrínseca en la forma en que interpretamos la justicia.

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