“te tengo localizada”; “lo vas a pagar caro”
El ser humano defiende con fervor lo que considera suyo por derecho porque siente que cualquier intento de disputa es un desafío a su propia identidad y a su patrimonio. Ya sea un ataque al honor, a la libertad, a la familia o a sus bienes, estos actos provocan reacciones instintivas de defensa que se manifiestan tanto a nivel físico como psicológico.
La expresión de esta agresividad es notablemente diversa; a menudo adopta formas extremas e incluso violentas, y muchas de estas respuestas se gestan incluso antes de que el individuo acuda al abogado. Casos como el de una mujer que tras descubrir la infidelidad de su esposo le sesgó con un cuchillo el pene mientras dormía, o el del inquilino que ante la negativa de su arrendador sometió a éste a una tortura psicológica mediante llamadas telefónicas nocturnas, son, entre tantos otros, ejemplos reales que ilustran la profundidad de las emociones y las acciones que pueden desencadenar este ataque al meum iuris.
Afortunadamente no todos los casos alcanzan estos niveles de violencia. La mayoría de las veces esta agresividad se verbaliza en el bufete del abogado, a través de insultos, difamaciones y amenazas dirigidas al adversario y también al propio abogado de éste a quien se le considera cómplice.
Esta agresividad puede incluso extenderse más allá de las partes involucradas en el conflicto para alcanzar al propio sistema judicial, que es lo que ocurre cuando el cliente lo interpreta como una entidad hostil, como una coalición de fuerzas ocultas que conspiran en su contra con el objetivo de vencerlo y arruinarlo. Aunque algunos puedan sentirse tentados a afirmar que todos los abogados son parte de esta farsa, sería un error caer en esta generalización más propias de mentalidades paranoicas o antisistema.
Cuando el cliente acude al despacho del abogado lo hace con una determinación consciente y una expectativa arraigada en las normas sociales: la de que el abogado restaurará el equilibrio jurídico perturbado. Este acto refleja una respuesta adaptativa a la agresividad vivencial a la que aludí hace unos momentos, donde el abogado se convierte en el símbolo de la fuerza reactiva con la que el cliente espera que someta a su adversario. Es una representación simbólica de la búsqueda de justicia y reparación por parte del cliente, quien ve en éste el agente que hará valer sus derechos y corregirá las injusticias sufridas. Al fin y al cabo el derecho es en última instancia coerción, y es comprensible que el cliente que se siente humillado, lesionado, agredido o preterido, internalice la figura del abogado como el brazo ejecutor que llevará a cabo esta coerción en su nombre.
Esta imagen instrumental es la que explica, que no justifica, las salidas de tono de ciertos clientes esos que, por tener desplazado el centro de gravedad del objeto del derecho, no entienden y les resulta poco reconfortante para su ego que su abogado trate con cortesía a su oponente, actúe en la sala de juicios con contenida vehemencia, se emplee con moderación a lo largo de un procedimiento o, simplemente, no siga al pie de la letra sus indicaciones.
El impulso subyacente de estas intemperancias, que llegan a convertirse en acciones violentas, hostigadoras y amenazantes, tiene que ver (dejando de lado las personalidades paranoides), con la falta de adaptación a ese proceso de transferencia que lleva al cliente a intentar coartar la independencia del abogado con tal de mantener el control absoluto sobre el conflicto. Ni que decir tiene si, llegado el momento, la sentencia es adversa, porque entonces, agotadas las intemperancias verbales, algunos tratarán de canalizar esta agresividad mediante una demanda de responsabilidad profesional o una denuncia deontológica, convirtiendo al abogado en su nuevo enemigo o contrincante, sobre quien focalizarán su agresividad.
Hago estas reflexiones tras leer que el Ilustre Colegio de Abogados de Madrid ha concedido amparo a una colegiada que sufrió vejaciones continuadas por parte de su cliente. A juzgar por el contenido de la noticia diría que éste presenta una personalidad psicopática, ya que es el perfil que mejor encaja, según lo que he leído, con las vejaciones continuas y las intromisiones constantes en el trabajo de la letrada: acoso mediante seis horas de grabaciones enviadas por correo electrónico y WhatsApp, más de 50 correos electrónicos, multitud de llamadas, faltas de respeto con alusiones a su supuesta inutilidad por discrepar con la estrategia de defensa y críticas a su desempeño (“es usted una vaga y una irresponsable”, “sinvergüenza, que es lo que usted es”), además de actitudes amenazantes al entrar en la sala de juicios.
Situaciones como esta ocurren constantemente, pero solo unas pocas llegan a trascender a la luz pública, y menos aún las que acaban en los tribunales. Un ejemplo es el caso resuelto por la Audiencia Provincial de Navarra que confirmó la condena de un cliente por un delito leve de coacciones, tras haber llamado al abogado once veces en 15 minutos, seguido de una treintena de mensajes por WhatsApp. O el caso publicado en el portal CincoDías, sobre una abogada del Turno de Oficio a quien la exnovia de uno de sus clientes le envió mensajes del tipo: “Hija de la gran puta, sé dónde vives”; “te tengo localizada”; “lo vas a pagar caro”; y, a pesar de haberse dictado una orden de alejamiento y prohibición de comunicaciones, continuó enviando mensajes de la misma índole.
Estos casos ilustran de manera vívida algunos de entre tantos de los desafíos a los que nos enfrentamos los abogados cuando debemos vérnoslas con clientes cuyas expectativas y comportamientos están influenciados por complejas dinámicas psicológicas frente a las que, por lo común, no estamos preparados. Llegado el caso, si alguno se encuentra en algunas de estas situaciones lo más recomendable es que pida amparo a su Colegio de Abogados aun cuando no todos, que sepa, cuentan con un protocolo de actuación.