El pleito comporta una relación cargada de tensiones emocionales. Es una experiencia altamente tensional en la medida en que cada litigante vive la conducta del otro como una agresión y sus efectos con una terrible angustia.
La naturaleza competitiva del proceso legal contribuye significativamente a esta tensión. En cualquier disputa inevitablemente hay por lo común un ganador y un perdedor, y esta dicotomía genera una presión psicológica enorme. Cuando se trata de pleitos, la posibilidad de perder no solo significa una derrota en términos legales, sino también una posible pérdida de estatus, dignidad y, en algunos casos, de estabilidad financiera o emocional.
Las manifestaciones externas de esta angustia de los clientes las percibimos diariamente los abogados. Nos hablan de alteraciones somáticas, como trastornos del sueño, problemas digestivos y otros síntomas relacionados con el estrés. Comprobamos la testarudez y la desconfianza paranoide con la que algunos responden ante el temor a ser engañados o traicionados. Piensan en intentos de soborno y nos hablan de su falta de fe en el proceso. El comportamiento altanero y las comunicaciones compulsivas que recibimos a través de llamadas y mensajes también son indicios de la intensa presión emocional que sienten los litigantes.
La dramatización de los orígenes del proceso
La expresión “dramatización de los orígenes del proceso” empleada por muchos historiadores del derecho sigue vigente en nuestros días, porque el proceso como sucedáneo de lucha física no ha dejado en modo alguno de ser un juego dramático. El litigante vive su angustiosa situación de incertidumbre frente al resultado de ese juego como un miedo, naturalmente simbólico e irracional, a perder la integridad de su cuerpo, o en un plano más consciente, como un miedo a perder lo que tiene y lo valoriza ante los demás.
En resumen, el conflicto cuando se judicializa no solo es una lucha por derechos y recursos, sino también una experiencia psicológica profundamente perturbadora. Y esta dimensión emocional del litigio es una parte integral de la experiencia legal que influye tanto en la conducta de las partes como en las dinámicas del proceso mismo.
En este contexto el papel del abogado no debería limitarse únicamente a una defensa jurídica. Aunque un abogado no es un psicólogo y no tiene la formación para ofrecer apoyo terapéutico especializado también puede desempeñar una función importante en el manejo de esta angustia emocional que acompaña el proceso. En este propósito ha de ofrecerse al apoyo emocional y a una comunicación clara que incluya la preparación del cliente frente a posibles resultados no esperados. En última instancia, un enfoque holístico que combine la competencia legal con una comprensión de las dimensiones emocionales del proceso puede mejorar la experiencia del litigante y contribuir a un manejo más equilibrado y eficaz del conflicto.