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Desayuno con un abogado

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Clandestino (Capítulo II)

El reloj casi marca las doce y el murmullo de las calles va desapareciendo por el silencio de la medianoche. En distintos puntos de la ciudad los protagonistas de este relato siguen con sus propias historias.

En una terraza iluminada por la suave luz de unas farolas, Flora y Alberto se entregan a un coqueteo juguetón entre risas tontas que anticipan otra noche de desenfreno en la cama.

En un barrio más distante, Nerea comparte con su hijo la emocionante noticia sobre el futuro que les aguarda pues los nuevos días se presentan llenos de nuevas oportunidades.

En otro rincón de la ciudad Dolores se observa detenidamente en el espejo. Las marcas en su cuello aún le provocan escalofríos.

Casilda, en un lujoso apartamento en un barrio alto rebosa de satisfacción al conocer el veredicto que esperaba.

En otro lugar Cristina está recostada en la cama de su dormitorio. Entre pensamientos dispersos lleva rato deslizando los minutos con los dedos por la pantalla de su móvil. Durante este tiempo piensa en el divorcio, examina perfiles o lee los consejos de un psicólogo: “Es natural que te sientas como una montaña rusa; la infidelidad es una experiencia extremadamente dolorosa y puede generar emociones intensas como ira, tristeza, confusión y duda sobre uno mismo. Tienes que centrarte en tu bienestar emocional y físico: asegúrate de comer bien, dormir lo suficiente y hacer actividades que disfrutes o te relajen, como meditación o yoga…” Deja el móvil, apoya su cara en la almohada y por su cabeza comienzan a sucederse destellos de recuerdos lejanos. Entre estos, su estancia en Montmartre haciéndole muecas por detrás de los pintores, sus paseos en moto agarrada fuertemente a su cintura por una de las sinuosas carreteras del Montseny, ese atardecer en esa habitación en la Costa Brava… Son instantáneas con las que se acuesta y con las que sus noches hace ya tiempo que se volvieron tristes, de una tristeza que alcanza a estos y otros recuerdos. En ocasiones, como ahora, se levanta dejando a Pedro inmerso en la lectura de un libro para refugiarse en el salón donde en un sillón de piel envejecida vive el desasosiego que provocan las apetencias nostálgicas.

En el repositorio de su móvil acaba de aparecer un mensaje de Flora, pero en estos momentos lo único que desea es que alguien la haga volar muy alto entre nubes de algodón.

La felicidad en el hogar se vio traicionada con la llegada de los mellizos. Tres años antes, con el nacimiento de Carlota, Cristina ya había renunciado a sus ambiciones profesionales ilusionadas en la facultad de Derecho y luego formándose para el acceso a la carrera judicial. Tenía entonces veintiséis años y una enorme vocación maternal heredada de su madre que ella exhibía con orgullo. Pedro supo reconocerle esta abnegación por la pequeña con mayores muestras de afecto con las que trataba de corresponderle por sus largas ausencias por razón del trabajo. Se preocupaba por ella tal como le había prometido en el altar, y cuando no estaba en casa la agasajaba en la distancia movido por las mismas particularidades de esa mujer que le había correspondido también con esa misma promesa. En las horas de trabajo se lo expresaba constantemente con palabras a través de su móvil porque, incluso en la levedad de un simple mensaje o en la secuencia de unos emoticonos, sabía expresarle su amor. Y cuando no eran palabras lo manifestaba enviándole un ramo de flores. Generalmente rosas de color rojo en agradecimiento por su amor. Pero también hubo ocasiones para las blancas, símbolo de la perpetuidad, y para las azules ejemplo de excentricidad con las que le manifestaba lo extraordinaria, maravillosa e increíble que era. En una ocasión, recuerda ahora, él la besó de tal manera que logró enternecer a sus dos inseparables amigas de la facultad, Pilar y Flora.

Era un viernes soleado y habían quedado en la terraza de la pastelería Mauri, justo en medio de la animada Rambla Cataluña. Desde la acera opuesta él la observaba en silencio mientras ella, de espaldas a él, conversaba animadamente con sus amigas. Cuando decidió volver a caminar les hizo un gesto llevándose el dedo índice a los labios. En ese instante Cristina seguía absorta en su charla sin percatarse del silencio de sus amigas. De repente percibió el aroma inconfundible de su perfume y sintió cómo una mano acariciadora retiraba suavemente su cabello y a continuación un beso en el cuello: “¿cómo están nuestros bebés?”, preguntó posando delicadamente la otra mano en su panza de seis meses y haciendo sentir sus labios en los suyos con otro beso. Con esta misma clase de atenciones luego en la cama Cristina se acurrucaba a su cuerpo y con las plácidas sensaciones agraciadas por su olor y el contacto de su piel conseguía dormirse.

Pero con el nacimiento de los mellizos, Gonzalo e Ismael, empezó a despertar un desasosiego ambiguo. Se le apareció al inicio con intermitencias, muy particularmente al entrar en el cuarto de los bebes donde en otros tiempos había dedicado largas horas de estudio en su propósito por llegar a ser jueza. Le fascinaba esta idea que había cultivado siendo más joven con la lectura de los relatos de John Grisham, y la prefería a la de abogada porque veía la misión de impartir justicia mucho más elevada y trascendental.  En una de las paredes de esa habitación permanecía todavía colgada la orla de la facultad al agravio de las cunas con sus barrotes, del empapelado con elefantitos azules y del tocador con sus toallitas, pañales y cremas.  Evitaba mirar la orla cuando les cambiaba el pañal y entonces entre gorjeos les cantaba, ponía caras divertidas o soplaba para ver si les sacaba alguna risita. Después de acunarlos la habitación se convertía en un refugio íntimo donde la lectura le ofrecía un escape. Una vez leyó «La montaña mágica». A medida que avanzaba en la narrativa, una inquietud sutil pero creciente comenzó a invadir su mente. Se percató de que esos agradables días a base de las dulces y fugaces alegrías que le proporcionaban los niños no sería eternos, y entonces se deprimió avergonzada por tener la idea de que estaban robándole el futuro.

Durante ese período Pedro tenía que dedicar a las nuevas demandas de la familia unas horas más de trabajo como director comercial de una farmacéutica, pero cuando volvía a casa se esforzaba por suplirlas aliviándola de las fatigas que empezaban a manifestarse tímidamente por todo ella. Día tras día ella trataba de superar esa incipiente depresión pero poco a poco, de un modo imperceptible, aquel retrato colectivo con sus compañeros de la facultad se fue agrandando y ocupando todo el espacio de la pared hasta asfixiarla.

Cuando esto ocurrió aquel desasosiego, al inicio ambiguo, se manifestó con mayor intensidad. La losa de lo que veía como un vivir sinsentido se fue haciendo más pesada durante las semanas y los meses siguientes amontonando sobre sus espaldas mayores desalientos. “Saldremos de esta diablitos”, se decía para sí misma con sus ojos abandonados a la visión de un difuso espejismo asomando muy a lo lejos que era lo único que le animaba a no decaer.

Una noche, mientras se vestía para salir a cenar con Pedro, se miró al espejo y en un instante de cruda introspección rompió a llorar. Las lágrimas brotaron de lo más profundo de su ser revelando una angustia que hasta entonces había permanecido oculta bajo la superficie de su vida cotidiana. Con un pesar profundo, se enjugó las lágrimas, se volvió a maquillar y eligió un vestido más alegre. Sin embargo, aquellas lágrimas inesperadas no fueron algo aislado; empezaron a aparecer de vez en cuando, y luego con mayor frecuencia, transformándose en torrentes de llanto. Fue en ese momento, en medio de su desesperación, cuando decidió que había llegado la hora de cambiar su vida como quien da un golpe seco sobre la mesa en un acto de resolución definitiva. A pesar de la resistencia de su esposo, comenzó a visitar varios despachos de abogados y encontró uno donde empezó a trabajar.

En aquella época los mellizos tenían tres años y, para suplir este vacío en casa, la familia se agrandó dando entrada a una chica de veintisiete años de sonrisa permanente que hizo más llevadera las cosas. De carácter risueño, Deisy conservaba las esencias merengues de cuando nació a mitad de camino entre San Juan de la Maguana y Santo Domingo. Menuda, cercana al metro sesenta, y de piel mestiza, durante el día se hacía cargo de las responsabilidades y de los compromisos más básicos de los pequeños hasta bien entrada la tarde cuando alguno de los padres regresaba. Los llevaba al colegio y luego los traía de vuelta, cargaba con sus mochilas y berrinches, se ocupaba también de las actividades extraescolares, de las citas al pediatra o al dentista, de sus álbumes de cromos y, en fin, de todo cuanto no estuviera al alcance más inmediato de los progenitores. Los pequeños se sentían a gusto a su lado y se regocijaban escuchando su acento y sus expresiones. Sobre todo también viendo como meneaba al ritmo de salsa su voluptuoso trasero que lucía orgullosamente como parte de la grandeza que Dios había repartido por todo el caribe. “Échenle salsita mis churumbeles”, les provocaba para apartarlos del televisor al ritmo del perico ripiao. Carlota imitaba con su voz una güira, Gonzalo con la suya un acordeón e Ismael una tambora, y al ritmo de bachata y merengue Daisy empezaba a moverse graciosamente cambiando el peso de la cadera de una pierna a la otra y haciendo círculos con los hombros.

Tan pronto ponía un pie en casa Cristina trataba de recuperar apresuradamente su espacio como queriendo sofocar el sentimiento de culpabilidad que despertaba muchas veces durante el trabajo. Y cuando regresaba su marido, por lo común al anochecer, él se ayudaba de su ceño para acallar en la mesa las risotadas de los pequeños o para poner orden a sus acaloradas riñas. Luego, antes de acostarlos, aún tenía tiempo para retozarse con ellos con algún juego. Él imponía una relación de mayor autoridad con arreglo a la cual las normas debían cumplirse porque sí, y para esto no le dolía recurrir a los castigos. Contrariamente a Cristina que se ocupaba de completar el proceso de socialización de esas normas cogiendo a los niños en brazos para explicarles las razones por las que era conveniente no desobedecer.  Pero sin ser conscientes, mientras todo esto ocurría, un germen se estaba inoculado lenta y silenciosamente en el matrimonio en forma de imperceptibles fisuras, que poco a poco se irían apoderando de este como hacen las raíces de los arbustos más rastreros con los prados. Entonces los mellizos habían cumplido los siete años y Carlota los diez, y los padres en vez de desbrozar esas malas raíces dejaron que se ensancharan y alargaran.

Pasaron otros años y nada cambió. Pedro empezó a perder la costumbre de sorprenderla con mensajes afectuosos y también con ramos de flores salvo puntualmente por su cumpleaños. Los orgasmos, lejos de ser genuinos, pasaron a ser por compromiso. Los momentos de diversión y disfrute entre ambos, como las cenas con sus amistades, se volvieron poco a poco en excepcionales. Era imposible que Pilar y Flora no vieran lo poco calurosos que se habían vuelto los abrazos de Pedro, la frialdad cuando le cogía de la mano o como mantenía fruncido el ceño más a menudo de lo que sonreía mientras que ella forzaba su sonrisa como agarrándola con alfileres. Prefería sufrir en silencio a admitir abiertamente la crisis del matrimonio, y para esto fingía relatos. “Ayer tuvo un mal día en el trabajo”, “está pasando un mal momento” … Pero con esas y otras evidencias, Pilar y Flora sabían perfectamente que la relación no pasaba por su mejor momento y de haberle manifestado su preocupación por ella lo más probable es que se hubiera alejado de las dos llevada por una especie de acomplejamiento por lo que empezaba a ver como el error de su vida. Envidiaba a Pilar por como vivía su soltería al margen de autorreproches, frustraciones y de cualquier utopía romántica, y no precisamente por falta de encanto. Y por Flora también sentía una especial admiración pues por aquellos tiempos contaba ya para dulcificar su crisis matrimonial con un amante.

En aquellos tiempos Daisy se había ya entrometido mucho más con su menestral vocación de ama de casa conquistando algunos espacios del hogar y de la propia familia. Le sobrevino el cariñoso apelativo de tía y con este título se sentía autorizada a intervenir en esas fisuras cada vez mayores abiertas entre ambos. En ocasiones tras una riña con su marido, Cristina se acercaba con los ojos entumecidos a ella buscando consuelo y ésta le decía tomándole las manos: “No lo suelte en banda que él sigue emperrao con mamacita y hoy se habrá levantado pariguayo”.

A propósito de Daisy, un día al regresar de un viaje de trabajo, Pedro le reprochó por primera vez por el deje antillano de los pequeños. Lo hizo poniendo sordina a sus palabras, pero en los días siguientes y en los posteriores las palabras salidas de sus labios se hicieron más llanas y directas a reclamo de cualquier cosa o circunstancia. Hasta las más sencillas provocaban un mar de fondo cuando en otros tiempos el más pequeño de los susurros les embriagaba los sentidos.

El matrimonio lleva ya tiempo instalado entre dos abismos: el de un deseo moribundo y el de una voluntad hipócrita de permanencia. Hace unos meses Cristina le dijo a Daisy que no cocinara nada que precisara de una cuchara porque se irrita oyendo los sorbos de Pedro. Y como no puede ocultarlo, tiene la impresión de que él introduce más bastamente el líquido en su boca para enfurecerla aún más. A él también le molestan los ruidos de Cristina, a veces incluso cuando le habla. Por estas y otras razones hoy en día sus conversaciones están hechas de frases cortas y secas acompañadas con alguna forzada dilatación en los labios. Entre ambos se ha establecido una recíproca complicidad en la que parece que cada uno vive por sí mismo y la familia un poco para todos. Papá y mamá se quieren a sus ojos porque, con las apariencias cada vez más forzadas por parte de ambos, se lograba artificiar la idea de que el matrimonio es algo incombustible. Pero a espaldas de los hijos no hay lugar para los fingimientos. Duermen en la misma cama, pero no juntos por que el trazo de esa línea que les separaba emocionalmente de día se ha hecho tan profundo que por la noche se prolonga como una medianera en el imaginario de cada uno.  Cualquiera de los aceptaría de buen grado una muestra de infidelidad con tal de tomarlo como un pretexto para evadir de sus conciencias cualquier sentimiento de culpa. Esta posibilidad, esta simulación de justificación moral, es precisamente lo que más la irrita a ella, como ese día al salir de la consulta del terapeuta, cuando él, con una especie de frialdad calculada, la alentó a buscarse un amante.

Son las dos de la madrugada y Cristina sigue en el salón sentada en el sillón de piel envejecida a juego con el mismo tono deprimente de toda la estancia. Pedro siempre se ha negado a remodelar esa estancia y en estos momentos a ella le vienen unas ganas tremendas de tirar por la ventana la alfombra persa, los soberbios sillones chesterfield, los jarrones de época, la mesa de nogal y una amplia colección de cuadros. En ese ambiente de aire emponzoñado que no le deja respirar los observa como si fueran una metáfora de su matrimonio. Están ajados y sin frescura, aquella con sus motivos geométricos ya desgastados, aquel con la piel descompuesta, los penúltimos con la porcelana descolorida y estos últimos con molduras trasnochadas.

Con todo, en este lugar triste y sombrío consigue por las noches conciliar el sueño viendo series de Netflix, en algunas ocasiones hasta las tantas de la madrugada. Le ha ocurrido recientemente con la Casa de Papel y con Black Mirror. Un compañero del trabajo le recomendó Grace y Frankie, dos mujeres que se quedan heladas cuando sus respectivos esposos les piden el divorcio. Le hizo caso y con el segundo episodio sintió envidia, y con los siguientes se empoderó con las mismas pócimas edulcoradas con las que a éstas se les había endulzado la vida. Se vio como una heroína fantaseando con la idea del divorcio.

Ahora no está mirando ninguna serie. Está fantaseando con otro mensaje que acaba de aparecer en la pantalla del móvil. Desde hace unas semanas ha comenzado a experimentar la seducción de una atracción que al principio apareció dubitativa pero que, poco a poco, se ha ido revelando más verosímil. Lo que está leyendo echada entre los cojines del sofá son palabras escritas con la misma hermosura que hace unas semanas lograron despertarle algunos suspiros y que en los últimos días han empezado a desvelarse provocándole pensamientos que se le aparecen de pronto y con los que se recrea construyendo historias. Esta mañana mientras hablaba en la terraza con Flora ese hombre le ha escrito: ¿cuándo nos veremos? Todavía no le ha dicho nada y sigue sin saber que responder.

Durante los minutos siguientes piensa en posibilidades remotas y se encanta con ellas. El corazón le trepida, y más intensamente con el sonido de un nuevo mensaje preguntándole lo mismo, pero con otras palabras. Le falta aire y el que respira le oprime atenazando sus dedos en la pantalla. Se levanta del sofá y comienza a andar de un lado a otro con la mente pensando en círculos y entre estos se le aparece la visión de lo ocurrido en el juicio de Casilda: la tensión en el ambiente, el peso de la mirada de Emmanuelle, la intensidad de sus ojos y de su voz. Su rostro se sonroja al rememorar todos los detalles, y siente cómo esas sensaciones empiezan a desplegarse por todos los rincones de su cuerpo. De repente, una súbita impresión la sacude: le ha parecido ver la sombra de Pedro merodeando por el pasillo. El pánico la asalta, y rápidamente esconde el teléfono, mientras su corazón late con fuerza atenta a cualquier ruido que confirme su presencia. Si entrara en estos momentos le reprocharía a la cara todo lo que piensa, pero conociéndolo lo más probable es que él respondiera a este ataque como cuando salieron del terapeuta. Algo mejor, le diría: “he encontrado un amante, ¿vale? Estate tranquilo, ¿vale? Pienso cargar con todas las culpas, ¿vale?”. Y también le diría, porque lo ha leído en sinbragasydesatadas.com, que después del divorcio las mujeres se sienten más atractivas, más sensuales, con ganas de vivir y más adictas al sexo. “¿Vale?”.

Tan solo ha sido una falsa impresión, así que desliza la mano por el bolsillo de su bata para recuperar el teléfono. Comienza a pensar cómo sería su vida en adelante si contestara al último mensaje y al poco, dominada por los extravíos de los sentimientos, acerca antojadiza los dedos a la pantalla. Nada más que el emoticono de una sonrisa seguida de unas palabras escritas con pulso tembloroso, el corazón a punto de reventar y una sensación de ardor extendido por todo su cuerpo. Suficientes para que tenga en este instante los labios ligeramente entreabiertos y una ferviente expectación pintada en su rostro que la mantendrá en suspensión durante un buen rato. Se ha acercado a la ventana, la abre y mira el firmamento inundado de estrellas que chispean en compañía de una luna gibosa que parece sonreírle.

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