M
Desayuno con un abogado

Tertulias de café / Relatos /

La última sentencia

Quien sostiene la balanza de la justicia debe primero equilibrar el peso de su propia conciencia

En una pequeña aldea perdida en los confines de un bosque espeso vivía Don Esteban, un hombre que para todos los aldeanos era más que un simple juez. Su presencia en la comunidad imponía respeto y a la vez un temor reverencial. Se hablaba de él con la misma cautela con la que se invoca a los espíritus. Sus ojos ancianos, oscuros y profundos, parecían ver más allá de lo evidente, como si pudiera desentrañar los secretos más ocultos del alma humana.

Las historias que rodeaban su vida eran más que rumores. Algunos decían que en su juventud había viajado a tierras lejanas donde había adquirido un conocimiento que ningún hombre común debería poseer. Otros aseguraban que su familia, que había gobernado con justicia en esa comarca durante generaciones, estaba marcada por un pacto con las fuerzas de la naturaleza misma. Nadie podía asegurar si esas historias eran ciertas, pero en la mirada del juez había una verdad innegable: no era un hombre cualquiera.

Una tarde de otoño llegó a Don Esteban un caso que acaba de sacudir a la aldea. Su protagonista era Clara una joven que, a ojos de todos, era lo que el aire fresco de la mañana es para las hojas dormidas: una brisa dulce que al rozarlas las despierta y las llena de vida. Su belleza no era de aquellas que deslumbran con el brillo fugaz de un destello, sino más bien una luz serena, como la de la luna en las noches de verano. Sus ojos, de un color indefinido entre el verde de los prados y el azul de los cielos, siempre parecían estar observando algo más allá de lo inmediato. Había en ellos una luz suave, casi melancólica, que invitaba a la contemplación. Su cabello, oscuro y ondulante, a menudo jugaba con el viento dándole un aire libre y natural. Su voz era de una dulzura sencilla y cuando hablaba sus palabras tenían el efecto de calmar los ánimos más exaltados.

Los jóvenes al verla pasar sentían una inquietud inexplicable, un cosquilleo que los dejaba aturdidos. Todos, incluso los más viejos, la amaban en secreto, pero nadie se atrevía a confesarlo, no por miedo al rechazo sino porque Clara en su pureza parecía estar por encima de las pasiones mundanas.

En fin, al mirarla no solo se admiraba su belleza sino que se sentía en el alma una extraña necesidad de protegerla, de cuidarla, como si en ella habitara la delicadeza misma de la naturaleza.

Pero todo cambió el día en que Clara no regresó a la aldea. Por la mañana, como tantas otras, había salido a pasear al bosque pero cuando el sol empezó a caer una inquietud silenciosa comenzó a apoderarse de la gente, primero como una pequeña ola de preocupación, luego como un torrente de angustia que recorrió por todas las casas. Pasaron las horas y cuando ya se hizo de noche los aldeanos salieron a buscarla. Los hombres recorrieron todos los senderos del bosque mientras las mujeres rezaban en voz baja. Pero la noche siguió avanzando, y con ella un miedo creciente empezó a oscurecer los corazones de esa gente. Finalmente, ya al alba del nuevo día, fue hallada tendida en un claro. Yacía bajo un manto de hojas, como si la naturaleza misma hubiera querido cubrir su cuerpo con un último gesto de respeto. Su rostro aún en la muerte conservaba esa extraña serenidad que siempre había llevado consigo, pero sus ojos se habían cerrado para siempre. A su alrededor los hombres se mantuvieron de pie con sus miradas vacías, las mujeres lloraban en susurros, como si no quisieran perturbar el último sueño de Clara, y los niños aferrados a sus faldones implorando que abriera los ojos.

Entre los llantos y las oraciones las miradas comenzaron a volverse hacia Tomás, el hijo del herrero. Este joven de mirada profunda había sido objeto en los últimos meses de los rumores del pueblo. Todos habían notado su cercanía con Clara y esto había avivado las habladurías, los recelos y el sentimiento oscuro y compartido que Tomás no era digno de ella. La envidia, inicialmente callada, empezó a transformarse en resentimiento y este acababa de convertirse ahora en odio. «¿Cómo no va a ser él?» —murmuraron algunos—. “Es el único que podía estar con ella aquí”. Tomás, al pie del cuerpo de Clara, tenía los ojos enrojecidos y vacíos. No podía hablar ni defenderse del peso de esas miradas que empezaban a caer sobre él. «Has sido tú», dijo uno.

Los aldeanos querían justicia y Don Esteban era la figura a la que decidieron finalmente acudir. Mientras escuchaba los relatos teñidos de dolor y la creciente sospecha que caía sobre Tomás, Don Esteban no podía evitar sentir un malestar en su interior. Había juzgado muchos casos a lo largo de su vida; demasiados, quizás. Sabía, por experiencia, que las primeras impresiones rara vez eran fieles reflejos de la verdad. Los ojos de la multitud, cegados por la ira y la desesperación, siempre buscaban un culpable rápido, alguien en quien volcar el peso del dolor. Había sido testigo de cómo la justicia cuando nacía del corazón herido podía transformarse en una venganza disfrazada. Sin embargo, esta vez sentía que el peligro no solo estaba en las apariencias engañosas sino en algo más profundo y oscuro que le estremecía el alma.

El juicio comenzó en un salón de paredes de roca desgastadas. El ambiente era opresivo. Cada mirada furtiva, cada murmullo contenido, añadía peso a una atmósfera cargada de sed de venganza pues los aldeanos, amontonados en el salón, anhelaban una sentencia que confirmara sus rumores. Tomás, de pie frente a todos, intentaba mantener la compostura pero sus manos temblorosas y su rostro pálido lo traicionaban. La presión de las miradas lo aplastaban como un peso insoportable. Aunque repetía una y otra vez su inocencia, su voz, al principio firme, apenas lograba perforar ya el manto de sospechas y resentimientos que se cernía sobre él.

Don Esteban, sentado en el estrado, observaba con la misma solemnidad de siempre, aunque algo en sus ojos sugería una reflexión más profunda. Tras escuchar los testimonios, todos vagos y basados más en suposiciones que en hechos concretos, se levantó lentamente proyectando la sombra de su figura alta y delgada por el salón. Su semblante, endurecido por los años, permaneció impasible hasta que finalmente habló.

—Esta noche —anunció con una voz grave— consultaremos una fuente de verdad que jamás nos ha fallado.

Un murmullo inquietante recorrió entre los aldeanos, quienes comprendían, con un temor apenas disimulado, a qué se refería Don Esteban. No era la primera vez que ante la incertidumbre y falta de pruebas el juez recurría a un ritual ancestral. Aunque nadie comprendía del todo su naturaleza, todos en la aldea respetaban su poder. Los más ancianos recordaban el pavor reverencial que les inspiraba aquella tradición tan antigua como la propia aldea. Parecía conectar a Don Esteban con fuerzas que no solo trascendían la justicia humana sino que se adentraban en lo arcano.

Al caer la noche Don Esteban condujo a Tomás y a la multitud por una senda oscura y retorcida que se adentraba profundamente en el corazón del bosque.  El camino, angosto y serpenteante, estaba bordeado por árboles cuyas ramas, enredadas entre sí, formaban una especie de techo natural que bloqueaba casi por completo el paso de la luz de la luna. El silencio, roto solo por el crujido de las hojas bajo sus pies, acompañaba a los aldeanos como una advertencia. Las pocas veces que alguien se había atrevido a recorrer ese sendero lo había hecho a plena luz del día y, aun así, regresaba perturbado con los ojos cargados de un miedo inexplicable. Sabían que ese lugar estaba prohibido porque estaba envuelto en supersticiones.

Finalmente el bosque comenzó a abrirse dando paso a un claro que parecía surgir de la nada. En el centro de este se alzaba un montículo coronado por una enigmática losa negra. Brillaba con un resplandor sutil, como si absorbiera la luz de la luna. Su presencia, imponente y cargada de misterio, parecía respirar como si formara parte de una entidad más grande, algo ancestral que había permanecido dormido, esperando el momento de ser despertado. La Piedra de la Verdad, la llamaban, y su presencia imponente, cargada de un silencio ancestral, parecía latir como si formara parte de algo inmenso y profundo aguardando el momento de ser despertado.

Sobre ella se contaban historias en la aldea, susurradas con temor y reverencia, como si solo pronunciarlas pudiera invocar las fuerzas que habitaban bajo su fría superficie. Nadie que tocara la Piedra podía mentir, pues ella misma desvelaba los secretos más oscuros del alma. Si el culpable la rozaba, su crimen se proyectaba en imágenes que se deslizaban como sombras vivas ante los ojos de todos. Si, por el contrario, era inocente, la Piedra permanecía en su silencio inquebrantable, indiferente al tumulto de los corazones humanos.

Entre esas historias una refiere a un hombre consumido por los celos, cuyas manos, al posar sobre la losa, revelaron la imagen de su crimen con una claridad aterradora. La Piedra mostró sus dedos crispados alrededor del cuello de su esposa, apretando con una furia tan violenta que la ahogó. Otra historia habla de una mujer de alma tormentosa que había sido acusada de envenenar a su propio hermano por las ambiciones más infames. El pueblo ya la había condenado en sus corazones, pero cuando sus manos temblorosas tocaron la superficie de la Piedra esta, en su muda severidad, pronunció su veredicto: la pureza de su alma estaba intacta. Ni una sola imagen emergió de aquel espejo oscuro. Y, entre las más inquietantes, hay la de un joven llamado Arturo. Cuando sus manos rozaron la Piedra el horror se desplegó mostrando la visión de una casa consumida por el fuego, las llamas alzándose crueles, y en medio de los gritos ahogados, la figura de una madre y su hijo atrapados entre el crepitar de las llamas.

La tensión entre los aldeanos se había ya hecho palpable. Don Esteban, que permanecía en un solemne silencio, guio la ceremonia mientras Tomás, pálido como un espectro, era empujado por los hombres hacia el centro del montículo. El brillo siniestro de la Piedra parecía llamarlo desafiándolo a enfrentar lo que estaba por revelar.

Antes de que las manos de Tomás rozaran su superficie fría algo cambió en su interior. El pánico que hasta ese momento lo había dominado paralizándolo ante la multitud enfurecida, comenzó a disiparse. Su respiración, antes entrecortada, se hizo más lenta y profunda. Alzó la vista y sus ojos se encontraron con los de Don Esteban quien observaba todo desde una distancia prudente. El juez mantenía su habitual semblante impenetrable, esa mirada que siempre había inspirado respeto y temor en la aldea. Sin embargo, esta vez había algo detrás de aquellos ojos oscuros, algo que intentaba ocultar con la compostura que lo caracterizaba. El caso es que el fondo de esos ojos Tomás vislumbró una chispa de inquietud, una verdad que Don Esteban parecía contener con gran esfuerzo, como si su propia alma estuviera lidiando con un secreto inconfesable.

Fue con esta corazonada cuando Tomás se decidió finalmente a acercar las manos a la Piedra. Las posó lentamente sintiendo el frío penetrante que ascendía hasta sus venas. Un silencio pesado cayó sobre la multitud. Todos contuvieron el aliento con los ojos fijos esperando ver en la negra superficie las imágenes de un crimen, el reflejo ineludible de la culpabilidad de Tomás. Pero no ocurrió nada. La Piedra, inmóvil y silenciosa, no mostró ningún signo, ninguna visión, ni siquiera un destello. Los aldeanos se miraron entre sí con incredulidad. Algunos murmuraron en voz baja, otros siguieron esperando, como si en cualquier momento la verdad fuera a surgir de las profundidades oscuras de la losa. Pero esta seguía callada, impasible ante las expectativas de la multitud.

Don Esteban, cuya expresión no había variado en todo ese tiempo, dio un paso al frente. Su semblante aún era sereno pero había una tensión latente en cada movimiento. Se acercó a Tomás con pasos lentos y con su mano firme, casi condescendiente, comprobó por sí mismo que las manos del muchacho estaban sobre la Piedra. Por un instante sus ojos recorrieron de nuevo su superficie buscando un rastro, una señal, algo que revelara la verdad que todos ansiaban ver. Pero la losa permaneció muda.

—¡Tomás es inocente! — proclamó.

Se hizo un silencio fue abrumador. La multitud parecía congelada en un estado de incredulidad. Los rostros se tornaron pálidos y los ojos vacilantes, buscando alguna señal que desafiara el veredicto. Murmullos nerviosos comenzaron a brotar entre la gente y un hombre mayor de rostro curtido y ceño fruncido fue el primero en romper el silencio.

—¡No puede ser! —exclamó con una mezcla de desesperación y enojo con sus manos apretadas en puños—. La Piedra nunca se equivoca…

Otros comenzaron a asentir con sus miradas desconfiadas posadas sobre Tomás, incapaces de aceptar lo que acababan de escuchar. Algunos se santiguaron, como si la proclamación de inocencia fuera una señal de que las fuerzas oscuras estaban en juego.

—¡Seguro que ha hecho algún truco! —gritó una mujer desde la multitud, señalándole con el dedo.

—¡Basta! —exclamó Don Esteban—. La Piedra ha hablado y su veredicto es claro. Tomás es inocente y esta decisión debe ser respetada.

Pero en lugar de apaciguarles sus palabras parecieron alimentar aún más el desconcierto. Los aldeanos que habían acudido al encuentro de la justicia en forma de una condena segura, ahora se sentían despojados de una verdad que creían indiscutible. Un hombre robusto, conocido en la aldea por ser siempre escéptico, avanzó un paso.

—¿Cómo se espera que creamos esto? —preguntó con el ceño fruncido—. ¡La Piedra siempre revela a los culpables! Si Tomás no es condenado, ¿quién lo será? ¿Cómo podemos confiar en la justicia si ni siquiera la Piedra puede mostrarnos lo que es evidente?

Don Esteban levantó entonces las manos en un gesto pacificador.

—Todos hemos confiado en la Piedra durante generaciones —dijo con una voz clara pero cargada de una gravedad inusual—, y sé que esto puede parecer una traición a nuestras certezas. Pero debemos aceptar lo que nos ha mostrado hoy. El destino no siempre sigue el curso que esperamos.

La muchedumbre, lejos de calmarse, parecía cada vez más agitada. Y fue entonces cuando Tomás, que hasta este momento había permanecido expectante, decidió que había llegado el momento.  Así que dio un paso hacia el juez y sin pronunciar una palabra se abalanzó sobre él y lo empujó con un movimiento cargado de resolución hacia la Piedra.

El impacto fue abrupto. El juez, sorprendido, cayó pesadamente sobre la losa y sus manos, en un gesto involuntario, se posaron sobre ella. Nadie se movió. Un silencio tan denso como la niebla comenzó a envolver el paisaje. En el aire se percibía una inquietud, una vibración que parecía venir desde el mismo suelo. Todos esperaban que la Piedra se mantuviera impasible, indiferente pero algo cambió cuando un tenue resplandor, casi imperceptible al principio, emergió de sus entrañas. La luz, extrañamente oscura, se fue intensificando lentamente al mismo tiempo que los rostros de los aldeanos, bañados por aquel resplandor, empezaron a reflejar un asombro absoluto. Las manos de Don Esteban parecían ancladas, incapaces de moverse, como si un poder invisible las sujetara. Un resplandor comenzó a vibrar y con él unas imágenes comenzaron a surgir de los abismos de esa oscura superficie. Al principio las formas eran borrosas, como si la Piedra misma dudara en revelar lo que ocultaba. Pero al rato se hicieron más nítidas y visibles.

Lo que apareció reflejado no era lo que la gente había esperado. Era algo completamente inesperado, algo que hizo que la incredulidad se transformara en un horror contenido pero palpable en sus caras. Allí, en la fría visión de la losa, se veía a Don Esteban. No el juez calmado y ecuánime que todos conocían, sino un hombre transformado por una furia descontrolada. Su rostro aparecía contorsionado en una expresión de ira, sus labios se movían en una discusión acalorada y sus manos se agitaban sobre la dulce Clara con violencia.

Los aldeanos permanecieron inmóviles mientras las imágenes que emanaban de la Piedra seguían su curso, crueles y precisas. Se veía a Don Esteban empujando a Clara con un gesto brutal, sin compasión. Luego el cuerpo de la joven, frágil y vulnerable, cayendo y, finalmente, su silueta inerte tendida sobre la hierba. La visión era tan vívida, tan real, que algunos entre la multitud sintieron como si hubieran estado allí, como si pudieran oír el crujido de las hojas al caer Clara.

Algunos dieron un paso atrás y otros, congelados en su sitio, sentían sus corazones martillear como temiendo que el suelo mismo pudiera abrirse bajo sus pies. El silencio que siguió fue más aterrador que el propio descubrimiento. La luz de la Piedra comenzó a desvanecerse lentamente y la verdad se retiró de nuevo a las profundidades de su interior dejando un silencio que parecía que el propio bosque contuviera el aliento.

Don Esteban, con el rostro desencajado y pálido como la muerte, intentó dar un paso atrás pero sus piernas, paralizadas por el terror, no le respondieron. Intentó hablar, balbucear alguna defensa, pero las palabras se atoraban en su garganta. Su cuerpo cedió y se desplomó bajo la losa que lo había traicionado.       

Los aldeanos comenzaron a retroceder y huyeron despavoridos.

Al amanecer, los pocos valientes que se atrevieron a regresar a aquel lugar encontraron una visión devastadora. La Piedra de la Verdad yacía rota en dos mitades, como si una fuerza insondable la hubiera desgajado desde su propio corazón, dejando en su centro un abismo vacío y silencioso. Nunca más se supo de Don Esteban.

308 visitas
Deja un comentario o Comparte una anécdota

Tertulias de café

Más relatos

error: Contenido con Copyright