En esta ocasión voy a escribir sin muchos rodeos, esto es, sin el velo de autocensura que como una máscara de correcto proceder nos impide a los abogados manifestar la autenticidad de nuestras emociones. Se nos insta a callar mientras la rabia crece en nuestro interior, comprimida pero ardiente.
Quien más o quien menos en algún momento de su carrera en los tribunales habrá experimentado las turbulencias de esta clase de emoción tan intensa y poderosa a la que me estoy refiriendo. Desde la sencilla incomodidad hasta la exasperante furia, pasando por la irritación y el resentimiento más profundo, son sentimientos que afloran ante diversas situaciones. Entre estas, por poner unos ejemplos, la interpelación mordaz y despectiva por parte de algún magistrado, cuya actitud áspera y hostil apenas disimula su falta de consideración; su interés puesto en otro lugar mientras exponemos nuestros argumentos con meticulosidad y pasión; un certero golpe emocional viniendo desde la bancada opuesta, o dos horas esperando para entrar en un juicio son, entre un sinfín, circunstancias que pueden transformarnos en ese león enjaulado que ruge con una ferocidad indomable. Pero ya sabemos que frente a esta clase de agravios la censura impuesta por las formalidades del proceso nos obliga a actuar según lo políticamente correcto, que es algo así como callarse con apelaciones a la resignación y al conformismo.
Nada de esto debería extrañar ni, quiero pensar, es producto de mi forma de vivir esta profesión. El pleito no deja de ser una competición y desde el punto de vista psicológico mantiene el mismo dinamismo que un combate físico, pues al margen de su efecto funcional, también encona emociones. El derecho y en especial el proceso son en definitiva una fabulosa proyección de un juego de ficción de guerra (il processo como giuco, decía Calamandrei) que se alcanza, en sustitución de la fuerza bruta y del salvajismo, a través del simbolismo de sus formas. Y entre estas las hay que nos obligan a reprimir nuestra energía interior y nos imponen esa moderación verbal que nos hace hervir la sangre por momentos, porque ni el derecho de defensa ni la libertad de expresión alcanzan para apaciguar este hervor. Mientras esto ocurre es como si en nuestro espacio más cercano, saliendo de la cabeza o de la boca, emergiera una imaginaria línea curva representativa de nuestros pensamientos, lo que en el mundo del cómic se conoce como un bocadillo, y dentro de este una trasposición simbólica de improperios tabernarios al estilo del capitán Haddock.
Al aludir a esta clase de imposiciones y a cuento de lo que enseguida comentaré, me viene a la cabeza Malinowski, fundador de la antropología social, quien a propósito de las dinámicas sociales de las tribus en la Melanesia menciona cómo las disputas suelen tomar la forma de un intercambio público de reconvenciones (yakala) donde las dos partes contendientes, asistidas por amigos y parientes, se encuentran, se arengan una a otra y se lanzan recriminaciones mutuas, de tal modo que, añade, estos litigios permiten dar rienda suelta a los sentimientos de la gente.
Claro está que aquí las reglas de juego no permiten esta suerte de liberación emocional. Pero para estos momentos puntuales, cuando nuestros pensamientos discurren fugazmente por ese rincón reptiliano de nuestro cerebro donde se almacenan las malas palabras (por cierto, el más antiguo de todos), de lucha entre la racionalidad y la impulsividad, cuando nuestra capacidad para mantener la compostura y el profesionalismo se ponen a prueba, no puedo dejar de pensar, digo, en la función analgésica que sin necesidad de toscas gesticulaciones aportaría un socorrido ¡joder!, ¡jolín¡ o ¡jopé!.
Steven Pinker, conocido científico cognitivo ya se pronunció precisamente sobre el efecto catártico de las palabras malsonantes (v.gr. insultos), algo fácil de reconocer con tal de recordar las ocasiones en las que para soportar el dolor de un golpe en el dedo del pie nos expresamos diciendo una grosería. En un experimento, Richard Stephens, profesor de psicología de la Universidad Keele, les pidió a varias personas que sumergieran una mano en agua helada tanto tiempo como aguantaran mientras repetían una palabra malsonante o una neutral. Quienes optaron por lo primero pudieron mantener la mano sumergida en el agua helada por casi un cincuenta por ciento más tiempo que aquellos que repitieron una palabra neutral.
Pero como esta clase de desahogos no son posibles aquí, ni se ha experimentado que sepa sobre sus efectos funcionales en los juicios, lo único que nos queda a modo de sucedáneo terapéutico es el recurso a las cogitaciones más finas. En vez de palabras gruesas, propongo la sutileza del dicterio disfrazado de erudición, el adagio en forma de muletilla o eufemismo o, en fin, el dardo agudo y refinado que no lo parece pero que se desliza suavemente por el oído para al cabo impactar con la fuerza de un latigazo en el alma. Creatividad, cinismo y agudez irónica, causticidad inmisericorde, siempre con retranca. Por poner un ejemplo, pero sin andarme con rodeos, se puede expresar el desagrado hacia un vecino de forma muy creativa con un enfoque sutil, casi poético, como sugiriéndole al encontrárnoslo en el ascensor que su apariencia esa mañana se asemeja al resultado final del metabolismo digestivo. O, directamente, lanzándole un «¡Cara de boñigo!» y cortar por lo sano.
Ahora pongámonos la toga, entremos en la sala de vistas y consideremos la exquisitez de esta expresión hacia nuestro abogado contrario: «Si te diera la razón, estaría ofendiendo a tu inteligencia«. Todo un delicado equilibrio entre la ironía y la cortesía para ofrecer una caricia disfrazada de bofetada intelectual. O pongamos estas otras expresiones: “Después de oír los alegatos de mi oponente, diría que es un brillante representante de la mayoría intelectual”, “se ha empleado con una gramática alternativa” o, sin pretensión de dar más sugerencias, “con lengua desatada”. Cosas dichas así son más propensas a despertar una sonrisa o, recordando a George Bernard Shaw, a quitarse el sombrero, y desde luego mucho más fáciles de tamizar en aquellos otros “animi” en los que según doctrina del Tribunal Constitucional se diluye o desaparece el “animus iniuriandi”, como son el “iocandi”, el “criticandi”, el “narrandi”, el “corrigendi” el “consulendi”, el “defendendi” o el “retorquendi”. (STC de 23-6-1997 y SSTS de 14-3-1988 y 28-3-1995). Menos mordaz pero con igual lustre es el recurso a las palabras moribundas como “No entendí nada de lo que dijo, habló como un churrullero”, recurso cuya mayor virtud reside en esa paradójica percepción de incompetencia o inferioridad que en su destinatario inflige una palabra sin conocer su significado.
Los que pertenezcan, alguno habrá, a ese selecto grupo de estirpe tan noble como la de un príncipe y un intelecto tan vasto como el universo, quizás hallen más incisivo y atrayente recurrir al estilo de Francisco de Quevedo, lumbrera del Siglo de Oro y maestro del sarcasmo quien con maestría suplía los insultos, sin pronunciar ni uno, con audaces juegos de palabras. A él se le atribuye el calambur más célebre en la historia de la lengua española, en el que se dice que se atrevió a llamar «coja» a la reina Isabel de Borbón, esposa de Felipe IV, que por sufrir de cojera se disgustaba enormemente cuando se lo recordaban. La anécdota cuenta que Quevedo hizo una apuesta con sus amigos, desafiándose a sí mismo a decirle a la reina en persona que era coja. Y ocurrió que, con ocasión de un festejo en el Real Alcázar, el escritor apareció llevando un clavel y una rosa, se acercó a la reina y le ofreció elegir entre las dos flores, pronunciando estas palabras: “Entre el clavel y la rosa, su majestad escoja”.
Otros poetas de antaño, como Góngora, y más recientes, como Cela y Borges, hicieron del insulto un arte. Una mención también especial a Cervantes, exponente de la burla grosera e insultante, quien en su condena latente a las instituciones y a la justicia puso en boca del culto pero mal hablado Don Quijote, pensando éste en que Sancho podría ser un buen gobernador, estas palabras:
“Y más que ya por muchas experiencias sabemos que no es menester ni mucha habilidad ni muchas letras para ser uno gobernador, pues hay por ahí ciento que apenas saben leer, y gobiernan como unos girifaltes, …” (EQ, VI, XXXII, 279- 280).
Por una diatriba del estilo fue condenado por un delito de injurias un abogado que derecho al grano soltó en un recurso algunas de estas afirmaciones (Jdo. de lo Penal Pamplona/Iruña, S 22-05-2015, nº 163/2015):
«es una aberración jurídica que únicamente pone de manifiesto la escasa gana, o mejor, ninguna, que ese Juzgado muestra para instruir una causa penal por un delito que al parecer se inventó para adorno floral… y le resulta engorroso y molesto para instruir… en fin, así andamos…¡¡¡»… «; «es un anacronismo completamente desorbitado»…; «ahondando en la sinrazón de la exigencia de un poder de las características «especialísimas» requeridas por ese Juzgado»…; «ello es otra infracción monstruosa del art.24 CE «…; y «la aberración alcanza su grado máximo«.
En fin, mejor gobernar nuestro cerebro más primitivo en aquellos momentos en que nuestros pensamientos deambulan por ahí y seguir las enseñanzas del Libro de los Proverbios (14:29):
El que tarda en airarse es grande de entendimiento, pero el impaciente de espíritu engrandece la necedad.