En memoria de Clement Vallandigham, un abogado que mientras intentaba demostrar cómo la víctima pudo haberse disparado accidentalmente, se disparó y murió. Pero ganó el caso.
Y es que en los anales de la abogacía pocos nombres han sido tan irremediablemente entrelazados con la ironía fatal como el de este abogado.
La historia se sitúa en 1871, en una noche gélida en la pequeña ciudad de Hamilton. En un rincón apartado de un bar, bajo una luz mortecina, Thomas Myers contemplaba las cartas con una serena resignación, como quien ha aceptado de antemano su derrota. A su alrededor, entre el rumor de apuestas desgastadas y los naipes mugrientos, flotaba una certeza: lo que se jugaba esa noche no era el dinero, sino algo más profundo, algo que se diluía entre el whisky y las risas que rebotaban en las paredes del local. El bar hervía de vida, con las risas de las mujeres y el tintineo de las copas, y Myers, siempre distante, encendió un cigarrillo. El humo formaba espirales lentas, espesas, que se mezclaban con la luz amarillenta de la lámpara que colgaba sobre la mesa. El ambiente se fue espesando, y el aire —un aire cargado de sudor y resentimientos viejos— ya parecía anunciar que algo estaba a punto de ocurrir. El nombre de Thomas McGehan había sido mencionado ya en varias ocasiones y flotaba en ese aire emponzoñado como un rumor malintencionado. Había algo entre los dos Thomases, una vieja historia llena de resentimientos y odio. Las paredes de ese bar lo sabían, los jugadores lo sabían, y en el fondo, Myers también lo sabía. Pero no dijo nada. Solo jugaba y esperaba, con esa tranquilidad que precede a las peores tormentas, como quien sabe que la partida final no se juega con las cartas sobre la mesa sino con el gatillo de una pistola en el bolsillo.
De pronto, como un viento helado que aviva las brasas dormidas, la puerta del salón se abrió de golpe. Cinco figuras, lideradas por McGehan, irrumpieron en la escena como una ráfaga gélida. En ese instante, los naipes parecieron detenerse en el aire por un segundo eterno antes de que el salón se desbordara en un caos de gritos, golpes y el retumbar sordo de sillas al caer.
Thomas Myers se levantó despacio, como si el tiempo para él fluyera distinto, más espeso, más lento. Su mano se deslizó en uno de sus bolsillos mientras a su alrededor los demás se enredaban en movimientos descontrolados, como si el miedo y el caos los empujaran a actuar sin razón. Los cuerpos se arremolinaban en un caos desordenado, empujados unos contra otros como si fueran hojas arrastradas por un viento implacable. Los hombres, cegados por el miedo y la furia, se movían sin dirección, chocando entre sí con la violencia de quienes no entienden lo que ocurre, pero saben que deben pelear. Las mujeres chillaban despavoridas y en medio de esa confusión desatada, donde los gritos se mezclaban con el ruido sordo de las sillas volcadas Thomas Myers, ajeno a la desesperación, dejó que sus manos recorrieran con precisión el interior de su abrigo.
Se produjo un primer disparo pero el rugido de la gente amortiguó su sonido. No había salido de la pistola de Myers. Pero él oyó ese sonido que cortó el aire como un hachazo y lo arrancó de su calma. Entonces sí, sacó su pistola y disparó, dos, tres veces, y al momento sintió un dolor agudo, definitivo, que lo atravesó como un rayo. No necesitó mirar para saber que lo habían alcanzado. Se desplomó cayendo como una marioneta a la que le cortan los hilos. Alrededor de él todo se volvió una masa borrosa de movimientos frenéticos: los jugadores, los matones, todos huyendo. El aire se volvió más denso, pesado de pólvora y miedo, y Myers, inmóvil desde el suelo frío, vio cómo las figuras se esfumaban por la puerta dejando tras de sí los ecos de la confusión.
Nadie sabía explicar qué había pasado. No realmente. Los testigos hablarían de sombras, de disparos, de un hombre que había muerto sin que nadie lo hubiera visto morir. Pero en cada relato, en cada fragmento de verdad rota, el nombre de Thomas McGehan, el hombre que había entrado en ese salón con las manos llenas de odio, quedó impregnado de sospechas.
El juicio de McGehan
El juicio de Thomas McGehan se desarrolló en una sala abarrotada donde las miradas se cruzaban con una mezcla de curiosidad morbosa y certezas a medio construir. Estaba sentado, silencioso, escuchando al fiscal que, confiado, desplegó su versión: McGehan, el enemigo de Myers irrumpió en el salón con intenciones claras y el dedo listo en el gatillo.
Pero Clement, su abogado, no lo veía así. No era él hombre de aceptar lo obvio y esta obsesión por los detalles lo llevó a pensar que la confusión de esa noche podría haber sido un espejo distorsionado y que todo lo que el mundo daba por cierto estaba, en realidad, equivocado. La idea se formó primero como un susurro, una intuición que creció hasta convertirse en certeza y para demostrarla decidió llevar a cabo un experimento arriesgado.
A altas horas de la noche, en su habitación de hotel, con una precisión casi quirúrgica, disparó sobre un trozo de tela. El paño capturó los residuos de pólvora, las marcas del disparo a quemarropa que serían clave para su defensa. Las balas —dos aún en la recámara de su pistola— se convirtieron en una prueba irrefutable en su mente. Todo encajaba. La lógica era irrefutable. Myers, en medio de la confusión, se había disparado accidentalmente. Con esa certeza Vallandigham se preparó para presentar su defensa definitiva.
Al día siguiente, en la corte, con la seguridad de quien se sabe vencedor, desplegó sus pruebas ante un público expectante. Todo estaba listo para el golpe final, la demostración que liberaría a su cliente. Confiado sacó la pistola de su bolsillo y giró el cañón hacia sí mismo para replicar el disparo que creía accidental. Los segundos se hicieron eternos y sala entera contuvo el aliento hasta que disparó el gatillo.
¡BANG!
Un disparo retumbó en la sala, pero no fue el sonido limpio de una teoría probada, sino el eco brutal de un error fatal. Clement no lo comprendió al principio, no de inmediato. Sólo cuando el dolor lo atravesó como una verdad indiscutible supo que no había tomado la pistola de Myers, como creía, sino la suya propia que estaba cargada. El tribunal se quedó mudo, congelado en un instante imposible de asimilar. Clement, hundido en su silla, apenas pudo susurrar, con una mueca que mezclaba el dolor y la amarga ironía: «Me he suicidado como un tonto».
La muerte y el destino
Clement yacía en su cama de hotel, con el cuerpo quebrado por el disparo que él mismo se había propinado. El aire en la habitación era denso, una mezcla de tabaco, medicina y derrota, mientras los doctores revoloteaban a su alrededor intentando localizar la bala que se había incrustado en su estómago.
El abogado, en su último momento de lucidez, ya no luchaba contra el dolor ni contra la muerte que se acercaba; en su mente, solo quedaba una idea fija, amarga pero clara: la justicia, su justicia, había sido servida. McGehan era inocente, y su vida, aunque se apagaba, había servido para probarlo. Ese era el consuelo final.
—Todo estaba predestinado —murmuró con la voz débil pero llena de convicción.
Al día siguiente, Clement Vallandigham murió a manos de una absurda combinación de errores y decisiones que lo llevaron a dispararse a sí mismo en un intento por salvar a otro.
Thomas McGehan fue absuelto. Los jueces reconocieron que la prueba era irrefutable: Myers se había disparado accidentalmente en el caos de aquella noche fatídica.
Años después, el mismo McGehan cayó por una bala en otra disputa. Su cuerpo fue hallado en un callejón de Hamilton. El disparo que lo mató no sorprendió a nadie, pues en una ciudad como esa, las enemistades eran profundas y el final casi siempre llegaba con un gatillo. Algunos lo llamaron venganza, otra coincidencia.
La historia podría haber terminado ahí, pero la ironía aún tenía algo más que mostrar. Pero hete aquí que Unos años después un vecino de la ciudad queriendo explicar a unos forasteros cómo había muerto Clement Vallandigham recreó el incidente. Y este hombre, en su intento por demostrar cómo éste se había disparado a sí mismo, tomó una pistola y creyendo que estaba descargada apretó el gatillo.
¡BANG!
Otra vez.
Se desplomó en el suelo, sorprendido, igual que Clement lo había estado. La historia se había repetido de manera macabra.
Y así, el destino, esa fuerza invisible que parece arrastrarlo todo hacia una conclusión inevitable, cerró el círculo de las ironías.