M
Desayuno con un abogado

Tertulias de café / Relatos /

El susurro de las Erinias

El susurro de las Erinias

Era una tarde extrañamente cálida para ser otoño y en la sala la atmósfera era densa, casi irrespirable. El aire estaba cargado de una expectación insoportable y el juez, desde lo alto de su estrado, observaba con ceño fruncido al fiscal.

—¿Es cierto señora Campos que conocía usted a la víctima desde hacía más de diez años?

Rosa Campos levantó la mirada lentamente para encontrarse con los ojos inquisitivos del fiscal. Un leve asentimiento, casi imperceptible, acompañó su respuesta.

—Sí —musitó como si esta respuesta fuera el prólogo a una tragedia que se negaba a aceptar pero que no podía eludir.

Era solo el principio. Todos en la sala sabían que la pregunta verdaderamente importante aún no se había formulado y cuando ocurriera no habría forma de evadirla. El fiscal, con un porte altivo, caminaba pensativo de un lado a otro haciendo que sus zapatos resonaran con el eco solemne del mármol como si estuviera midiendo el impacto de la siguiente pregunta.

—Díganos, señora Campos —continuó con un su tono suavizado, casi amable, pero con una crueldad latente bajo esa fachada de cortesía—, ¿cómo era su relación con el señor Delgado?

Rosa Campos se removió en su asiento tratando de aliviar el peso que cargaba sobre sus hombros.

—Al principio fuimos amigos —dijo con la voz quebrada—. Pero luego… las cosas cambiaron. Nos enamoramos.

Un estremecimiento recorrió la sala. Algunos miembros del jurado desviaron la mirada, como si escuchar esa confesión fuera algo así como invadir una intimidad que no les correspondía. Había algo en la desnudez emocional de Rosa que inquietaba a algunos de ellos. Otros, en cambio, parpadearon repetidamente con una mezcla de desconcierto y de extraña fascinación. En las primeras filas del público una mujer mayor se llevó una mano al pecho como si esas palabras de la acusada tocaran alguna fibra oculta de su propia vida, algún viejo dolor que prefería no recordar.

—¿Lo amaba? —preguntó el fiscal.

Rosa cerró los ojos como buscando en su interior la fuerza para proseguir, y cuando los abrió su mirada se dirigió, esta vez, directamente al jurado.

—Con todo mi ser —contestó y una lágrima solitaria rodó por su mejilla.

Un miembro del jurado, un hombre de mediana edad, apretó los puños como si el peso de esa confesión hubiera caído sobre él. Sabía que debía mantenerse objetivo, pero la vulnerabilidad de Rosa lo ablandó. Una joven en la última fila del jurado desvió la mirada hacia el suelo, sintiendo que aquella declaración de amor y muerte rompía algo dentro de ella que no sabía cómo manejar y que le hizo ver en ese preciso instante que la justicia no era tan simple como blanco y negro.

El fiscal, manteniendo su postura implacable, esperó unos segundos a que la emoción se asentara y al rato, con una frialdad que contrastaba con el tono anterior, añadió:

—Y sin embargo, lo mató. — No había pregunta. No había espacio para la duda. Solo un veredicto adelantado.

En ese momento la mirada de Rosa Campos se fijó en un punto indefinido entre el tribunal y sus pensamientos. La sala entera parecía contener el aliento. Los rostros entre el público eran un mosaico de emociones: algunos sentían un nudo en la garganta, otros se movían incómodos en sus asientos. Entonces Rosa sintió que había llegado el momento de desenterrar los motivos que la condujeron a ese atroz acto. Así que con un leve estremecimiento se acomodó en el banco, dejó escapar un suspiro y empezó a narrar de un modo tembloroso cómo había contemplado, impotente, el lento desvanecer de aquella vida.

—No lo maté por odio, ni por rencor —comenzó a decir con la voz entrecortada —. Lo hice porque no podía soportar verlo sufrir más.

Hizo una pausa que dejó a toda la sala en vilo, clavó la mirada en otro punto indefinido en el espacio y continuó.

—Lo vi hundirse en la desesperación —dijo en voz baja, como si cada palabra le arrancara un pedazo del alma—. Al principio solo era una sombra pasajera, un cansancio que parecía común, cotidiano. Pero con el paso de los días, de los meses, esa sombra creció hasta que enfermó. Entonces la adicción por la bebida terminó por devorarlo por completo. Y cuando esto ocurrió me suplicó que me alejara de él, que lo dejara solo… pero no podía. No podía abandonarlo.

Rosa rompió a llorar y el juez, con rostro severo pero no carente de compasión, la observó unos instantes antes de inclinarse ligeramente hacia el micrófono.

—Señora Campos —dijo con voz grave—, ¿desea que interrumpamos el interrogatorio por unos minutos?

Ella levantó una mano temblorosa hacia el juez indicando que no necesitaba la pausa. Se pasó el dorso de la mano por las mejillas húmedas, enderezó su postura en el asiento y volvió a hablar.

—Estaba atrapada, ligada a su dolor, como si el suyo se hubiera convertido en el mío. Verlo caer, consumirse poco a poco, me destrozaba por dentro.

Con la mano trémula trató de abrir su bolso y cuando al fin lo consiguió sacó un pañuelo para llevárselo a los ojos.

—Cada vez que él me pedía que me fuera, cada vez que esos ojos vacíos me imploraban que lo dejara caer…

Se detuvo de nuevo para mirar al suelo como si buscara las palabras.

—Y entonces… llegó esa última noche —continuó, pero con un tono más frío—. La noche más oscura. Él se derrumbó frente a mí. Ya no quedaba nada de él…sólo un reflejo apagado de lo que alguna vez fue.

Levantó la vista lentamente con una expresión de amarga resignación.

—Aquella última noche, cuando me lo pidió… comprendí que no había más que hacer. Que lo único que podía ofrecerle… era paz.

El silencio se volvió insoportable. Rosa levantó la mirada para enfrentarla directamente con la del fiscal.

—¡Sí!… ¡le di el cianuro!…pero no para matarlo … lo hice para liberarlo. Para liberarnos a ambos.

Un murmullo recorriendo la sala como una ráfaga de viento inesperada hizo que el juez golpeara el mazo sobre la mesa.

—Orden en la sala.

El fiscal se acercó lentamente a la acusada con un rostro carente de la menor condescendencia.

—¿Nos está diciendo que lo mató… por amor?

Ella lo miró con sus ojos ahora sin lágrimas, vacíos pero firmes.

—Sí. Lo amaba más de lo que él podía soportar. Más de lo que yo misma podía soportar. Y cuando lo vi suplicándome, con esos ojos llenos de desesperación, supe que lo único que podía hacer era liberarle de su tormento. Y lo hice.

El fiscal se giró hacia el jurado.

—La señora Campos ha confesado haber matado al señor Delgado. Sus motivos son trágicos, sí. Pero no hay justificación para lo que ha hecho. La justicia no discrimina entre odio o amor cuando el resultado es el mismo: ¡asesinato!.

Al oír esta palabra toda la sala quedó unos segundos en silencio. Los rostros del jurado y del público, atentos pero rígidos, se volvieron al rato hacia el abogado de la defensa que acababa de levantarse de su asiento de un modo calmoso. Caminó despacio hacia el centro de la sala marcando con sus pasos sobre el mármol un ritmo deliberado, casi solemne.

—Señoras y señores del jurado —empezó con una voz tan suave que obligó a todos a inclinarse hacia adelante —. Un asesinato siempre nos horroriza. Nos enfrenta con lo más frágil que tenemos: la vida misma. Nos recuerda que la muerte está a un paso de todos nosotros. Pero lo que estamos juzgando hoy aquí no es simplemente la muerte del señor Delgado.

Hizo una pausa dejando que sus palabras penetraran en el interior de aquellas almas que estaban escuchándole.

—El fiscal ha sido claro en su acusación. Ha afirmado que mi defendida, la señora Campos, actuó con frialdad. Pero les pido que no se dejen seducir por esa visión simplista —prosiguió pero con un tono ahora algo más firme y más intenso—. Los seres humanos no somos tan sencillos. Todos cargamos con nuestras propias luchas, y a veces, esas cargas se vuelven insoportables. Eso fue lo que le pasó al señor Delgado. El dolor, la desesperación y la pérdida lo arrastraron a un lugar del que no pudo escapar por sí solo. Y cuando la vida se convierte en una fuente continua de sufrimiento, tal vez, lo más humano es liberar a quienes amamos de ese tormento.

Algunos miembros del jurado fruncieron el ceño, intentando procesar este cambio de enfoque. Uno de ellos, un hombre mayor con el ceño fruncido, tamborileaba ligeramente los dedos sobre el apoyabrazos como si tratara de racionalizar esas palabras. Otros comenzaron a mostrar ciertas dudas. En fin, el ambiente en la sala oscilaba entre el escepticismo y una atracción involuntaria hacia el retrato emocional que el abogado estaba dibujando.

—Pónganse por un instante en la piel de un hombre atrapado en una espiral de sufrimiento que parece no tener fin — su voz acaba de adquirir un matiz más sombrío, casi implorante—. Imaginen lo que es despertar cada día y sentir que la vida ha perdido todo su sentido, que el futuro ya no es más que una sombra vacía. Este hombre lo ha perdido todo: su negocio, su orgullo, sus sueños. Y, como si eso no fuera suficiente, un diagnóstico devastador lo golpea, una enfermedad terminal que no le deja más que un par de años de agonía.

Al mencionar la enfermedad terminal, el abogado vio un leve estremecimiento en una de los miembros del jurado, una mujer mayor que no pudo evitar un parpadeo rápido, como si la idea de la muerte lenta y dolorosa hubiera tocado una experiencia personal.

—Y en su desesperación busca alivio donde solo encuentra más oscuridad: el alcohol, ese refugio traicionero que lo arrastra aún más abajo. — Hizo una pausa y detuvo la mirada sobre aquella mujer como si estuviera escrutando el interior de su corazón una pizca de empatía, de duda, de humanidad.

—Pero lo más doloroso —continuó con un andar medido, casi coreográfico—, no era su propio sufrimiento. Lo que verdaderamente lo desgarraba por dentro era ver cómo la mujer que amaba, lo único que le quedaba, se consumía a su lado. Ver en sus ojos el dolor al desmoronarse, de ser testigo impotente de su lenta destrucción. ¿Cómo no iba a querer liberarla de ese tormento?

Un suspiro apenas audible surgió de los bancos del público donde un anciano había bajado la vista como si el relato de esa angustia le resultara demasiado familiar. En ese preciso momento el fiscal, visiblemente molesto por la dirección que estaba tomando el argumento, hizo un ademán para intervenir, pero el juez lo detuvo con un simple gesto de su mano.

—¿Qué le queda a un ser humano cuando el dolor se ha convertido en su única realidad, cuando la vida misma se ha transformado en una fuente inagotable de sufrimiento? Ahora, les pregunto, señoras y señores del jurado, ¿no es acaso la libertad el derecho más fundamental que poseemos? La libertad de vivir, de elegir nuestro destino…Pero también, en los momentos más oscuros la libertad de liberarnos de un sufrimiento insoportable.

Se llevó la mano al cabello con un gesto lento y cargado de reflexión. Sus ojos volvieron a recorrer a los miembros del jurado, uno a uno. Cada mirada que encontraba parecía absorberlo como si estuviera entrando en sus pensamientos más íntimos y escudriñando sus emociones más profundas. Una mujer joven, que hasta ese momento había mantenido un semblante duro, bajó la mirada, insegura de su propio juicio. Parecía estar cuestionando la frialdad de su percepción inicial al oír minutos antes la palabra “asesinato”.

—El señor Delgado —prosiguió—, ya no tenía ese derecho. Su vida se había convertido en una cadena insoportable de dolor, una prisión de la que no podía escapar por sí mismo. Y fue la señora Campos, la mujer que lo amaba más allá de todo, quien tuvo el coraje de ofrecerle esa última libertad. Fue ella quien, en su propia desesperación, encontró la manera de liberarlo de una existencia que lo había dejado reducido a la nada.

Aquellas palabras, pronunciadas con una sinceridad tan desnuda, parecían haber rozado una fibra íntima y oculta en lo más profundo de cada uno de los presentes. Era como si por un momento el dolor y la angustia de aquel hombre hubieran atravesado las barreras del juicio racional para alcanzar directamente a esos corazones. Un leve estremecimiento recorrió la sala haciéndose visible en el ligero parpadeo de algunos miembros del jurado y en el cruce furtivo de miradas entre los espectadores.

—Señoras y señores del jurado —dijo finalmente con un tono bajo pero firme y mirando a la acusada — Rosa no actuó con maldad. Lo hizo por amor. Cuando la vida se convierte en una carga insoportable, tal vez el acto más humano sea liberarnos de las cadenas que nos atan a ella.

Con esas últimas palabras se retiró a su asiento dejando en el aire una sensación de profundo vacío. Pasados unos segundos el juez con una voz grave, serena, y cargada de formalidad, declaró finalizado el acto:

—El jurado debe retirarse a deliberar.

Los miembros del jurado se levantaron en silencio, pero sus movimientos eran lentos y con miradas cargadas de incertidumbre y confusión. Habían escuchado todos los argumentos, habían visto el dolor reflejado en los ojos de Rosa Campos y el relato desgarrador del sufrimiento del señor Delgado. Una mujer de unos cuarenta años salió con pasos lentos y vacilantes. Su mente daba vueltas atrapada en una maraña de emociones y preguntas que no tenía respuesta fácil: «¿Cómo condenar a alguien que actuó por amor?». Otro miembro del jurado, más mayor, caminaba con la cabeza gacha recordando algunas de las palabras del abogado: «Liberación», «amor», «sufrimiento insoportable».

En cuanto al fiscal, que había permanecido en silencio, se levantó de su asiento y lanzó una última mirada a la acusada, quien seguía en el estrado, exhausta, pero serena. Sus ojos, antes cargados de juicio y determinación, ahora reflejaban algo más. Mientras caminaba hacia la puerta sintió una leve punzada en el pecho, una sensación incómoda que trató de apartar de su mente pero que lo siguió hasta su casa.

Esa noche cuando el fiscal llegó a su casa la sensación familiar en su estómago lo golpeó con una fuerza que ya no podía ignorar. Era como un nudo permanente, una tensión constante que lo acompañaba desde hacía años y que se había instalado en su cuerpo como un huésped maligno del que no podía deshacerse. Giró la llave en la cerradura sabiendo ya lo que le esperaba del otro lado, que no era el calor de una bienvenida, sino el frío inmutable de una relación marchita.

Cuando cruzó el umbral el aire lo recibió con una pesadez abrumadora. Su esposa estaba sentada en el sofá iluminada por la tenue luz de una lámpara que apenas lograba suavizar las sombras profundas en su rostro. Sus ojos lo miraron brevemente con un vistazo cargado de cansancio, el mismo reproche de siempre, velado pero constante. No necesitaba que ella hablara para sentir el peso de su resentimiento. Cada noche era lo mismo: esa expresión, ese gesto frío que ya no lo sorprendía aunque seguía hiriéndolo. No podía recordar cuándo fue la última vez que había sentido algo más que indiferencia en esa mirada.

—Llegas tarde —dijo ella sin molestarse en apartar la vista del libro que sostenía entre las manos.

Él apenas reaccionó. Caminó lentamente hacia la cocina buscando refugio en lo más simple: un vaso de agua que pudiera calmar la sequedad de su garganta pero, sobre todo, que le diera unos segundos para evitar la confrontación que sabía que se avecinaba. Sin embargo, apenas dio unos pasos cuando oyó el sonido seco del libro al cerrarse acompañado al momento del crujido del sofá. El sonido, aunque insignificante, marcó el inicio de la inevitable batalla verbal.

—Siempre es lo mismo —dijo ella con un tono cargado de reproches—. ¿Hasta cuándo piensas seguir así? ¿Es que ya no te importa lo que pasa en esta casa?

El fiscal bebió dejando que el agua recorriera su garganta con lentitud. No respondió de inmediato. En el tribunal su oratoria podía condenar o salvar vidas, pero aquí, en su hogar, esas mismas palabras eran ineficaces, inútiles. Su mirada evitaba la de su esposa pero podía sentir sus ojos clavados en él, como si con ellos tratara de perforar la barrera de indiferencia que él intentaba mantener.

—No quiero discutir esta noche —dijo finalmente con una voz que sonaba más como una súplica que como una declaración firme.

—¿Discutir? —respondió ella con una amargura que ya le era demasiado familiar—. Esto ni siquiera es discutir. Es que no te importa nada. Esta vida no tiene sentido, ni para ti, ni para mí.

Estas palabras resonaron en el aire, pero él ya no las escuchaba realmente. En su mente una imagen comenzó a tomar forma. Era la voz de Rosa Campos en la sala del tribunal, rota y desesperada mientras intentaba justificar lo injustificable. «Lo amaba más de lo que él podía soportar», había dicho, y en ese momento él la había juzgado severamente sin dudar de su culpabilidad. Había sentido que esa confesión no era más que una excusa cobarde para evadir la justicia, una manera de disfrazar un acto atroz bajo el manto del amor. Sintió una oleada de comprensión retorcida. “Liberación», recordó. No podía dejar de pensar en esta palabra y en la idea de que la mujer que tenía ahora a su lado estuviera también cansada de esa vida vacía. ¿Acaso no estaba él también viviendo una relación en la que ambos, de manera silenciosa, se destruían mutuamente? La diferencia, se dio cuenta, era que Rosa amaba a ese hombre y había tenido el valor de salvarlo de la agonía movida por este sentimiento. Lo suyo, pensó, también era una agonía.

Al notar su desconexión ella sintió cómo la ira brotaba de su interior. Cada segundo que pasaba sin recibir una respuesta alimentaba su frustración. La indiferencia con la que él la ignoraba, ese vacío en su mirada, la hacían sentir invisible, como si sus palabras no tuvieran peso alguno. La irritación fue escalando rápidamente hasta convertirse en furia. Entonces, sin poder contenerse más, caminó con rapidez hacia él y en un arrebato de rabia lo golpeó por la espalda como si ese contacto físico pudiera sacarlo de ese letargo.

—¡¿Me estás escuchando?! —El chillido lo trajo definitivamente de vuelta a la realidad interrumpiendo sus pensamientos con brusquedad.

El impacto lo había tambaleado ligeramente y su respiración seguía entrecortada. La mano de su esposa aún temblaba por la furia cuando él se volvió lentamente hacia ella. Por un instante, las miradas de ambos se encontraron.

—Sí —dijo en voz baja, casi como un susurro—, te escucho.

Su mirada vagó por la cocina y, casi sin darse cuenta, se detuvo en la encimera. Allí un cuchillo afilado relucía bajo la luz tenue, inofensivo en apariencia pero cargado de un simbolismo que no podía ignorar. ¿Y si su esposa, en su propia desesperación, decidiera finalmente actuar de la misma manera que Rosa? La idea no le parecía tan remota. Sabía cuánto resentimiento y odio podía acumularse en el corazón de una persona atrapada en una relación sin salida. Y aunque nunca antes había sentido miedo de ella, en ese momento el cuchillo parecía ofrecer una solución que él no había contemplado. No para ella. Para él. La liberación que Rosa había buscado para su esposo no era tan diferente de lo que él comenzaba a sentir, aunque no sabía si era una liberación que él deseaba recibir o ofrecer.

—No te importa nada —repitió su esposa con amargura.

Entonces, sin apartar la vista del cuchillo sus labios se movieron casi sin que él lo decidiera y susurró con una calma inquietante:

—Aquí tienes un cuchillo —dijo señalando con un gesto suave hacia la encimera—. Tómalo… y clávamelo en mi pecho si tienes valor. Te sentirás liberada y ya de paso me liberarás a mí de este tormento diario.

La expresión de su esposa se transformó lentamente. La furia que había chispeado en sus ojos momentos antes comenzó a desvanecerse sustituida por una mezcla desconcertante de incredulidad y desconcierto. Era como si no pudiera procesar lo que acababa de escuchar, como si aquella invitación descarnada, tan cargada de significado, se hubiera incrustado en su mente sin lograr encontrar un lugar lógico donde asentarse. Él, mientras tanto, la observaba con una calma que resultaba casi inhumana, con el pecho expuesto, vulnerable, como si verdaderamente quisiera que ella tomara el cuchillo y se lo clavara. El silencio entre los dos se hizo insoportable con el eco de aquella invitación al asesinato aún flotando aún en el aire. La había puesto ante una elección que la horrorizaba y, al mismo tiempo, la atraía con una fuerza primitiva imposible de ignorar. No era solo el shock de la invitación a la muerte, sino el reconocimiento de que él había dicho en voz alta lo que ella había pensado, en lo más oscuro de su frustración, muchas veces antes.

Finalmente el peso de la tensión pudo con ella y avanzó hacia la encimera casi sin darse cuenta de lo que estaba haciendo. Su mano tembló cuando sus dedos se cerraron en torno al mango del cuchillo. Lo levantó con lentitud, sintiendo el frío metal bajo su piel y sus palabras brotaron de su boca con una dureza cortante, como si cada sílaba fuese lanzada desde lo más profundo de su ser arrastrando todo el resentimiento acumulado en años de frustración.

—Si pudiera, te mataría —escupió con los ojos brillando de rabia contenida y dejó caer el cuchillo con un gesto de impotencia y desesperación a la vez.

El fiscal no reaccionó como ella esperaba. Su calma persistía casi como si esas palabras que acababa de pronunciar fueran exactamente lo que él había estado esperando oír. Un ligero temblor recorrió los labios de su esposa, buscando alguna reacción, algún destello de miedo o arrepentimiento, pero no lo hubo.

—Porque me odias —respondió él en voz baja, con un tono que no era de reproche, sino de aceptación, como si estuviera dando por hecho una verdad que siempre había estado latente.

Ella dio un paso hacia atrás, confundida y furiosa. Las palabras bullían dentro de ella, buscando la forma de salir y, cuando lo hicieron, lo hicieron con el veneno acumulado de todas las veces que había callado, de todas las noches de reproches silenciosos y días de desdén amargo:

—¡Nadie mata por amor… imbécil!

Pero él no se inmutó. Esa declaración, cargada de desprecio, no lo sacudió, no lo hizo retroceder. En lugar de eso un pensamiento inesperado emergió de su mente con una claridad dolorosa. Recordó de nuevo el juicio de la señora Rosa Campos y se apenó de haberse mostrado tan implacable. Y ahora, enfrentado a su propia realidad, comprendió algo que antes le había parecido impensable. La frialdad con la que había tratado a aquella mujer le pareció no solo injusta, sino cruel, profundamente equivocada. Lo entendió con una lucidez que lo dejó estremecido. Como acaba de sentenciar su esposa, había rechazado la idea de que alguien pudiera matar por amor. Ahora, en cambio, la entendía de una manera aterradora, casi íntima.  En ese instante lo único que pudo hacer fue inclinar la cabeza ligeramente como si con ese gesto silencioso estuviera pidiendo perdón a Rosa Campos.

295 visitas
Deja un comentario o Comparte una anécdota

Tertulias de café

Más relatos

error: Contenido con Copyright