El titular de esta noticia aparecida en la prensa me lleva de vuelta a los tiempos del emperador Calígula y su amado caballo Incitatus famoso por sus lujosos alojamientos y privilegios.
Se cuenta que era de origen español, veloz, campeón en las carreras, y de una gran belleza. Tal era su encanto que desencadenó la ferviente pasión animalista del emperador. Éste, conmovido por su deslumbrante presencia, decidió otorgarle un tratamiento digno de la realeza. Le asignó una mansión opulenta con jardines exuberantes, construyó cuadras de mármol para su descanso, comederos de marfil para su alimentación, y le proporcionó más de una docena sirvientes para atender cada una de sus necesidades. Además, lo adornó con joyas exquisitas, perfumes embriagadores y ropajes púrpuras, un color reservado exclusivamente para la familia imperial.
Pero aún más notable fue que el emperador le reconociera derechos. Entre estos el de propiedad sobre sus posesiones, el derecho a tener una pareja (una tal Penélope) y, lo no más, a ser elegido. Por esta razón instó a los senadores de su partido a votar por su nombramiento como cónsul. Y, como era de esperar, obedecieron y aseguraron una mayoría a su favor.
Dando crédito a esta anécdota histórica resulta curioso observar como la figura de Calígula, a pesar de ser juzgada como extravagante, podría ser vista hoy en día como un precursor de una idea más progresista. Lo digo a propósito de La Ley 17/2021 que redefinió el estatus jurídico de los animales sustituyendo su naturaleza real de bienes muebles semovientes por la de “ser sintiente”, condición que lleva aparejada el reconocimiento de una serie de derechos y también de obligaciones a sus poseedores, propietarios o titulares de cualquier derecho sobre un animal; entre estas principalmente, la de respetar este nuevo status asegurando el bienestar conforme a las características de cada especie y respetando las limitaciones establecidas en la ley. El legislador no ha ido tan lejos como Calígula pues los animales siguen careciendo de la titularidad de derechos subjetivos.
Esta condición legal de “ser sintiente” y no de bien mueble viene a consagrar lo que ya se aplicaba en acuerdos y decisiones judiciales en el ámbito del derecho de familia. Entre sus disposiciones, la normativa aborda la cuestión crucial del destino y reparto de cargas de los animales en casos de divorcio. En estos casos, y específicamente a través de la reforma de los artículos 91 y 94 del Código Civil, se establece que la decisión deberá ponderar el bienestar del animal y los intereses de los miembros de la familia, considerando la distribución equitativa de los tiempos de convivencia y cuidado, así como las responsabilidades asociadas al cuidado del mismo.
Imagina una escena de tribunal donde dos amantes despechados, cada uno con su abogado y un gato persa lindo perrito en el centro del drama. «¡Es mío! ¡Lo compré yo!», grita uno. «Pero yo lo he cuidado más», responde el otro. «¡Es que él siempre le daba más comida!», llora una parte. «¡Pero yo lo llevaba al veterinario!», grita la otra, con el perrito en cuestión mirando indiferente desde su cómoda posición sobre la mesa del juez. ¿Quién decide el «bienestar del animal» cuando prefiere dormir todo el día y salir a pasear solo cuando le plazca?.
Mientras tanto, en algún lugar de la península, un burro chamuscado se frota las patas, sabiendo que su estatus ha aumentado gracias a la nueva ley. Quizás ahora merezca su propio abogado y un turno en el estrado para reclamar más zanahorias.
En contraposición a lo que ocurre con los hijos menores de edad, la ley no prevé que los jueces al tomar sus decisiones cuenten con la ayuda de peritos (etólogos, psicólogos zoológicos o adiestradores) ya que los equipos psicosociales no tienen atribuida función alguna en cuestiones concernidas a los animales.