La justicia no puede ser eficiente si la ciudadanía carece de la educación para comprenderla y asumirla con responsabilidad.
Yo me formé, profesionalmente hablando, con la vieja Ley de Enjuiciamiento Civil de 1881 y con la Ley de Procedimiento Laboral de 1995. A lo largo de estas últimas tres décadas la experiencia diaria en los juzgados me ha enseñado que entre las aspiraciones legislativas y la realidad se interpone un testarudo abismo difícil de sortear. Al leer la exposición de motivos del Proyecto de Ley Orgánica de medidas de eficiencia procesal del Servicio Público de Justicia no puedo evitar reflexionar sobre esta distancia insalvable.
Las reformas que incorpora esta nueva ley parten, como tantas anteriores, de buenas intenciones: abordar defectos estructurales y promover una justicia más eficiente. Sin embargo, parece ignorar que la justicia no es un engranaje mecánico que pueda ajustarse fácilmente mediante cambios legislativos. Es un sistema profundamente complejo, condicionado por factores sociales, económicos y culturales que trascienden el alcance de una ley procesal. Para acercarnos a esta idea observo que uno de los pilares mencionados en su Exposición de Motivos es el impulso de los medios alternativos de resolución de conflictos a los que se les da una consideración esencial para reducir la sobrecarga judicial y fomentar la “paz social” (sic). En este propósito se subraya la necesidad de que los ciudadanos asuman un papel más activo y responsable en la administración de justicia, en la idea de que la justicia no es solo un derecho sino también una responsabilidad compartida. Este énfasis en la participación activa y responsable de los ciudadanos es ciertamente conmovedor, más si viene expresado de este modo:
Si, tal como se establece constitucionalmente, la justicia emana del pueblo, la ley ha de propiciar e impulsar la participación de la ciudadanía en el sistema de Justicia. Ya se hace en el ámbito penal con la institución del jurado, y es conveniente también abrir la justicia civil, social -e inmediatamente después la contencioso-administrativa los ciudadanos para que se sientan protagonistas de sus propios problemas y asuman de forma responsable la solución más adecuada de los mismos, especialmente en determinados casos en los que es imprescindible buscar soluciones pactadas que garanticen, en lo posible, la paz social y la convivencia.
Pero iniciativas similares han demostrado ser insuficientes en el pasado. La Ley 5/2012, de 6 de julio, que regula la mediación en asuntos civiles y mercantiles, buscaba objetivos similares, pero tras más de una década su impacto ha sido limitado debido a una combinación de factores: la insuficiente formación de los profesionales, la falta de promoción institucional y la ausencia de incentivos económicos efectivos. Pero por encima de todos estos destaca la desconfianza estructural hacia estos mecanismos, fruto de una deficiente pedagogía cívica que no ha logrado integrar la mediación y otros métodos alternativos en el imaginario colectivo como herramientas válidas y eficaces para la resolución de conflictos.
Si realmente se pretende que estos mecanismos acaben instalándose en la sociedad, el punto de partida no puede ser únicamente el diseño legislativo, sino la construcción de una cultura que los valore y confíe en ellos. Pero esto comienza con una educación cívica sólida que forme ciudadanos conscientes y preparados para asumir un papel más activo en la administración de justicia. Sin esta base, cualquier reforma, por ambiciosa que sea, queda condenada a las inercias de la propia realidad social. Y en este propósito, añado, de poco sirve la coerción con la que a través del nuevo régimen sobre las costas se pretende fomentar esta “responsabilidad compartida”. Porque a base de la coerción no se culturiza a una sociedad.
Sin una pedagogía cívica que arraigue la justicia como un ejercicio de responsabilidad colectiva, cualquier reforma procesal es como construir un puente sobre arenas movedizas: ambiciosa, pero inevitablemente frágil.
Al hilo de todo lo anterior, el término «eficiencia» que aparece en el título destila a mi modo de ver un ideal casi lírico que evoca la promesa de una maquinaria judicial optimizada, impecable, casi perfecta, como si se tratara de un reloj suizo. Igual de pretencioso se nos presentó el Real Decreto-ley 6/2023, de 19 de diciembre, y a casi un año de su promulgación resulta que la mayoría de los juzgados de lo social de nuestro país no están dotados de medios tecnológicos para atender las exigencias del art. 41 del citado Real Decreto cuando se trata de la aportación de documentos en el acto del juicio.
Tal vez habría sido más prudente —y ciertamente más honesto— elegir un título menos ambicioso, algo como «Ley de medidas para la resiliencia procesal». Porque, si somos realistas, lo que ha definido históricamente a las reformas procesales no es precisamente su capacidad de adaptarse eficazmente a la realidad y a los cambios sociales, sino más bien su tenacidad para resistir el paso del tiempo, las críticas constantes y, sobre todo, la resignación de quienes deben lidiar con las deficiencias del sistema. Como con un viejo navío que, pese a sus crujidos y a la amenaza de desmoronarse en cualquier momento, no avanza por su diseño eficiente sino por la resignación de quienes no tienen otra opción más que adaptarse a sus limitaciones.
Las imperfecciones de este “navío” no son nuevas; son males endémicos que han inspirado la pluma de muchos escritores españoles a lo largo de los siglos, así como una rica tradición de refranes y tópicos populares. Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita, en su «Libro de buen amor», ya menciona de manera velada los costos y los enredos de la justicia. Lope de Vega en «El perro del hortelano» aludía a las demoras judiciales con amargura y resignación, mientras que Francisco de Quevedo, nunca tímido al criticar los males sociales, ridiculizó los procesos interminables en textos como «La hora de todos y la Fortuna con seso». Y no tan lejos en el tiempo, autores como Miguel Delibes continuaron esta línea crítica («El disputado voto del señor Cayo»).
Por su parte, la sabiduría popular, con su mordacidad, tampoco se ha quedado atrás. Refranes como «pleitos tengas y los ganes» encapsulan la ironía de un sistema donde ganar un caso puede ser igual de costoso y desgastante que perderlo. Otro clásico, «más vale un mal acuerdo que un buen pleito», refleja el reconocimiento universal de que enfrentarse a la justicia, incluso con razón, suele ser una empresa tan ardua como desaconsejable. En fin, refranes y tópicos que, generación tras generación, no han perdido vigencia.
A todo lo anterior, permítanme que añada una nueva reflexión que igual ayuda a entender porque la justicia nunca puede ser eficiente. Esta aspiración entra en conflicto con principios tan elementales como la segunda ley de la termodinámica y la paradoja de Jevons, que insisten en recordarnos que la eficiencia absoluta no solo es una quimera, sino que a menudo los intentos por alcanzarla terminan generando efectos opuestos. La paradoja, que ya abordé en una entrada anterior (https://www.desayunosconunabogado.com/tertulias-de-cafe/articulos/la-paradoja-de-jevons/), fue planteada en el siglo XIX por el economista británico William Stanley Jevons. Esta teoría sostiene que cualquier avance en la eficiencia de un sistema, en lugar de disminuir el consumo de recursos, tiende a incrementarlo debido al aumento en la demanda que genera dicha optimización. Por ejemplo, el desarrollo de técnicas agrícolas más eficientes, como el riego por goteo o el uso de fertilizantes avanzados, ha aumentado la productividad por hectárea, lo cual ha provocado un incremento en la demanda de productos agrícolas y una expansión de la superficie cultivada que está exacerbando la presión sobre los recursos naturales. En el contexto judicial una mejora en la eficiencia procesal podrá reducir los tiempos de tramitación y simplificar el acceso a la justicia. Sin embargo, puede generar un efecto de atracción que incentive a más ciudadanos a utilizar el sistema judicial. La creación de tribunales especializados, como los destinados a resolver conflictos sobre cláusulas abusivas en hipotecas, muestra cómo estas iniciativas pueden agilizar ciertos procesos, pero a costa de incentivar las demandas y generar una mayor acumulación masiva de casos.
Evitar este ciclo no depende únicamente de la eficiencia técnica del sistema judicial, sino de un enfoque más amplio que vaya acompañado también y sobre todo una educación ciudadana. Sin una pedagogía eficaz que promueva el uso responsable de los recursos judiciales y fomente alternativas como la mediación o el arbitraje, los objetivos de las reformas acaban con el tiempo quedándose a mitad de camino.
En fin, creo que más que aspirar a la utopía de la «eficiencia», el objetivo debería ser construir un sistema resiliente que sobreviva a sus propias contradicciones. Esta ley con sus medidas de eficiencia procesal, aunque, insisto, bien intencionadas, probablemente enfrentará las mismas limitaciones que las reformas anteriores si antes no se siembran las semillas de un cambio cultural en la percepción y uso de la justicia. Solo el tiempo dirá si logra romper con ese abismo al que aludí al inicio. Por ahora, confiemos en que nuestra literatura y refranero no encuentren nuevo material para perpetuar sus críticas eternas.