Los abogados no son ni artistas de circo ni conferenciantes de salón: la justicia es una cosa seria.
(Piero Calamandrei, Elogio de los Jueces)
El escenario se encuentra meticulosamente dispuesto, los actores han afinado su preparación y la audiencia, en suspenso, espera en silencio. El telón se alza solemnemente marcando el inicio de lo que debería ser un acto de la más profunda seriedad y trascendencia: un juicio.
La justicia no es un espectáculo. Lo digo con motivo de un juicio reciente que me ha hecho reflexionar sobre esos otros casos que he presenciado personalmente y que, lamentablemente, me dejaron la amarga impresión de que las salas de juicios se consagran a veces a un mero espectáculo vacío de contenido. En lugar de ser espacios dedicados a la búsqueda de la verdad muchos de los juicios que se celebran a lo largo del día en nuestros Tribunales son una mera puesta en escena ajena al drama del conflicto humano que aguarda detrás de cada telón.
En este caso ocurre que la magistrada en cuestión presidía la vista con un semblante que expresaba todo menos interés por la materia, con la impresión de que estaba sumida en sus propios pensamientos y en ocasiones más interesada en su dispositivo móvil que en las argumentaciones de las partes. ¿El destino de un individuo puede depender de un «like» o de un emoji?. Los jueces están para escuchar, pero en ocasiones algunos parecen hacer oídos sordos. También están para observar, pero a menudo también los hay que se hacen los ciegos. En fin, están ausentes como si encarnaran la indiferencia cósmica de un universo que prosigue su marcha ajeno a todo, más interesados en cumplir su jornada laboral que en garantizar que se haga justicia.
Pero esta magistrada tan solo era una más en esta absurda y frívola representación. El abogado adverso se dedicó a distorsionar la realidad con la destreza de un prestidigitador. La ilusión permeaba cada una de sus palabras y el público parecía sucumbir a su hechizo. Argumentaba con pasión y manipulaba la evidencia de forma que rayaba en la malevolencia. Presentaba hechos distorsionados como si fueran verdades incuestionables, haciendo malabarismos con las palabras para tejer una narrativa favorable a los intereses de su cliente. En fin, manipulaba la realidad con cinismo, negando la autenticidad de la experiencia humana en pos de alcanzar la victoria legal. La verdad, en sus manos, era una víctima silente sepultada bajo una maraña de argumentos retorcidos y artimañas legales.
Pero la cosa no todo termina aquí. Los testigos, por su parte desfilaron con relatos inconsistentes y versiones contradictorias. Sus palabras parecían estar guiadas más por el temor o el deseo de agradar a las partes involucradas que por un compromiso con la verdad. Algunos mentían descaradamente, otros recordaban convenientemente los detalles que les beneficiaban y algunos sencillamente sucumbían bajo la presión de estar en el centro de atención. Actuaban siguiendo el dictado de una especie de nihilismo moral, con la verdad disuelta en la insignificancia de sus subjetividades individuales. En términos circenses, sus declaraciones eran acrobacias verbales.
En el sombrío telón de fondo de esa experiencia, se esconde una realidad inquietante. La desilusión y el escepticismo que impregna en las salas de juicio y esto no es, tengo para mí, una cuestión de simple percepción individual. Es difícil mantener la fe en un sistema legal que a menudo parece más interesado en la forma que en el fondo, donde la verdad es una mera ilusión y donde los actores principales, jueces y abogados parecen poco preocupados en que la justicia recupere su autenticidad. ¿Podrá la justicia seguir subsistiendo en medio de este decadente espectáculo o acabará sucumbiendo en favor de otros modelos como la inteligencia artificial?. Convengo que en lugar de resignarnos a la desilusión lo ideal sería aprovechar este escepticismo en un motor para la reforma y la mejora. Mientras tanto hay espectáculo para rato. Pasen, vean y disfruten.