Dentro del amplio espectro de la responsabilidad profesional en el ejercicio de la abogacía, la responsabilidad civil del abogado por impericia técnica ocupa un lugar destacado. No se trata únicamente de errores formales o de incumplimientos de plazos —conocidos como “culpas de agenda”—, sino de fallos de fondo en la estrategia jurídica adoptada, en la argumentación o en la prueba.
Este tipo de responsabilidad nace cuando el profesional del Derecho, pese a cumplir formalmente con los plazos procesales, despliega una actuación sustantivamente defectuosa, ya sea por falta de conocimientos, por una valoración inadecuada de los hechos o por la adopción de decisiones claramente desacertadas. En este contexto, la negligencia jurídica técnica se traduce en consecuencias perjudiciales para el cliente, tanto en lo económico como en lo reputacional o moral.
Decisiones estratégicas mal planteadas y su impacto jurídico
La impericia jurídica no exige ignorancia absoluta del Derecho, sino una desviación relevante respecto a los estándares profesionales de diligencia, razonabilidad y técnica procesal. En otras palabras, el abogado puede incurrir en responsabilidad civil incluso cuando ha actuado “conforme a derecho”, si su actuación carece del rigor exigible a un profesional competente.
Entre los supuestos más frecuentes que configuran este tipo de responsabilidad civil del abogado por errores técnicos, encontramos:
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Elección de una vía procesal inadecuada, que conduce a la inadmisión de la demanda.
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Redacción incorrecta o deficiente de las pretensiones del cliente, afectando gravemente a la defensa.
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Omisión de pruebas esenciales o negligencia en su proposición, lo que impide acreditar los hechos fundamentales del caso.
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Por ejemplo, la sentencia del TS de 8 de abril de 2003 condenó a un letrado por no haber propuesto una prueba pericial determinante en un procedimiento contencioso-administrativo de expropiación. El Tribunal consideró que esa omisión privó al cliente de desvirtuar la presunción de acierto del Jurado de Expropiación, con efectos procesales irreversibles. Este fallo marcó un criterio claro: no toda estrategia es defendible cuando se aparta de los principios de diligencia técnica mínima.
Otros casos documentados reflejan situaciones similares. En el caso de la sentencia de la AP Salamanca, 31/05/2000, se condenó a un abogado por no haber practicado prueba documental crucial, a pesar de disponer de ella. El juzgado entendió que esa omisión no fue táctica, sino una muestra de despreocupación profesional, generando una pérdida de oportunidad con consecuencias patrimoniales.
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La pericia como deber legal y la carga de la prueba
En el ejercicio de la abogacía, no basta con haberlo intentado “de buena fe” ni con haber hecho “todo lo que se pudo”. La justicia —y con ella la responsabilidad civil profesional— no se mide en intenciones, sino en estándares técnicos. El abogado, cuando asume la defensa de un cliente, no firma una promesa de resultado, pero sí contrae una obligación inequívoca de actuar con conocimiento, diligencia y criterio. La famosa “obligación de medios” que define nuestra profesión no se satisface con gestos voluntariosos ni con esfuerzo sin dirección: exige el uso de medios adecuados, razonados y jurídicamente válidos.
Lo ha dicho el Tribunal Supremo en numerosas ocasiones: el deber de diligencia del abogado implica emplear todos los recursos técnicos y estratégicos disponibles, conforme a la lex artis de la profesión. Y esa exigencia cobra sentido especialmente cuando los errores del profesional dejan al cliente fuera del proceso, sin defensa o sin posibilidad de que sus derechos sean siquiera valorados. Este tipo de errores no son solo fallos de forma. Son actos que anulan la oportunidad del cliente de acceder a la tutela judicial efectiva. Y esa pérdida, cuando se debe a una actuación objetivamente defectuosa del abogado, es indemnizable.
La carga de la prueba de la impericia
Una faceta particularmente sensible de la responsabilidad profesional del abogado reside en la carga de la prueba sobre su diligencia. No son pocos los clientes que, al iniciar una reclamación por negligencia, formulan la misma pregunta. ¿Cómo demostrar que su abogado actuó de forma incorrecta?. La respuesta jurídica, que tiene un alcance práctico considerable, es que no siempre les corresponde aportar una prueba plena de la negligencia. Basta, en muchos casos, con acreditar un indicio razonable de que existía una alternativa más diligente. Esto puede lograrse, por ejemplo, demostrando que se entregó al abogado información o documentación relevante que luego no fue utilizada en el procedimiento. Ante este mínimo sustrato probatorio, la carga de la demostración se invierte, correspondiendo al letrado acreditar que actuó con la pericia exigible, con la información suficiente, con una planificación adecuada y con un conocimiento actualizado de la normativa aplicable.
La sentencia de la Audiencia Provincial de Tarragona de 14 de junio de 2004 ofrece un ejemplo elocuente. En ese caso, el abogado fue condenado por haber fundamentado un escrito procesal en una norma que había sido derogada. La consecuencia fue la desestimación de la demanda. No se trataba de un matiz doctrinal discutible ni de una reforma legislativa reciente que pudiera inducir a confusión, sino de un error objetivo que pudo —y debió— evitarse con una mínima revisión normativa. La negligencia, en este supuesto, no radicó en el fondo del derecho, sino en algo más elemental y grave: la ausencia de estudio y actualización.
Cuando conductas de este tipo quedan probadas, dejan al profesional prácticamente sin margen de defensa. Como recuerda reiteradamente la jurisprudencia, es el propio abogado quien debe acreditar la corrección técnica de su actuación. No basta invocar que el resultado adverso se debió a que el juez no comprendió el caso o que se actuó conforme a la práctica habitual. Resulta indispensable demostrar que se obró con los conocimientos exigibles, que se dispuso de los medios adecuados y que se aplicó un análisis estratégico acorde con el que desplegaría cualquier profesional competente en una situación semejante.
Conclusión: la técnica jurídica como eje de la responsabilidad profesional
La responsabilidad civil del abogado por impericia técnica no es una excepción, sino una realidad cotidiana en los juzgados españoles. La técnica jurídica no puede disociarse de la diligencia profesional. Un abogado que desconoce el procedimiento adecuado, no estudia el asunto en profundidad, o actúa con superficialidad estratégica, pone en peligro los derechos de su cliente y compromete su propia responsabilidad patrimonial.
Actuar con conocimiento, criterio jurídico actualizado y precisión técnica no es una virtud excepcional en esta profesión, sino una obligación jurídica exigible, derivada del contrato de arrendamiento de servicios y del deber de lealtad profesional.
La confianza del cliente se construye —y se mantiene— sobre decisiones meditadas, estrategias bien fundadas y una ejecución rigurosa del encargo. Lo contrario no solo puede suponer una pérdida de reputación, sino también una condena civil con consecuencias económicas significativas.
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