Todas las sentencias son injustas. Esta afirmación descansa en la propia lógica porque es una constante de la bilateralidad antagónica del proceso. Uno gana, el otro pierde. Sentencias injustas las hay constantemente al mismo ritmo con que se dictan porque aun suponiendo la más alta honestidad de todos los operadores jurídicos, la verdad es que la deficiente redacción de las leyes, la presión por parte de los jueces de unas tasas de productividad insoportables, la falta de vocación profesional, la carencia de tiempo y sosiego para reflexionar, el colapso y, en fin, todo aquello que entorpece a la administración de justicia, hace que la operación consistente en dictar una sentencia, partiendo ya desde los inicios con la demanda y su contestación, se convierta muchas veces en una aventura, cuando no en una tragedia para el ciudadano que la padece.
La justicia se ve con demasiada frecuencia atrapada en los engranajes implacables de un sistema que, en su afán de humanizarla, no hace sino despojarla de su pureza original. La envuelve en la pompa de los procedimientos, la reviste de solemnidad y le da voz en nombre de la Ley, pero a menudo se olvida de que su esencia no radica únicamente en lo que se dicta, sino en cómo y cuándo lo hace. Porque incluso con los argumentos más sólidos una sentencia que llega tarde es como una disculpa post mortem: formalmente impecable, pero terriblemente injusta.
La aceptación de lo injusto
¿Cómo no estremecerse ante el peso de una decisión que hiere al inocente o ampara al culpable, sintiendo que en esa aceptación traicionamos la fibra más honda de nuestro anhelo por la justicia?
En el diálogo entre Sócrates y Critón se nos presenta una enseñanza profunda sobre la resignación frente a la injusticia. Sócrates al enfrentarse a una sentencia que considera errónea se niega a huir en la idea de que esto constituiría un acto de desobediencia. Su razonamiento no se basa en la ceguera ante la injusticia, sino en un compromiso inquebrantable con los principios y la idea de que el orden social es más grande que los errores de quienes lo administran. Para Sócrates aceptar una sentencia injusta es preferible a desestabilizar el tejido ético que sustenta la convivencia.
Sócrates no concibe su elección como una sumisión pasiva, sino como un acto de lealtad a un pacto tácito con la ciudad y sus leyes. Al haber disfrutado en vida de los beneficios de la sociedad ateniense no puede en el momento en que las leyes le resultan desfavorables desobedecerlas sin traicionar los fundamentos éticos de la comunidad.
Esta postura puede conceptualmente vincularse a la noción de «obligación política» que desarrollaría siglos después John Locke en su Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil. Locke sostiene que al participar de los beneficios de una sociedad los individuos aceptan implícitamente las reglas que la rigen, lo que conlleva un deber de obediencia, aun cuando las leyes sean imperfectas.
Un mantra para la reflexión. (Proverbios 3:5-6)
Aceptar lo injusto no implica abdicar del sentido crítico, ni mucho menos de la lucha por mejorar las instituciones. Es, más bien, una elección consciente de confianza en un principio que trasciende nuestra percepción individual: que el derecho, con todos sus defectos, es la mejor herramienta que hemos construido para domeñar el caos. En nuestra naturaleza humana, imperfecta e inacabada, hemos creado el derecho como un dique contra este caos, un marco que, aunque imperfecto, nos permite aspirar a una convivencia ordenada.
Pero precisamente como humanos que somos, sabemos de sobra que esta aceptación no llega de forma natural ni se libra de tiranteces. Exige una rara habilidad, casi un acto de fe cargado de paradojas: confiar en un sistema que muestra fisuras a cada paso y en las manos, no siempre firmes, de quienes lo operan. Y ahí es donde, enfrentados a este desgarro entre ideal y realidad, propongo —no sin un guiño de ironía— un mantra que sintetice esta intrincada filosofía: una suerte de epígrafe que bien podría adornar los dinteles de los tribunales o preludiar las resoluciones judiciales. Algo así como:
«Deja tus dudas en la puerta y entrega tu confianza a quienes imparten justicia; ignora tus percepciones, tus sentidos y, sobre todo, ese sentido común que tanto veneras. Ríndete a su autoridad, pues serán ellos quienes te guíen por los vericuetos que, en su saber, conducen a lo recto.»
Esta inscripción, que no se priva de cierto tono provocador, no busca más que subrayar una verdad agridulce: el derecho es una obra humana, falible hasta la médula, pero imprescindible. Nos recuerda que confiar en el sistema no significa apagar nuestra capacidad crítica, sino reconocer su valía incluso en sus fracasos más notorios.
La serenidad ante lo incomprensible. Una lección difícil de digerir
La resignación, lejos de ser una derrota moral, es un signo de madurez y comprensión profunda de la naturaleza intrínsecamente compleja del derecho y la justicia. Estos operan en un terreno inevitablemente marcado por las imperfecciones humanas y, sin embargo, en su aparente fragilidad radica la fuerza de sus fines: permitir la coexistencia y brindar herramientas para reparar, aprender y avanzar.
Pero, dicho esto, como abogado he de confesar que esta actitud socrática de aceptar con serenidad lo injusto se me antoja más un ideal etéreo que una realidad palpable, y más difícil aún resulta llevármelo a los labios para consolar al cliente. ¿Cómo explicarle que la justicia no siempre tiene tiempo ni medios para ser justa? Claro que uno puede recurrir a Sócrates, a Locke, o a Rousseau si se siente especialmente inspirado, y desplegar discursos sobre el pacto social, las imperfecciones del sistema y la necesidad de aceptar sus limitaciones. Pero esto es, sin más, balancearse sobre el fino alambre de la frustración ajena.
Aceptar sin acomodarse
Resignarse puede ser de sabios, pero acomodarse es una traición. Para que se me entienda mejor: la resignación no debería convertirse en una coartada para tolerar lo intolerable ni en un refugio para justificar las imperfecciones del sistema. Hay una diferencia sutil pero crucial entre aceptar las limitaciones humanas con serenidad y otorgar carta de naturaleza a las fallas, como si fueran inevitables e inmutables. Cuando esta línea se cruza corremos el riesgo de fomentar una complicidad tácita que, a la larga, puede degenerar en una peligrosa autocomplacencia y, corolario de esta, en un conformismo que allane el camino a más decisiones injustas. Aceptar lo inevitable puede ser comprensible, incluso necesario; pero acomodarse a ello es una renuncia que no debemos permitirnos.
«Confía en el Señor con todo tu corazón y no te apoyes en tu propia prudencia; reconócelo en todos tus caminos, y él enderezará tus veredas.» (Proverbios 3:5-6)