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Desayuno con un abogado

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No entendí ni jota. A propósito del lenguaje jurídico y de la dignidad de las sentencias

No entendí ni jota. A propósito del lenguaje jurídico y de la dignidad de las sentencias

Una sentencia debe aspirar a convencer, pero no tanto al abogado como al cliente.

Digo esto a propósito de ciertas sentencias de sintaxis retorcida, envueltas de pura ornamentación y parafernalia, de solemnidad excesiva y formalidad rancia tirando a naftalina; en fin, redactadas con un lenguaje completamente desconectado de la realidad contemporánea y de las destrezas y estrategias cognitivas del actual ciudadano de a pie. Y junto a estas también las hay otras llenas de tecnicismos o con una densidad doctrinal de tal naturaleza que a veces terminan olvidándose hasta del propio conflicto humano que motivó el proceso, pareciendo que su autor sólo ha querido aprovecharse de esa oportunidad para lucir sus particulares méritos.

El lenguaje jurídico no es un fin en sí mismo, sino un medio para garantizar la justicia.

Un defecto parecido puede atribuirse a los abogados, como es el caso de Don Rodrigo, hoy un anciano jubilado de aspecto encorvado y ojos cansados de quien se cuenta esta historia.

Don Rodrigo tenía una peculiaridad que lo distinguía: en cada demanda que presentaba incluía un capítulo teórico de proporciones épicas, con párrafos y palabras densas, intrincadas y plagadas de citas jurídicas y filosóficas que parecían extraídas de libros polvorientos después de largas horas de estudio.

Los clientes quedaban confundidos, pero a la vez fascinados al leer estos escritos. Leían cosas como “res iudicata”, “vexata quaestio”, “nemo judex in causa sua”, “ex nunc” o “in dubio pro reo”, entre otras similares, que aunque incomprensibles para la mayoría resonaban en su interior como un canto ancestral. Todos coincidían en una cosa: don Rodrigo era el abogado más extraordinario que habían conocido.

Un día un aprendiz de abogado decidió preguntarle sobre la razón detrás de esos pasajes. Con un cinismo fenomenal el viejo le respondió con la tranquilidad de quien ha desvelado un secreto guardado durante siglos. Explicó que esos pasajes aunque carentes de peso jurídico estaban diseñados no para el juez, sino para embriagar al propio cliente con el dulce néctar del prestigio.

Ya que me lo preguntas, atiende a lo que le digo: No te dejes engañar por su aparente inutilidad. El juez, no leerá estas páginas. Pero el cliente sí lo hará. Y al hacerlo sentirá que con tal derroche de erudición ha invertido bien su dinero contratando tus servicios. Esto, además de agrandar tu bolsillo, reforzará tu autoridad moral con relación a cierto tipo de clientes quejumbrosos y desconfiados”.

El novel abogado asintió lentamente y le preguntó: «Don Rodrigo, ¿no teme que su estrategia sea descubierta? ¿No cree que algún cliente pueda sentirse engañado al descubrir que esos pasajes no tienen ninguna importancia real?«.

El anciano abogado dejó escapar una risa melódica, llena de sabiduría y complicidad.

«Los clientes, mi querido amigo, son como niños que buscan seguridad en un mundo desconocido. Y si esos pasajes en latín les brindan un sentido de certeza y confianza, quién soy yo para negárselos? Además, ¿acaso no es la percepción la realidad más importante en el mundo de la ley?«.

Con una nueva comprensión de los matices del oficio aquel se despidió del anciano abogado llevándose consigo una lección que no había encontrado antes en ningún libro de derecho: en el arte de la ley, la percepción es tan poderosa como la verdad misma.

Volviendo ahí donde empecé, ya sabemos que la motivación de las resoluciones judiciales constituye una garantía fundamental y un derecho de todo individuo ante la justicia. Y motivar es algo que va más allá de la emisión de un veredicto; implica también explicar con claridad y argumentar el razonamiento detrás de cada decisión para que la comprenda su destinatario que, vuelvo a decir, no es el abogado sino el ciudadano que hay detrás de cada pleito. Pero esto no siempre es así, porque hay sentencias que al leerlas asfixian al más común de los mortales, y esto a pesar de los avances impulsados con la creación en 2009 de la Comisión de Modernización del Lenguaje Jurídico y de las prescripciones contenidas en la Carta de Derechos del Ciudadano ante la Justicia.

¿Qué necesidad en afirmar que “en sede de culpabilidad, la inimputabilidad del primeramente procesado y luego acusado y por tanto su capacidad volitiva y cognoscitiva no están alteradas por lo que la dosimetría penal permanece invariable” si, pregunto, este sublime ejercicio de racionalidad se puede simplificar diciendo “el condenado no tenía ninguna enfermedad psíquica”?. O busque el lector una expresión alternativa a esta frase si previamente logra desentrañar su significado: “la embolatada prueba de una contrafactualidad evidente, que bien podría, de no ser analizada desde sus raíces, atollar el procedimiento a la vista”.

Cosas así son, apropiándome de una cita, como si el médico nos informara que padecemos una “contracción en las fibras de actina y miosina del esternocleidomastoideo”, lo cual, afortunadamente, no significa otra cosa que una simple contractura de cuello[1].

¿Quién necesita decir «para» cuando resulta más glamoroso «a los efectos de»? ¿Y por qué conformarse con un simple «a primera vista» cuando se puede deslumbrar con el majestuoso «prima facie«?. La misma idea de que cuanto más pomposo, barroco y anacrónico es el lenguaje más elevado es el acierto o la autoridad del mensaje y de quien lo emite, es la que explica también el recurso tan habitual al futuro subjuntivo (“el que hubiera consentido”); a los gerundios (estimando), esos adorables verbos en -ando y -iendo que adornan las oraciones como si se tratara de guirnaldas,  o, en fin,  al pretérito imperfecto de subjuntivo (“el que hubiera consentido”). Todo esto sin mencionar el recurso al corte y pega, donde la originalidad y la creatividad se reemplazan entonces por un desfile interminable de ideas ajenas, todas cosidas juntas como un Frankenstein lingüístico, y cuyo encaje indiscriminado en las sentencias (como en los escritos de los abogados) acaban arruinando su estética y sentido. 

Ante esta discutible calidad jurídica en la que incurren ciertas resoluciones judiciales siempre cabe pedir una aclaración, que lo más probable es que caiga en desgracia con la simplicidad que por lo común suelen despacharse esta clase de peticiones. Esto si no ocurre lo que se cuenta del magistrado  Don  Federico Carlos Sainz de Robles a quien le expedientaron por haber contestado a la confusa petición de aclaraciones instada por un letrado con algo así como “aclárese antes el que pide aclaraciones sobre lo que exactamente pretende que este aclarador le aclare de la clara sentencia”.

Anécdotas aparte, creo que los órganos judiciales superiores cuando se ven enfrentados a resoluciones de lectura incomprensible deberían incluir algún óbiter amonestativo. De esta forma, dando ejemplaridad, se logra perseverar lo que una lejana sentencia de la Sala 1ª del Tribunal Supremo de 23 de septiembre de 1997, denominó “dignidad de las resoluciones judiciales”.

[1] Roberto Duque Roquero (La realidad del lenguaje jurídico)

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