No somos espectadores pasivos de este escenario. El mundo que vemos caer es, finalmente, el reflejo del futuro que decidimos ignorar.
Las lluvias torrenciales que azotaron Valencia han dejado a su paso un rastro de devastación. Inundaciones, destrozos en infraestructuras y pérdidas irreparables que, aunque muchos se apresuran a catalogar como un ‘desastre natural,’ revelan una realidad incómoda: estamos presenciando el resultado de una cuenta regresiva que nosotros mismos hemos iniciado. El uso del término “desastre natural” puede parecernos inocente, pero encierra una peligrosísima falacia; no son los elementos de la naturaleza los que actúan solos, sino los desequilibrios provocados por nuestras propias acciones.
Conceptualizarlos como naturales ha propiciado incontables discusiones desde hace siglos. Un ejemplo es la reflexión de Jean-Jacques Rousseau en una carta a Voltaire con motivo del terremoto de Lisboa en 1755, donde cuestiona cómo la organización humana influye en la magnitud de los desastres:
“Convenga usted que la naturaleza no construyó las 20 mil casas de seis y siete pisos, y que, si los habitantes de esta gran ciudad hubieran vivido menos hacinados, con mayor igualdad y modestia, los estragos del terremoto hubieran sido menores, o quizá inexistentes”.
El cambio climático es hoy un problema que trasciende los límites de lo ético y lo político y que más pronto que tarde se convertirá en una cuestión de supervivencia. Cada suceso extremo como el de Valencia nos recuerda que no somos víctimas inocentes del cambio climático; somos cómplices silenciosos. Mientras miramos el horizonte destruido, debemos entender que en nuestras propias manos yace el poder –y la responsabilidad– de mitigar el impacto de futuros desastres.
El verdadero desastre no radica en el evento meteorológico que desencadena una catástrofe, sino en la arrogancia de pensar que el tiempo aún está de nuestro lado, que podemos actuar después. Pero cada vez que posponemos la adopción de políticas de mitigación, de leyes ambientales eficaces y de un compromiso serio con la sostenibilidad, decidimos ignorar el futuro que sabemos que es sombrío. Como sociedad debemos reflexionar sobre el precio de esta arrogancia y reconocer que desastres como el dejado por esta DANA a su paso por Valencia es una oportunidad –y una obligación– de actuar para evitar su repetición.
Especialmente, desde el ámbito jurídico, faltan leyes que actúen no sólo como un árbitro de responsabilidades tras el daño, sino como un pilar preventivo que evite tragedias mayores. En efecto, estas leyes no deberían ser meramente reactivas; deberían orientarse sobre todo a promover una cultura de responsabilidad ambiental que involucre a todos los sectores, desde el individual hasta el empresarial y el gubernamental. El cambio hacia un sistema normativo preparado comienza con una sociedad más consciente y comprometida en la que un ciudadano sepa reconocer sus propias responsabilidades.
Pensemos en un ejemplo: en un día de fuertes lluvias, alguien deja su vehículo en el borde de un barranco, y una crecida violenta lo arrastra impactando a una persona que observaba el aumento del caudal, causándole graves daños. ¿De quién es la responsabilidad? Los juristas podríamos debatir este caso durante horas, pero hay algo en lo que seguramente coincidiríamos: más allá de la evidente insuficiencia de las leyes actuales para enfrentar situaciones como esta, también refleja nuestra falta de conciencia como ciudadanos ante los efectos reales y tangibles del cambio climático. Más que normas, necesitamos compromiso, y más que leyes, necesitamos una transformación cultural que nos prepare para enfrentar el futuro de forma sostenible y responsable.