Este artículo se basa en análisis y criterios establecidos por nuestros tribunales sobre pluriparticipación médica, con especial atención a la responsabilidad del jefe de equipo, la división del trabajo y el principio de confianza, así como a sentencias que han perfilado la atribución de responsabilidad en intervenciones con múltiples intervinientes.
Índice del contenido
- De la consulta individual a la “medicina en equipo”
- Punto de partida: responsabilidad individual… y de equipo
- Jefe de equipo y división del trabajo: alcance y límites de la imputación
- El anestesista: autonomía técnica y coordinación imprescindible
- Enfermería y personal técnico: qué se puede delegar y qué no
- Prueba y causalidad en contextos multiagente
- ¿Quieres saber si tu caso es viable?
De la consulta individual a la “medicina en equipo”
La escena clínica contemporánea ya no responde al modelo del profesional aislado que toma decisiones en solitario. Hoy un mismo episodio asistencial —una colecistectomía programada, un parto complicado, una artroplastia de cadera— implica la intervención sucesiva y simultánea de cirujanos, anestesistas, enfermería, técnicos, radiólogos, rehabilitadores y, a menudo, gestores de riesgo y calidad.
Esta pluriparticipación médica es, sin duda, una conquista organizativa en tanto permite la especialización, redundancias de seguridad y protocolos que elevan el estándar de la lex artis. Pero ese mismo entramado introduce un problema jurídico de fondo: cuando sobreviene un daño, ¿dónde empieza y dónde termina la responsabilidad de cada actor?
Narrativamente el origen del litigio suele tratarse por lo común en una secuencia encadenada de factores (una anamnesis incompleta que condiciona la indicación quirúrgica; un consentimiento informado con lagunas; una verificación preoperatoria apremiada; una intubación difícil que obliga a replanificar; un monitor que alerta, una nota que no se lee a tiempo, un protocolo que se aplica tarde). El resultado —una lesión neurológica, una infección nosocomial, una hipoxia— no pertenece en exclusiva a ningún eslabón, sino a la coordinación (o descoordinación) del conjunto. Y ahí es donde el Derecho civil está llamado a reconstruir con calma lo que la clínica vivió a velocidad de urgencia.
La doctrina judicial parte de una idea sencilla. En medicina de equipo cada profesional responde por su propio ámbito de actuación (hecho propio), pero esta regla se modula por la división del trabajo y por el poder real de dirección y control que, en su caso, ostenta quien coordina. De un lado, existe una división vertical (jefe–ayudantes–enfermería), donde surgen deberes de organización, instrucción y vigilancia; de otro, una división horizontal entre especialistas autónomos (cirujano–anestesista, cirugía–radiología–UCI), donde rige el principio de confianza con arreglo al cual cada uno puede contar con que el otro cumplirá diligentemente su función.
Este marco permite efectuar un juicio de imputación de culpa con criterio. Si el daño es atribuible a una decisión técnica autónoma, responderá quien la adoptó; si deriva de un fallo organizativo (ausencia de material crítico, asignación de un profesional a dos quirófanos, omisión de la verificación “time-out”), la responsabilidad se desplaza hacia quien debía ordenar, prever o impedir esa disfunción. Y si concurren ambos planos —error técnico y defecto de coordinación—, la jurisprudencia admite entonces responsabilidades concurrentes, sin perjuicio del derecho de repetición entre co-responsables cuando se precise el grado de contribución causal.
En clave probatoria, todo esto exige por supuesto una trazabilidad a partir de la historia clínica completa y legible, punto que abordaré más adelante.
Punto de partida: responsabilidad individual… y de equipo
Profundizando en lo anterior, conviene distinguir —sin mezclarlas— dos vías de imputación. Por un lado, cuando el perjuicio puede reconducirse con nitidez a la actuación de un profesional concreto, éste responde por hecho propio: hubo infracción de la lex artis ad hoc (esto es, del estándar profesional o reglas de buena práctica) y existe relación de causalidad entre su conducta y el resultado. Aquí el juicio es esencialmente técnico: ¿qué decisión adoptó?, ¿era la adecuada según la ciencia médica y los medios disponibles?, ¿cómo se materializó el daño?
Por otro lado, en los contextos de asistencia colegiada o trabajo sanitario en equipo pueden concurrir responsabilidades de naturaleza indirecta o por hecho ajeno. Aparecen cuando se acredita una dependencia funcional (poder de instrucción o dirección), una posibilidad real de control (capacidad de prevenir o corregir) y una conexión operativa con el daño. No se sanciona la jerarquía en sí, sino la falta de organización, vigilancia o coordinación allí donde ésta era exigible. Así, el jefe de equipo o coordinador no responde por todo, pero sí por lo que estaba a su alcance evitar con una correcta ordenación del procedimiento, una distribución nítida de tareas o una reacción a tiempo ante señales de alarma.
Ahora bien, esta frontera no se traza en abstracto. Exige delimitar funciones con precisión (reparto competencial), identificar quién decidía sobre qué y comprobar cuándo debió activarse el deber de intervención. Si la decisión que originó el daño pertenecía a un ámbito técnico autónomo (p. ej., la pauta anestésica), la imputación recaerá en quien la asumió; si, por el contrario, el resultado deriva de un déficit organizativo (ausencia de material crítico, verificación preoperatoria omitida, doble asignación incompatible), la responsabilidad se desplaza hacia quien debía prever y evitar esa disfunción.
En la práctica, el criterio rector es doble: previsibilidad y evitabilidad. Cuando un coordinador podía razonablemente anticipar el riesgo y disponía de mecanismos eficaces para neutralizarlo (parar la intervención, reasignar recursos, exigir presencia efectiva de un especialista), su inacción aproxima la imputación al nivel de equipo. A la inversa, si el hecho dañoso se gesta y consuma dentro de una esfera técnica exclusiva y no había margen de supervisión realista desde la jefatura, la responsabilidad vuelve al plano individual.
En suma, la clave no es “quién manda”, sino cómo se gobierna el proceso clínico: reparto claro de cometidos, canales de comunicación operativos y capacidad de reacción ante lo inesperado. Solo con ese mapa es posible responder con rigor a la pregunta que late en toda pluriparticipación: ¿quién pudo —y debió— impedir que el riesgo se materializara?
Jefe de equipo y división del trabajo: alcance y límites de la imputación
El jefe de equipo asume la dirección global del acto asistencial en tanto planifica, coordina tareas, establece prioridades y adopta decisiones estratégicas en tiempo real. Esa posición, sin embargo, no lo convierte en garante universal de todo lo que sucede en el quirófano o en la unidad. Responderá por hecho ajeno cuando el daño proceda de auxiliares o integrantes sobre los que tenía poder efectivo de instrucción o vigilancia —por ejemplo, exigir la presencia del anestesista, suspender la cirugía ante una ventilación inadecuada, o ordenar la verificación de identidad y lateralidad del paciente—, siempre que ese control fuese realista y operativo en las circunstancias del caso. Allí donde la actuación pertenece a una esfera técnica autónoma y no supervisable en tiempo útil —como la selección del fármaco anestésico o la pauta de inducción—, la imputación al jefe se atenúa, en el sentido de que no se le puede exigir que domine actos propios de otra especialidad cuando carece de los medios o del tiempo para intervenir sin poner en riesgo la seguridad del procedimiento.
Esta idea se entiende mejor si se integra con la división del trabajo en dos planos. En la división vertical (delegación), típica de las relaciones jefe–ayudantes o jefe–enfermería, el coordinador puede responder cuando el perjuicio deriva de tareas que, siendo de su esfera, fueron encomendadas bajo su control y debieron ser organizadas o supervisadas de forma más diligente. Con todo, no todo es delegable: a la enfermería no pueden trasladarse cometidos propiamente médicos ni decisiones que exigen juicio clínico especializado. En la división horizontal (colegial), propia de la interacción entre especialistas autónomos —cirujano y anestesista, cirugía y radiología, quirófano y UCI—, cada profesional responde primariamente por su ámbito.
Ahora bien, el jefe mantiene un deber residual de intervención ante señales de alarma que trascienden la mera técnica ajena. Esto es, a modo de ejemplo, si aparecen indicios claros de hipoxia sin cobertura anestésica adecuada, si se constata una incompatibilidad material o una desviación grave del plan, debe detener la actuación, reordenar recursos o solicitar apoyo.
El anestesista: autonomía técnica y coordinación imprescindible
La relación entre cirujano y anestesista condensa, quizá como ninguna otra, la lógica de la medicina en equipo. Antes de que el bisturí toque la piel, el anestesista ha valorado el riesgo, ha clasificado al paciente, ha decidido la técnica (general, regional, sedación), ha planificado la vía aérea y ha previsto escenarios de rescate. Durante la intervención, sostiene la homeostasis con una vigilancia continua de la oxigenación, la ventilación, la hemodinámica y la profundidad anestésica, ajusta fármacos, responde a alarmas y documenta cada hito. Tras el cierre, conduce el despertar, evalúa criterios de alta de reanimación y asegura una transferencia de cuidados segura. Esa secuencia explica su autonomía técnica; pero también revela por qué la coordinación con el cirujano no es un accesorio, sino el otro pilar de la seguridad.
En términos jurídicos, la autonomía del anestesista se traduce en un ámbito propio de decisión y responsabilidad: selección de fármacos, manejo de la vía aérea, control del dolor, monitorización y tratamiento de eventos críticos. Pero esta esfera técnica convive con un terreno compartido donde la conducta de uno condiciona la del otro. Cuando, supongamos, asoman signos de hipoxia, hipercapnia, hipotensión resistente o arritmias relevantes, la lex artis no admite compartimentos estancos, y con esto quiero significar, de un lado, que el anestesista debe comunicar, proponer y, llegado el caso, exigir una pausa; y, de otro lado, que el cirujano, por su parte, debe detener, explorar causas, liberar campo, modificar la estrategia o suspender la intervención. Dicho de otro modo, la coordinación no es una cortesía, es más bien es un deber de seguridad.
Conviene también recordar varias exigencias de la lex artis que con frecuencia afloran en los litigios. En la fase preoperatoria, la valoración anestésica debe identificar las patologías concomitantes, estratificar el riesgo y planificar la vía aérea, dejando constancia en la historia clínica. Durante el intraoperatorio resultan ineludibles la monitorización estándar, la atención a las alarmas y la trazabilidad de eventos y decisiones. En el postoperatorio inmediato han de documentarse expresamente los criterios de alta de reanimación, el control del dolor y la transferencia segura de cuidados. Cuando esta cadena se rompe —por ausencia física del anestesista, cobertura simultánea de dos quirófanos, alarmas desatendidas o registros incompletos— la imputación deviene probable, porque falla precisamente el sistema llamado a evitar el daño.
De esta arquitectura se desprende un mensaje práctico claro. La autonomía del anestesista no legitima la ausencia ni el descuido de la vigilancia, del mismo modo que la dirección del cirujano no autoriza a continuar cuando las alarmas clínicas exigen un alto inmediato. Entre ambos, la buena práctica es una coreografía: comunicar lo crítico sin dilación, detener cuando lo impone la seguridad, reanudar solo cuando el riesgo está bajo control y dejar constancia de todo ello. Cuando esa coreografía se cumple, el sistema protege; cuando se rompe, la responsabilidad civil —y, en su caso, penal— encuentra con facilidad su camino.
Enfermería y personal técnico: qué se puede delegar y qué no
En la práctica clínica cotidiana, la frontera entre lo que el médico decide y lo que el personal de enfermería y técnico ejecuta no es un simple trámite organizativo. Se trata del eje que sostiene la seguridad del paciente y, al mismo tiempo, la atribución de responsabilidades cuando algo falla. Las normas profesionales, los protocolos internos y la lex artis delimitan con claridad un territorio propio para la enfermería —cuidados, vigilancia clínica, educación sanitaria, ejecución y registro de órdenes médicas— y para el personal técnico —manejo y verificación de equipos, preparación de material, apoyo procedimental—; pero también fijan un perímetro infranqueable: no pueden realizar actos propiamente médicos ni sustituir el juicio clínico, salvo en los supuestos legalmente previstos y protocolizados.
No basta con enunciar un catálogo de funciones. Lo decisivo es saber cuándo la delegación resulta segura y cuándo se transforma en un factor de riesgo. Ese juicio se sostiene, al menos, sobre tres ejes:
- Idoneidad profesional de quien asume la tarea, acreditada por su formación, experiencia, habilitación y entrenamiento específicos.
- Orden clínica nítida del médico responsable, que precise qué debe hacerse, de qué modo, en qué momento y con qué límites.
- Supervisión proporcional del proceso, con seguimiento, verificación y registro, además de canales de comunicación ágiles para escalar incidencias.
Dicho de otro modo: delegar con seguridad exige a la vez competencia demostrable, instrucciones claras y un control razonable que permita detectar y corregir desviaciones a tiempo.
Cuando alguno de estos pilares falta, la delegación se vuelve problemática. Si se encomiendan a enfermería cometidos que exigen capacidad diagnóstica o criterio terapéutico —por ejemplo, modificar por cuenta propia la pauta de una perfusión vasoactiva o decidir una sedación sin cobertura médica—, el riesgo jurídico es evidente: no solo se compromete la seguridad del paciente, sino que se abre la puerta a la imputación por delegación ilícita. Del mismo modo, un fallo de organización —material crítico ausente, bombas sin calibrar, ratios de personal insuficientes, un técnico asignado a dos quirófanos— desplaza la responsabilidad hacia el centro y, en su caso, hacia quien toleró o no corrigió unas condiciones manifiestamente inseguras.
La jurisprudencia del Tribunal Supremo ha ido con el tiempo afinando estos contornos. En unos casos, ha imputado directamente a enfermería errores graves en la preparación o administración de fármacos —dosis, vía, paciente o momento equivocados— cuando la tarea era exclusiva de su esfera y no existía posibilidad realista de control inmediato por parte del médico. En otros, ha extendido la responsabilidad al equipo o a la institución cuando el defecto no fue individual, sino sistémico: ausencia de un doble chequeo obligatorio, protocolos desactualizados, formación insuficiente o registros ininteligibles que impedían reconstruir la secuencia de hechos. Por su parte, los tribunales han exonerado al cirujano o al facultativo cuando la lesión se vinculó a una actuación estrictamente técnica de enfermería o de un técnico en un momento en el que el médico no podía supervisar de forma efectiva, siempre que se hubieran previsto y establecido medidas razonables de prevención y control.
Con todo, el análisis no debe quedarse en la etiqueta de “delegable” o “no delegable”. Lo determinante es cómo se implementa la delegación. Por eso, la práctica más segura incorpora procedimientos de verificación como la identificación inequívoca del paciente, confirmación de fármaco y dosis mediante doble firma, “time-out” quirúrgico con lectura cerrada, trazabilidad de la cadena del medicamento, control de caducidades y lotes, checklists de dispositivos críticos, así como un sistema de comunicación en bucle cerrado para órdenes verbales. Cuando estos mecanismos existen y se siguen, la probabilidad de error disminuye y, si aun así ocurre, la reconstrucción del caso es más fiable. Cuando faltan o se ignoran, la responsabilidad se abre paso por la vía organizativa.
En este escenario, el papel del jefe de equipo y del médico responsable no es absorberlo todo, sino garantizar que cada cual trabaja dentro de su perímetro competencial, con instrucciones nítidas y en condiciones materiales adecuadas. La enfermería, por su parte, no es un mero “ejecutor”: su deber de cuidado incluye detectar y comunicar de inmediato cualquier incoherencia —una orden dudosa, un fármaco sin etiqueta, una vía venosa que no progresa— y negarse a ejecutar lo que contraviene la seguridad del paciente. El personal técnico, del mismo modo, debe detener el procedimiento si el equipo no está funcional o si la calibración es incierta.
En suma, delegar bien es una forma de cuidar. Requiere asignar tareas según competencia, dar instrucciones específicas, documentar lo hecho y, sobre todo, mantener abiertas las compuertas de la comunicación para que la primera señal de alarma encuentre respuesta. Cuando esta arquitectura se respeta, la responsabilidad queda donde debe: en quien decide lo que solo el médico puede decidir, en quien ejecuta lo que solo enfermería o el técnico pueden ejecutar, y en la organización cuando el fallo es del sistema que debió proteger a todos.
Prueba y causalidad en contextos multiagente
Cuando la asistencia sanitaria se desarrolla en clave colegiada, la pregunta no es solo qué salió mal, sino cómo se encadenaron los hechos hasta que el riesgo se convirtió en daño. De ahí que, en escenarios con múltiples intervinientes, la historia clínica y la trazabilidad fina de decisiones —órdenes médicas, monitorización, alarmas, incidencias y respuestas— sean el punto de partida para reconstruir quién hizo qué, cuándo y por qué. No se trata de acumular papeles, sino de poder dibujar una cronología fiable que permita evaluar la corrección técnica de cada acto y su incidencia causal en el resultado.
En esta materia, los tribunales otorgan a la historia clínica un valor probatorio singular: no es una verdad absoluta, pero sí la memoria escrita de lo ocurrido, susceptible de contraste con otras pruebas (así lo recuerda la sentencia del TS de 5 de junio de 1998 y matiza la de 14 de febrero de 2006). Por eso, cuando la documentación es incompleta, confusa o llega tarde, no solo se dificulta la defensa, sino que puede operar en contra del profesional o de la organización, al entenderse que quien debía custodiar los datos no lo hizo con la diligencia exigible (línea ya subrayada por la sentencia del TS de 24 de noviembre de 2005).
Dicho con sencillez, el eje del juicio sigue siendo la causalidad. En escenarios con varios intervinientes no basta con preguntar “si no hubiera pasado X, ¿habría ocurrido el daño?” (la clásica condición sine qua non). Hay que dar un paso más y atribuir normativamente el resultado a la conducta que creó un riesgo no permitido y lo hizo realidad. Por eso se examina si la actuación discutida hacía previsible el daño y si ese daño era, precisamente, el que la regla de cuidado trataba de evitar. En sentido contrario, se comprueba si el nexo se rompe por la intervención de un tercero, por un acontecimiento imprevisible (caso fortuito) o por la conducta del propio paciente que absorba o explique por sí sola el curso causal.
En los casos en los que no es posible individualizar con precisión al autor material, pero aflora un fallo sistémico de equipo —defecto de organización, coordinación deficiente, omisión de verificación o vigilancia insuficiente—, la práctica judicial admite la responsabilidad concurrente o incluso solidaria frente al paciente, sin perjuicio de la repetición interna entre co-responsables en función de su contribución causal. Por el contrario, si las pruebas permiten anclar el daño a una decisión técnica autónoma (una pauta farmacológica, una maniobra concreta, una omisión de alarma), la imputación vuelve al plano individual.
Un punto delicado aparece cuando la evidencia no permite afirmar con certeza que la actuación habría evitado el desenlace, pero sí que privó al paciente de una probabilidad seria de curación o de un mejor resultado. En esos supuestos, algunos pronunciamientos han acudido a la pérdida de oportunidad como criterio de responsabilidad y de cuantificación del daño, ajustando la indemnización al peso de esa probabilidad frustrada. Esta alternativa no desplaza la exigencia de causalidad, pero ofrece una respuesta proporcional cuando la incertidumbre probatoria es insalvable y, sin embargo, hay déficit de diligencia.
Checklist práctico para “blindar” la práctica en equipo
Guía operativa para equipos quirúrgicos y unidades asistenciales: qué revisar antes, durante y después para reducir riesgos y mejorar la coordinación.| Bloque | Acciones clave |
|---|---|
| Planificación previa |
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| Verificación activa |
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| Reglas de alarma |
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| Delegación segura |
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| Documentación |
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Aplicar este checklist reduce errores de coordinación, mejora la seguridad del paciente y facilita la defensa técnica y jurídica del equipo.
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