Cenizas a las cenizas, justicia a la justicia: La (nueva) sensibilidad del derecho ante la pérdida de una mascota
El derecho, a menudo considerado frío, de vez en cuando demuestra que tiene corazón, o al menos la capacidad de adaptarse a los cambios en la sensibilidad social. La sentencia del Juzgado de Primera Instancia nº 3 de Sevilla (29/1/2025, nº 26/25) es un ejemplo más de la evolución que el papel de los animales en la estructura familiar está teniendo su reflejo en los tribunales.
El litigio de las cenizas extraviadas: más que una simple negligencia
Desde una perspectiva estrictamente jurídica, el caso es sencillo: una pareja encarga la cremación de su mascota a un veterinario, confiando en que las cenizas les serán entregadas como parte del servicio contratado. Pero cuando llega el momento de recogerlas, estas han desaparecido. No es solo un error administrativo, sino una pérdida que trasciende lo material.
Responsabilidad contractual y daño moral
Desde el punto de vista del derecho civil, el caso se inscribe en el marco de un contrato de prestación de servicios, donde la entrega de las cenizas formaba parte de la obligación asumida por el veterinario. De tal modo que su extravío supone un claro incumplimiento contractual que conlleva la obligación de indemnizar a los afectados.
Lo relevante de esta sentencia radica en dos aspectos fundamentales. En primer lugar, evidencia que la tutela jurídica sobre los animales no se limita únicamente a su bienestar en vida, sino que también se extiende al respeto por sus restos mortales, reconociendo la importancia simbólica y afectiva que estos pueden tener para sus dueños. En segundo lugar, el fallo no se circunscribe a una valoración puramente patrimonial de la pérdida de un objeto —las cenizas—, sino que otorga un reconocimiento explícito al daño moral derivado del vínculo afectivo entre las personas y sus mascotas.
Del bien mueble al ser sintiente: la transformación jurídica de los animales
Este caso no es un fenómeno aislado, sino una manifestación de un cambio más profundo en la concepción jurídica de los animales. En muchos ordenamientos, se han dejado atrás las frías categorías de «cosas» para reconocer a los animales como seres dotados de sensibilidad. En España, por ejemplo, la reforma del Código Civil ha introducido disposiciones que establecen que los animales no son bienes muebles, sino seres sintientes cuyo bienestar debe ser protegido.
Este cambio tiene implicaciones de gran calado: desde la regulación de la custodia compartida de mascotas en casos de divorcio hasta la posibilidad de incluirlas en testamentos. No es solo una cuestión de derechos de los animales, sino de cómo la sociedad moderna construye sus lazos afectivos y exige que el derecho los refleje adecuadamente.
«Dog parents» y el ocaso de la natalidad: una cuestión de prioridades
Este fenómeno legal no surge en el vacío. Se inscribe en una tendencia sociológica más amplia: la reconfiguración de la estructura familiar. La natalidad se desploma, mientras que la adquisición de perros y otras mascotas alcanza cifras récord. No es que criar hijos haya pasado de moda, pero si ponemos en la balanza pañales, colegios y madrugones frente a pelotas de tenis y paseos al atardecer, la ecuación se resuelve sola. Un perro no exige herencia, no pide el último iPhone y su mayor drama, si es que le alcanzan las neurosis de nuestra sociedad actual, sería que la croqueta no estuviera bien distribuida en el cuenco.
Las cosas están evolucionando de tal forma que, por decirlo de un modo sencillo, los parques infantiles se vacían y los pipicanes empiezan a abarrotarse.
Un derecho en transformación
El derecho, con su proverbial lentitud, va ajustando sus esquemas a una sociedad en la que los afectos han dejado de encajar en los moldes tradicionales. Lo que antes habría parecido un capricho, hoy se reviste de reconocimiento legal: ya hay sistemas jurídicos que conceden permisos laborales por el fallecimiento de una mascota y aseguradoras que diseñan pólizas para su bienestar, como si se tratara de un legítimo miembro de la familia.
Puede que algunos vean en ello un exceso sentimental, del mismo modo que en Roma escandalizó la idea de un caballo ocupando un escaño en el Senado romano. Pero, a fin de cuentas y si se me permite la ironía, ¿qué diferencia hay entre un corcel y ciertos diputados?
Hay cambios sociales que desconciertan y rompen con la tradición. Cuando Pedro el Grande obligó a la nobleza rusa a afeitarse la barba para occidentalizar el país, muchos lo vieron como un sacrilegio, un atentado contra el orden natural de las cosas. ¿Qué dirían aquellos barbudos, humillados en la corte de San Petersburgo, si supieran que hoy una mascota puede figurar en un testamento?
En fin, los parques infantiles se vacían, los pipicanes se abarrotan y los sofás son conquistados por perros envueltos en lana ecológica. Y poco a poco, el derecho sigue moviéndose con torpeza tratando de regular una realidad que, para algunos, es signo de decadencia y, para otros, simple evolución. Puede que no sea la Roma imperial ni la Rusia zarista, pero algo es seguro: las nuevas costumbres, por extravagantes que parezcan, siempre terminan por imponerse.
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