Salgo del juzgado sorprendido por la finura de oído del juez instructor.
Con ocasión de su interrogatorio el acusado ha reconocido los hechos de la querella, pero de un modo tan sincero y conmovedor que solo un hombre hecho de hielo podría permanecer insensible a lo que ha contado. El delito en cuestión tiene que ver con una apropiación de dinero de la empresa en la que trabaja y como telón de fondo una ludopatía que, por lo pronto, ha dado al traste con su matrimonio y a poco sesga su vida con un suicidio.
Cualquier ciudadano que presenciara una escena parecida experimentaría probablemente la misma desazón que me ha provocado a mi la actitud aparentemente poco ejemplificante del juez. Pero hete aquí que al concluir el acto, éste se ha desprendido finalmente del móvil que le ha mantenido entretenido durante casi media hora, se ha levantado para acercare a nosotros, abogados y acusado, y de un modo muy elegante ha abierto el diálogo a la búsqueda de una solución amigable menos traumática y mucho más planificadora de la que podría aportar la continuación del proceso.
Esta experiencia despierta impresiones ambivalentes. A la falta de corrección forense del instructor se contrapone un savoir faire por la que muchos abogados suspiraríamos cuando vemos como algunos jueces tienen ocupada la atención en su teléfono celular. ¿Nos escuchan?
¡Buen provecho!